La tragedia acontecida en la madrugada del martes ocho en que cientos de personas, algunas conocidas y muchas otras que, en su gran mayoría, aún permanecen en el anonimato, perdieron su vida, y vaya ironía, celebrando la vida por razones distintas, pero todas disfrutando de la música y del baile de un merenguero fabuloso.
Por supuesto, la gravedad del acontecimiento impactó a una población dominicana sin distinción social, que iniciaba el proceso de salir de sus sueños. Según se daban a conocer los detalles la tragedia adquiría dimensiones emocionales de horror, no experimentadas y conocidas anteriormente.
La fuerza del horror traspasó muy rápidamente las fronteras del país generando la solidaridad explícita de gobiernos y muchas personas de diferentes responsabilidades sociales. No era para menos. En un segundo, en un soplido de viento la vida de casi todo aquel que allí se encontraba se apagó de repente.
El grito ahogado y el silencio nos embargó a todos. No era posible comprender y manejar tanto dolor y tanta tristeza, independientemente de si conociéramos o no las personas involucradas en esta tragedia. Muchos abrigábamos la esperanza de que parientes o personas amigas no fueran parte de aquel dantesco acontecimiento.
Tres días de dolor y ansiedad manifiesta pesaba mucho en el corazón y la conciencia, en el alma toda ella. Según aparecían nombres de víctimas, el dolor se acrecentaba, pues algunas de ellas empezaban a estar muy cerca de muchos. Dolor, tristeza y agonía se mezclaban en una situación muy difícil de manejar, emocional y/o racionalmente.
Pero como era de esperarse y según avanzan los días, luego del dolor, la tristeza y la agonía, empiezan a brotar el enojo, la rabia y la ira, pues una tragedia como esa no podía ser posible por azar, ni mucho menos ser un accidente, pues no es algo fortuito e imprevisto.
El colapso de una estructura, sin un agente externo, debería tener razones previsibles con anterioridad.
Dolor, tristeza, agonía, enojo, rabia e ira, son emociones capaces de obnubilar cualquier mente racional. Y sin perder la fuerza que las mismas generan, la racionalidad tiene que dar explicaciones y éstas poner de manifiesto responsabilidades en personas e instituciones que tenían la obligación de asegurar y preservar vidas.
Los lugares públicos, aunque fueren de naturaleza privada en su gestión, deben ser supervisados con la seriedad y el detenimiento necesario que ofrezcan toda la seguridad necesaria para la preservación de la vida. Por supuesto, hay una escala de responsabilidades que tiene un orden y del cual nadie debería echarse a un lado.
Al momento de escribir estas líneas el gobierno se dispuso a prolongar el duelo por tres días más. Quizás no es para menos. Lo que nunca debería acontecer es que se esté echando valdes de agua fría, para entibiar los cuerpos de las víctimas y menos, para “tranquilizar la conciencia social” enardecida por el horror.
No es recomendable y mucho menos en acontecimientos como el que vivimos tomar decisiones por el impulso de las emociones, la razón debe abrirse una brecha para comprender lo acontecido y tomar todas las providencias de lugar, distribuyendo responsabilidades y consecuencias.
Las autoridades del estado deben tener presente que la comunidad nacional e internacional las tiene bajo observación. El tiempo sana heridas, pero las provocadas por la tragedia acontecida son muy profundas y nada fácil de olvidar. Sus consecuencias han sido desbastadoras. Son muchas vidas perdidas.
Investiguen todo lo que tiene que ser investigado. Tómense el tiempo debido, pero no más de ahí. Las evidencias de dichas investigaciones deberán permitir establecer las responsabilidades. Los responsables que asuman las consecuencias de estas.
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