En estos días de profundo dolor, cuesta encontrar palabras que consuelen o expliquen el peso de lo sucedido. La tragedia del Jet Set nos ha estremecido como sociedad y nos recuerda, con brutal crudeza, lo frágil que es la vida humana. Una noche que inició de forma alegre, llena de música, de baile, de risas compartidas, se convirtió en un capítulo oscuro que enluta a familias enteras y deja una herida abierta en el corazón de la comunidad.
Porque no era una noche cualquiera. Era un lunes social, como de costumbre en ese emblemático espacio de la vida nocturna dominicana. Un lugar que, durante años, ha congregado a bailadores, a personas alegres que encuentran en la música —y muy especialmente en nuestro merengue— un motivo de celebración, de desahogo, de encuentro. Era una velada para disfrutar del talento y la energía de un veterano de la alegría, como lo es Don Rubby Pérez, cuya voz ha sido, por generaciones, sinónimo de gozo colectivo. Nadie imaginaba que entre aplausos y melodías se colaría el horror.
Y sin embargo, en medio del dolor, aflora también una de las cualidades más nobles de la condición humana: la capacidad de conmovernos por el sufrimiento ajeno. Esa empatía que nos sacude desde lo más íntimo y nos hace llorar por quienes quizá no conocemos, habla de nuestro sentido de humanidad, de que aún conservamos la fibra moral que nos permite sentirnos parte de un mismo cuerpo social. Este luto colectivo que hoy nos embarga no es debilidad, sino reflejo de una comunidad que, aún herida, sabe unirse en la pena. Que este sufrimiento compartido nos convoque, entonces, a la unidad, a la introspección sincera y al firme propósito de hacer mejor las cosas.
A la par con esa empatía, merece destacarse el esfuerzo conjunto que se ha desplegado ante la adversidad. Las acciones de las autoridades, en todos sus niveles, el respaldo de parte de la comunidad internacional y la participación espontánea y generosa de tantos ciudadanos y ciudadanas, nos recuerdan que la solidaridad no es solo un gesto noble, sino un elemento indispensable de la condición humana. En medio del caos y la incertidumbre, la respuesta colectiva a esta tragedia se levanta como corolario de una sociedad que, pese a sus fracturas, todavía sabe extender la mano.
En este contexto de alta sensibilidad, también es preciso dirigir una palabra a la opinión pública y a los medios de comunicación. Vivimos en tiempos de inmediatez, donde la información circula sin fronteras y donde cada ciudadano puede convertirse en emisor de contenidos. Pero en esta democratización del mensaje, el deber de la responsabilidad se ha vuelto aún más imperativo. Una primicia no vale más que un ejercicio informativo prudente. La viralidad jamás debe anteponerse a la verdad ni a la dignidad de las personas. Hago un llamado especial a los medios formales, que, aun en este nuevo ecosistema, conservan el peso de la credibilidad cuando ocurren los hechos verdaderamente importantes. Precisamente por ello, su responsabilidad se magnifica: tienen el deber de preservar el juicio sereno, de informar con respeto y de acompañar a la ciudadanía con sensatez en los momentos que definen el pulso moral de una nación.
Se aproxima la Semana Santa, y con ella un tiempo propicio para detenernos y reordenar el alma. Tiempo de recogimiento, de esparcimiento sano, de reencuentro familiar, y para quienes profesamos la fe cristiana, de comunión espiritual con el Altísimo. Este periodo sagrado nos ofrece una oportunidad para serenarnos, para transitar con respeto el difícil camino del luto, y para renovar nuestras fuerzas, no sólo en lo personal, sino también como sociedad y como nación. Que el dolor no sea en vano. Que nos transforme, que nos enseñe, que nos eleve.
Hoy más que nunca sentimos la urgencia de preguntarnos: ¿estamos realmente cumpliendo con nuestros roles en una sociedad que nos necesita responsables, empáticos y conscientes?
Nada nos confronta tanto con la finitud de la existencia como una tragedia. Nos recuerda que no hay garantías para el mañana y que lo único cierto es el presente: el aquí y el ahora. Por eso es esencial vivir con propósito, actuar con integridad y honrar cada vínculo que tenemos. Ser padres presentes, hijos agradecidos, ciudadanos comprometidos, empresarios conscientes, autoridades que sirvan, y no que se sirvan, periodistas responsables, entre otros. La enumeración del deber ser puede perderse como pasos en el desierto.
La sociedad no es un ente abstracto. Es una trama de relaciones en la que cada uno tiene una función. Y cuando uno de esos hilos se rompe —por omisión, por negligencia o por indiferencia— las consecuencias pueden ser devastadoras. La tragedia nos sacude, sí, pero también nos llama a la acción: a repensar nuestros modelos de convivencia, nuestras prioridades y el tipo de comunidad que queremos construir.
Hoy extendemos nuestras más sinceras condolencias a las familias de las víctimas. Que encuentren consuelo en el amor que las rodea, en la solidaridad de un pueblo que, a pesar de sus fallas, aún sabe unirse en el dolor y, sobre todo, en la paz que proviene de lo divino.
Que esta tragedia no quede en el olvido ni se diluya en la fugacidad del ciclo noticioso. Que sirva, al menos, como un llamado urgente a vivir con más humanidad, más responsabilidad y más conciencia. Porque de eso se trata, en última instancia, el tejido social: de cuidarnos los unos a los otros, como si de verdad comprendiéramos que todos estamos juntos en esto.
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