En palabras de Montesquieu: «Toda persona que tiene poder se inclina a abusar de él; llega hasta donde encuentra límites», esta advertencia, recogida en El espíritu de las leyes (1748), ha trascendido siglos como uno de los fundamentos éticos y jurídicos de la organización institucional del Estado. Hoy más que nunca cobra vigencia al momento de referirnos a los servicios públicos: espacios donde el poder se ejerce de forma directa sobre las condiciones de vida de las personas. De ello se deriva que la administración pública contemporánea haya consagrado, como principio organizativo fundamental, la separación entre las funciones de regulación y operación de los servicios públicos; pues en los contextos donde ambas se confunden, también se diluyen los límites institucionales al ejercicio del poder.
En la República Dominicana, este principio encuentra expresión normativa en el artículo 9 de la Ley núm. 247-12, Orgánica de la Administración Pública, de fecha 9 de agosto de 2012, que establece:
«Las leyes que creen entes y órganos administrativos respetarán la naturaleza de las misiones públicas y asegurarán la separación orgánica de las actividades de regulación y de operación de los servicios públicos. No se podrá transferir la actividad reguladora en el sector a entidades con carácter mercantil aun fuesen de derecho público».
Esta disposición no es casual, responde a la necesidad de preservar la objetividad, la legalidad y la confianza ciudadana en la actuación del Estado. Permitir que un mismo órgano u ente establezca reglas, supervise su cumplimiento y a la vez preste el servicio implicaría concentrar funciones que deberían mantenerse separadas por razones de imparcialidad y buen gobierno.
Este mandato fue desarrollado por el Reglamento de Aplicación de la Ley núm. 247-12, aprobado mediante el Decreto núm. 353-24 de fecha 25 de junio de 2024, cuyo artículo 46 delimita con precisión los supuestos en los que la separación entre regulación y operación de los servicios públicos resulta obligatoria. Este principio aplica, entre otros casos: (1) a los sectores sometidos a libre competencia donde el Estado, a través de órganos o entes públicos, ofrece servicios similares a los del sector privado; (2) a los sectores donde las infraestructuras esenciales para la prestación del servicio pertenecen a operadores públicos o controlados por el Estado, y se requiere garantizar el acceso equitativo; (3) a los sectores parcialmente abiertos a la competencia, en los que se otorgan condiciones privilegiadas de financiamiento o prerrogativas especiales que pudieran afectar la equidad del mercado; (4) a los casos donde la regulación ha sido transferida o delegada a entidades que, simultáneamente, prestan servicios mercantiles a título principal o exclusivo; (5) a los supuestos en los que el servicio ha sido delegado mediante concesiones o contratos a entidades públicas o privadas, requiriéndose que las condiciones de prestación se basen en principios de transparencia y no discriminación; y (6) a cualquier otro caso que contemple expresamente la ley.
La norma incluso prevé las modalidades en que esta separación puede materializarse, ya sea de forma funcional o estructural. En su modalidad funcional, se establece que «la separación de la regulación y de la operación podrá ser funcional mediante la desconcentración de una u otra función y preferentemente de la función operativa». Esta forma de separación implica «la transparencia de las relaciones orgánicas y financieras entre el órgano regulador y el órgano operativo; la contabilidad separada de los activos y pasivos del órgano operativo y la transparencia de sus fuentes de ingreso». Conforme al propio reglamento, «la desconcentración de la función operativa se hará por decreto, mientras que la desconcentración de la función reguladora se hará por ley».
Por su parte, en cuanto a la modalidad estructural, el reglamento indica que esta se configurará «mediante la descentralización de una u otra de las funciones o, en el caso de los organismos autónomos y descentralizados, mediante su división en dos entidades jurídicamente distintas, de tal forma que la función de regulación quede en la competencia de un ente de derecho público sin ninguna función mercantil y sin relación privilegiada con el operador». Asimismo, se enfatiza que «bajo ninguna circunstancia, podrán coincidir en un mismo ente u órgano de la Administración Pública las potestades de regulación y operación de los servicios públicos», en cumplimiento del principio consagrado en el artículo 9 de la Ley núm. 247-12. Finalmente, se aclara que «la participación de representantes del ministerio regulador en los consejos de dirección, administración o vigilancia de un órgano o ente operativo no vulnerará el principio de separación de la regulación y la operación».
Ahora bien, como todo principio, este también admite excepciones. El párrafo I del precitado artículo 46 aclara que el principio no se aplica a servicios de soberanía o de carácter solidario, tales como la salud, la educación, la protección social o la conservación del patrimonio cultural y natural, donde lo esencial es garantizar la cobertura y continuidad del servicio, aun cuando las funciones de regulación y operación se integren en una sola institución. La clave está en la razonabilidad y en el tipo de servicio involucrado: separar cuando se trate de sectores sujetos a condiciones de competencia o dinámicas de mercado; y mantener la integración cuando se trate de bienes públicos esenciales, vinculados a derechos fundamentales cuya provisión estatal es irrenunciable.
Este enfoque matizado encuentra respaldo normativo en la Ley núm. 42-01, General de Salud, promulgada el 8 de marzo de 2001. Aunque esta legislación antecede a la Ley núm. 247-12, es significativa en tanto establece expresamente el rol de rectoría del órgano responsable del sistema nacional de salud. En efecto, el artículo 8 de la referida ley asigna a la Secretaría de Salud Pública y Asistencia Social la función de conducir, regular y coordinar las políticas públicas del sector salud. Sin embargo, y pese a reconocer esa integración funcional en la estructura del órgano rector, el legislador introdujo una cláusula orientada hacia la progresiva separación de funciones. Así lo dispone el artículo 12, literal c), al establecer que dicha Secretaría deberá «promover gradualmente la separación de funciones de regulación, provisión de servicios, financiamiento y supervisión».
Esta disposición refuerza el criterio de que, incluso en sectores tradicionalmente comprendidos como parte del ejercicio soberano del Estado, como la salud, el ordenamiento prevé una evolución institucional hacia una mayor diferenciación funcional. De ahí que pueda sostenerse que la coexistencia de ambas funciones en un mismo órgano no solo responde a una necesidad operativa coyuntural, sino que ha sido objeto de regulación transicional con miras a su eventual separación. Al mismo tiempo, resulta jurídicamente legítima la postura que reconoce que, en determinados sectores estratégicos, la concentración funcional puede contribuir a fortalecer la capacidad del Estado para liderar con coherencia, agilidad y eficacia la implementación de políticas públicas, garantizando una rectoría más sólida y articulada.
Este tipo de razonamiento cobra fuerza cuando se trata de servicios como la salud pública, donde el Estado no solo presta servicios, sino que debe liderar políticas preventivas, responder a emergencias, y coordinar múltiples actores bajo una lógica de derechos y no de mercado. En estos contextos, más que una amenaza, la integración funcional puede actuar como un instrumento legítimo de rectoría estatal.
En conclusión, la separación entre regulación y operación es una herramienta que permite reforzar los valores de imparcialidad, control y equidad en los servicios públicos, pero su aplicación no debe ser ciega ni automática. En sectores estratégicos como la salud, la educación o la protección social, donde el Estado actúa como garante de derechos, puede ser necesario mantener ambas funciones bajo una misma autoridad, al menos de forma transitoria o con mecanismos gradualidad. Lo relevante es preservar el interés general, reforzar la confianza pública y asegurar que el diseño institucional responda al servicio de la gente, no al de las estructuras.
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