Hay un capítulo de la historia de la carnicería de Stalingrado —contada por Antony Beevor—, que tiene el muy atinado título de un famoso cuento de Tolstói, uno de los autores que nutren mi savia existencial. El título del capítulo y del cuento, «¿Cuánta tierra necesita un hombre?», tiene que ver en este caso con la insaciable hambre de tierra de ese extraño espécimen de ser humano que era Hitler. El hipercruelbólico ser humano, si acaso se puede decir así.

Hitler, dice Antony Beevor en su relato, probablemente no había leído el cuento de Tolstoi y desde su confortable guarida en Alemania vería complacido en sus grandes mapas el despliegue de sus cuatro millones de soldados en aquel inmenso territorio de la Unión Soviética, que de seguro consideraba suyo, a pesar de algunos reveses. Suya era, en su imaginación, Stalingrado, la ciudad en que se libraría (desde el 23 de agosto de 1942 hasta el 2 de febrero de 1943) la más cruenta batalla de la historia.

La operación Barbarroja, calculada al milímetro para derrotar en pocas semanas a los Untermensch (los subhumanos del este), se extendía en un frente de 1500 kilómetros, desde el Báltico en la ciudad de Arcángel hasta el Mar Negro en la ciudad de Astracán. Los objetivos iniciales eran Leningrado, Ucrania, Moscú, el petróleo del Cáucaso e, incidentalmente, Stalingrado. Era una guerra de exterminio contra eslavos, judíos, gitanos y otros seres inferiores, los llamados Untermensch.

En los mapas todo estaba perfecto. Una vez conquistados y despejados esos territorios, los arios vendrían a ocupar su lugar. El espacio vital (Lebensraum) al que aspiraban los nazis incluía las regiones donde habitaban los pueblos eslavos. Luego posiblemente se expandirían hasta el Pacífico a través de Siberia.

¿Qué podía salir mal?

El personaje del cuento de Tolstoi es ruso y no se parece a Hitler más que en su ambición desmedida de tierra, en la codicia que lo lleva a la perdición. Pero su ambición también es desmedida. Es el mismo cuento de la ambición que rompe el saco, la historia de quien mucho abarca poco aprieta, pero a la manera de Tolstói. Esa manera de multiplicar el sentido de la narración, de contar una historia, engañosamente sencilla, que es a la vez muchas historias.

¿Cuánta tierra necesita un hombre? (primera parte)

Érase una vez un campesino llamado Pahom, que había trabajado duro y honestamente para su familia, pero que no tenía tierras propias, así que siempre permanecía en la pobreza. “Ocupados como estamos desde la niñez trabajando la madre tierra —pensaba a menudo—, los campesinos siempre debemos morir como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si tuviéramos nuestra propia tierra.”

Ahora bien, cerca de la aldea de Pahom vivía una dama, una pequeña terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de que esta dama iba a vender sus tierras. Pahom oyó que un vecino suyo compraría veinticinco hectáreas y que la dama había consentido en aceptar la mitad en efectivo y esperar un año por la otra mitad.

“¿Qué te parece? —pensó Pahom—. Esa tierra se vende, y yo no obtendré nada”.

Así que decidió hablar con su esposa.

—Otras personas están comprando, y nosotros también debemos comprar unas diez hectáreas. La vida se vuelve imposible sin poseer tierras propias.

Se pusieron a pensar y calcularon cuánto podrían comprar. Tenían ahorrados cien rublos. Vendieron un potrillo y la mitad de sus ovejas; contrataron a uno de sus hijos como peón y pidieron anticipos sobre la paga. Pidieron prestado el resto a un cuñado y así juntaron la mitad del dinero de la compra. Después de eso, Pahom escogió una parcela de veinte hectáreas, donde había bosques, fue a ver a la dama e hizo la compra.

Así que ahora Pahom tenía su propia tierra. Pidió semilla prestada y la sembró y obtuvo una buena cosecha. Al cabo de un año había logrado saldar sus deudas con la dama y su cuñado. Así se convirtió en terrateniente, y talaba sus propios árboles, y alimentaba su ganado en sus propios pastos. Cuando salía a arar los campos, o a mirar sus mieses o sus prados, el corazón se le llenaba de alegría. La hierba que crecía allí y las flores que florecían allí le parecían diferentes de las de otras partes. Antes, cuando cruzaba esa tierra, le parecía igual a cualquier otra, pero ahora le parecía muy distinta.

Un día Pahom estaba sentado en su casa cuando un viajero se detuvo ante su casa. Pahom le preguntó de dónde venía, y el forastero respondió que venía de allende el Volga, donde había estado trabajando.

Una palabra llevó a la otra, y el hombre comentó que había muchas tierras en venta por allá, y que muchos estaban viajando para comprarlas. Las tierras eran tan fértiles, aseguró, que el centeno era alto como un caballo, y tan tupido que cinco cortes de guadaña formaban una avilla. Comentó que un campesino había trabajado solo con sus manos y ahora tenía seis caballos y dos vacas.

El corazón de Pahom se colmó de anhelo. “¿Por qué he de sufrir en este agujero —pensó— si se vive tan bien en otras partes? Venderé mi tierra y mi finca, y con el dinero comenzaré allá de nuevo y tendré todo nuevo”.

Pahom vendió su tierra, su casa y su ganado, con buenas ganancias, y se mudó con su familia a su nueva propiedad. Todo lo que había dicho el campesino era cierto, y Pahom estaba en mucha mejor posición que antes. Compró muchas tierras arables y pasturas, y pudo tener las cabezas de ganado que deseaba.

Al principio, en el ajetreo de la mudanza y la construcción, Pahom se sentía complacido, pero cuando se habituó, comenzó a pensar que tampoco aquí estaba satisfecho. Quería sembrar más trigo, pero no tenía tierras suficientes para ello, así que arrendó más tierras por tres años. Fueron buenas temporadas y hubo buenas cosechas, así que Pahom ahorró dinero. Podría haber seguido viviendo cómodamente, pero se cansó de arrendar tierras ajenas todos los años y de sufrir privaciones para ahorrar el dinero.

“Si todas estas tierras fueran mías —pensó—, sería independiente y no sufriría estas incomodidades.”

Un día, un vendedor de bienes raíces que pasaba le comentó que acababa de regresar de la lejana tierra de los bashkirs, donde había comprado seiscientas hectáreas por solo mil rublos.

—Solo debes hacerte amigo de los jefes —dijo—. Yo regalé como cien rublos en vestidos y alfombras, además de una caja de té, y di vino a quienes lo bebían, y obtuve la tierra por una bicoca.

“Vaya —pensó Pahom—, allá puedo tener diez veces más tierras de las que poseo. Debo probar suerte.”

Pahom encomendó a su familia el cuidado de la finca y emprendió el viaje, llevando consigo a su criado.

Pararon en una ciudad y compraron una caja de té, vino y otros regalos, como el vendedor les había aconsejado. Continuaron viaje hasta recorrer más de quinientos kilómetros, y el séptimo día llegaron a un lugar donde los bashkirs habían instalado sus tiendas.

En cuanto vieron a Pahom, salieron de las tiendas y se reunieron en torno al visitante. Le dieron té y kurniss, y sacrificaron una oveja y le dieron de comer. Pahom sacó presentes de su carromato y los distribuyó, y les dijo que venía en busca de tierras. Los bashkirs parecieron muy satisfechos y le dijeron que debía hablar con el jefe. Lo mandaron a buscar y le explicaron a qué había ido Pahom.

El jefe escuchó un rato, pidió silencio con un gesto y le dijo a Pahom:

—De acuerdo. Escoge la tierra que te plazca. Tenemos tierras en abundancia.

—¿Y cuál será el precio? —preguntó Pahom.

—Nuestro precio es siempre el mismo: mil rublos por día.

Pahom no comprendió.

—¿Un día? ¿Qué medida es esa? ¿Cuántas hectáreas son?

—No sabemos calcularlo —dijo el jefe—. La vendemos por día. Todo lo que puedas recorrer a pie en un día es tuyo, y el precio es mil rublos por día.

Pedro Conde Sturla

Escritor y maestro

Profesor meritísimo de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), publicista a regañadientes, crítico literario y escritor satírico, autor, entre cosas, de ‘Los Cocodrilos’ y ‘Los cuentos negros’, y de la novela histórica ‘Uno de esos días de abril.

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