«Emilia Pereyra tiene una sensibilidad empática, es decir, alguien que se conecta entrañablemente con lo que vive, con las historias que concibe, con los personajes que crea y con la realidad social y cultural del pueblo», expresó con acierto Bruno Rosario Candelier, y así lo vemos nosotros en su octava novela, Cuando gemía la patria. De 349 páginas, está dividida en dos partes: En los tiempos de la dominación y En los tiempos de la independencia. Cada parte a su vez está subdividida, la primera, en 44 breves episodios, y la segunda, en 17. Todos titulados y con fechas específicas, lo que facilita sus ubicaciones cronológicas en la historia desde 1822 hasta 1844.

La obra, escrita con una prosa profesional y con un lenguaje sencillo y eficiente, rico en imágenes coloridas, pertenece al subgénero narrativo, novela histórica, al mejor estilo de El reino de este mundo de Alejo Carpentier (1949) y El general en su laberinto (1989) de García Márquez. En ambas obras, como en la de Emilia, casi todos los personajes y episodios narrados son rigurosamente históricos. Su esquema es lineal, interrumpido en ocasiones con flashbacks. La autora, para relatar su texto, eligió a un narrador omnisciente con ojos nacionalistas. Sin embargo, son numerosas las mudas espaciales y pocos los monólogos.

Está claro que Emilia realizó una investigación exhaustiva de la vida dominicana y haitiana de la época, como lo demuestran las descripciones detalladas que hace de los tipos humanos, de los paisajes, de las costumbres, de las fiestas y de las creencias de los dos pueblos. Tan diferentes eran que en la novela (p.28) el narrador afirma, para que Boyer cristalizara su proyecto de congregar a dos pueblos tan disímiles como el cielo y la tierra, para lo cual ha contado con la supremacía de las armas y de una cuantiosa milicia, bravía y suficientemente apertrechada.

Más que Duarte, el protagonista de la obra es la independencia nacional, la cual queda perfectamente retratada en la sucesión de los episodios. Tras leerlos, el lector advierte que ahora fue cuando terminó de comprender lo que fue la ocupación haitiana y la independencia nacional, y se pregunta cómo fue que los dominicanos pudieron soportar 22 años de una ocupación tan inhumana y falaz. Antes, José Núñez de Cáceres, representando a los burócratas del gobierno, trató de impedir la nueva ocupación que se veía venir, dada la crisis económica del Santo Domingo Español en la etapa conocida como la España Boba, y proclamó la independencia llamada efímera, dejando intacto el sistema esclavista para complacer a influyentes aliados. No obstante, él mismo le concedería la libertad a los negros de su servicio doméstico (p. 31). Intentaría luego anexar, infructuosamente, el territorio a la Gran Colombia de Simón Bolívar. Las tropas haitianas, comandadas por su presidente Boyer, sin serios obstáculos porque prometieron abolir la esclavitud y colmar a la población de la prosperidad que existía en el Haití de la época, ocuparon esta media isla.

La novela retrata con rigor histórico y sensibilidad narrativa los años de ocupación haitiana y el despertar de la conciencia independentista dominicana.

En la novela (p.10), especialmente los esclavos se alegraron y cantaron sus alegrías dándoles la bienvenida a los orgullosos extranjeros. Debido a su falta de valentía, Núñez de Cáceres sabía que sería cuestionado por la historia. A Boyer le entregó las llaves de la ciudad en la Puerta del Conde, donde el jefe de Estado haitiano pronunció un discurso encendido. Aseguró que la alianza de los dos pueblos será motivo de gran felicidad en una tierra indivisible para la gloria de todos (p.18). En verdad, a Boyer lo que le interesaba era adueñarse de las inmensidades de tierras fértiles dominicanas para repartirlas entre los soldados. Núñez de Cáceres, por su parte, decidió marcharse de Santo Domingo junto a su familia y autoexiliarse en Venezuela. Pensaba volver a solicitarle el apoyo político a Simón Bolívar. Esperanzado, a su esposa en determinado momento le expresó: … «Los haitianos no estarán mucho tiempo al mando. Tengo la obligación de liberar a nuestra patria. No quedaré en las páginas de la historia como un cobarde…». (P. 60). En 1846 moriría en la ciudad de Victoria, México.

En medio de este panorama enrarecido, oscuro y lleno de gemidos, los acontecimientos y sus personajes en la obra se van sucediendo como tráilers del film de la independencia nacional.  «Aquí ahora mandan lo’ haitianos», clama, feliz, un antiguo esclavo (p.35). «Se han apropiado de todo sin hacer un solo disparo», le dice, apesadumbrada, María Baltasara de los Reyes a su esposo, Francisco Acosta, el portugués (p.41). Después ella añadiría: «…Dicen que les quitarán a los curas sus templos» (también las rentas y propiedades de la iglesia, agrego yo, E.D.). Esta mañana me dieron esa noticia. Me pregunto cómo estarán monseñor Pedro Valera y todos los sacerdotes… No sé cómo soportan tanta humillación. Ya me imagino qué pensará María Trinidad Sánchez, con lo devota que es…». «Han asesina’o a las niñas más bellas de la ciudad, a las pobres Águeda, Ana y Marcela, las hijas del doctor Andrés Andújar, a quien también mataron, ¡eso’ azaroso’ criminales!», le expresa, enfadada, Candelaria a una vecina (p.51) que deseaba saber el histórico asesinato cometido por los haitianos contra las llamadas Vírgenes de Galindo. Crimen que tendría similar impacto en la sociedad que el de las hermanas Mirabal en 1960.  «¡Qué desgracia! El saber se halla en las tinieblas. «¡Cerraron la universidad!», clamó para sí don Juan Vicente Moscoso Carvajal con una dosis de frustración (p.62). «…No se acepta que el Gobierno haya ejecutado la sentencia dictada contra los conjurados de la revolución de Los Alcarrizos», escribió el monseñor Valera refiriéndose a los condenados por participar en la conjura (p.66) hispanófila el 25 de febrero de 1824, en especial a los cuatro condenados a muerte. «En lo adelante, además, no habrá más peleas de gallos en días laborales ni vagancia en Santo Domingo», sentenció el general haitiano Jérome Maximilien Borgella (p.92), gobernador de nuestra media isla. Y Boyer añadiría: «Tampoco podrán escribir más en español en los documentos oficiales» (sino en francés, agrego yo, E.D.).

A propósito de Boyer, en la obra (p.175) se reproduce de él una narración en primera persona, que nos llama la atención, porque en vez de mostrarse como el típico tirano que creíamos que era, que con manos de hierro unificó, primero, su nación y luego la isla, en la novela, sin embargo, se muestra débil, lleno de tormentos. Ante la embestida de sus enemigos, se pregunta con desesperanza: «¿Qué vas a hacer, Jean Pierre? ¿No vas a luchar?» Y se responde: «No lo sé. No lo sé. Estoy confuso, recibo muchas informaciones contradictorias… Debo tomar una decisión pronto. Todo está a punto de estallar, y estoy cansado». En otras disertaciones se expresa: «Se desmonta mi mando de 25 años y estoy extenuado… Ahora hacen escarnio de mí»…

Cuando menos lo esperaban los haitianos, apareció una figura genial, Juan Pablo Duarte, que tenía apenas ocho años de edad cuando Núñez de Cáceres declaró la Independencia Efímera. En la novela surgió primero su padre, don Juan José, próspero comerciante de origen español. Él habla con un vecino, al que le confía que una vez, por culpa de los haitianos, tuvo que con su familia refugiarse en Puerto Rico, donde nació su primer hijo, Vicente Celestino. Luego a su cuarto hijo, Juan Pablo Duarte, los lectores lo ven en la obra (p.100) siendo ya un adolescente, escribiendo pasajes de su viaje, que, para completar sus estudios, realizó a Europa.

El barco hizo una escala en Norteamérica. En el trayecto, el capitán de la nave lo ofendió por estar viviendo bajo el yugo esclavizador de los haitianos. Fue cuando Duarte tomó la firme decisión de liberar a su patria. En Europa, además de completar sus estudios, adquirió conciencia política al hacer contacto con el ambiente revolucionario imperante: la nueva humanidad surgida tras la Revolución Francesa. Regresa a Santo Domingo en 1833, con veinte años de edad. Un año después lo vemos en la obra hacer contacto con el joven José María Serra (p.115), autor del pasquín, dominicano español, por medio del cual promovía la revolución. Duarte le ayudaría a distribuirlo, y extendería el área de influencia del pasquín en el sur y norte de la media isla. Pretendían que el pueblo tuviera conciencia de su identidad y de su derecho a la independencia política. Pasar a la acción luego no le fue difícil a Duarte porque, en definitiva, Boyer era un tirano antiesclavista influenciado por un sincretismo religioso africano, vudú, ajeno a nuestro catolicismo español, y dueño de una cultura inferior a la nuestra, e incapaz también de instaurar una democracia parlamentaria, es decir, burguesa, la más avanzada de la época y a la que aspiraba Duarte. En la obra (p.127), este se lo plantea con éxito a José María Serra: «Debemos crear un movimiento de liberación con fines prácticos porque veo claro que entre dominicanos y los haitianos no es posible una fusión… ¡Ahora o nunca!».

La independencia nacional es el verdadero protagonista que emerge entre los episodios históricos narrados con rigor y sensibilidad

En la casa de Mamá Chepita, madre del brioso Juan Isidro Pérez, el 16 de julio de 1838, Duarte conforma el movimiento libertario llamado La Trinitaria porque los miembros deberán crear un núcleo de tres, que le permitirá al frente multiplicarse. Participaron en la reunión el mismo Juan Isidro Pérez, José María Serra, Pedro Alejandro Pina con apenas diecisiete años, Félix María Ruiz, Felipe Alfau, Juan Nepomuceno Ravelo, Benito González y Jacinto de la Concha. Bajo el lema de Dios, Patria y Libertad, todos juraron derramar hasta la última gota de sangre en favor de la separación definitiva del gobierno haitiano. Guiados por el patricio, decidieron que el nuevo Estado se llamará República Dominicana, en honor a la orden religiosa de los padres dominicos que contribuyeron a la defensa de los derechos humanos de los indígenas. Y Duarte concibió nuestra bandera tricolor: rojo por la sangre derramada por los libertadores; azul por nuestros ideales de libertad y el cielo divino que nos cubre y blanco por representar la paz y la unidad entre los dominicanos. La bandera sería confeccionada por Concepción Bona y María Trinidad Sánchez. Posteriormente, el sobrino de ella, Francisco del Rosario Sánchez, se uniría al movimiento, lo mismo que Matías Ramón Mella.

Por otra parte, Duarte personalmente decidió trasladarse a El Seibo a reclutar a una persona que consideraba clave por su prestigio militar y político en la zona (era regidor y coronel de la guardia boyerista) y por representar al sector hatero, de una importancia económica capital en aquellos momentos. Su nombre: Pedro Santana. Aunque en ese momento no lo encontró, a través de su hermano gemelo, Ramón, a quien nombró coronel de las futuras tropas libertadoras, los comprometió a ambos. Asimismo, como aún el pueblo no sabía a fondo el significado de patria, conformaría también las sociedades La Filantrópica y La Dramática, que realizarían importantes labores de concientización y propaganda mediante las representaciones de obras teatrales. En la novela se destaca el impacto que tuvo en la población la presentación de La viuda de Padilla, del dramaturgo español Francisco Martínez de la Rosa.

En esos meses surgió en Haití un movimiento conspirativo contra Boyer, motivado por la crisis económica de la isla debido a la caída de los precios de los productos de exportación que compraban Estados Unidos y Europa, adherido a la desmesurada elevación de los impuestos, cuyos beneficios el gobierno no los destinaba a mejorarle la vida a la población, sino al pago a Francia por reconocer la independencia de la isla. Esta conspiración haitiana, encabezada por Charles Hérard, llamada de la Reforma, fue apoyada por Duarte, porque veía en ella una forma de dividir y debilitar el poderío del enemigo y a la vez avanzar el proyecto emancipador dominicano. Así, pues, le ordenó, con acierto, a Mella que gestionara una alianza táctica con los reformistas antiboyeristas, pues a Juan Nepomuceno Ravelo, a quien le habían encargado la misión, le fue imposible lograrla. El movimiento reformista haitiano triunfó en 1843, pero cuando Hérard se enteró de los verdaderos planes de los trinitarios, desató una campaña de persecución contra ellos, que obligó a Duarte, a Juan Isidro Pérez y a Pedro Alejandro Pina a exiliarse en Curazao, al tiempo que Mella era apresado y encerrado en una cárcel de Puerto Príncipe; y Sánchez, para eludir el asedio, hacía correr el rumor de que había muerto a consecuencia del cólera. Este acontecimiento es uno de los más significativos de la novela; Sepelio de Francisco Sánchez, Agosto, 1843 (p.200) se titula. Debido a la ausencia del patricio y al apresamiento de Mella, quien sería liberado al poco tiempo gracias a su relación con los antiboyeristas, Sánchez asumió la dirección clandestina de La Trinitaria, la cual había entrado en su última y más peligrosa etapa. Duarte, en el exilio, recibió una ansiada carta de su novia, Nona. En la obra, el lector siente como fría esta relación amorosa. Duarte también recibió la devastadora noticia de la muerte de su padre, don Juan José.

En Santo Domingo, con una decisión de acero, de patria libre o morir, los trinitarios firmaron el Manifiesto de la Independencia, y Sánchez planificó darle el golpe final a la dominación haitiana el 27 de febrero de 1844. A Mella le concedió el honor de, a las diez y media de la noche, en la Puerta de la Misericordia, disparar el trabucazo que anunciaría el nacimiento de la República Dominicana, y él lo realizó por encima de la vacilación de algunos. Sánchez, con un puñado de rebeldes, tomó la puerta de entrada de la ciudad y el fuerte, Puerta del Conde. Debido a la prisa y a la tensión, se derribó del tope la bandera haitiana y, en vez de izarse la tricolor dominicana, se izó una haitiana, atravesada por una cruz blanca. En medio de los vivas y los aplausos, Sánchez vociferó: «¡Hoy hacemos realidad un largo sueño de los patriotas, dirigidos por nuestro amigo y compañero Juan Pablo Duarte, aún exiliado! ¡Nuestra Patria será soberana! ¡Larga vida para todos los que se han arriesgado por el triunfo de nuestra lucha!» (p.245).

El Estado haitiano no opuso una resistencia considerable debido a su crisis política y a la efectiva y oportuna rapidez con que actuaron los trinitarios, pero era de esperarse que el presidente Charles Hérard reaccionara en corto tiempo. En efecto, a menos de un mes de fundada la nueva República, Hérard estableció un bloqueo naval desde Neiba hasta Montecristi, y al mando de quince mil hombres, a los que les precedía la celebridad de haber derrotado en 1804 al poderoso ejército de Napoleón, irrumpió en nuestro territorio por tres flancos con el objetivo de restablecer el orden. Antes, Pedro Santana, apoyado por sus peones, subordinados, monteros y amigos, había dirigido con éxito la primera actividad militar contra una comandancia haitiana en su Seibo natal. Luego, con los improvisados soldados, llenos de entusiasmo y heroísmo, marchó hacia Santo Domingo, donde fueron recibidos como héroes. Y ahora, ante la embestida enemiga, la Junta Central Gubernativa, principal órgano de poder del joven Estado, y su presidente Tomás Bobadilla, vieron a Santana como el ideal para enfrentar a Hérard, y aquel aceptó el reto. Exclamó en la Plaza de Armas ante sus hombres y los miembros de la Junta: «Bueno, ¡parece que soy yo! Me hago cargo de la tropa si yo mando y nadie más. ¡Tienen que obedecerme! Si lo aceptan, juntos venceremo’ a lo’ haitianos» (p.274).

La ocupación haitiana se revela como una etapa inhumana que marcó profundamente la identidad del pueblo dominicano

En ese instante Duarte aún estaba en el exilio. Los demás trinitarios, sobre todo Sánchez y Mella, que eran miembros de la Junta, ni por asomo avizoraron los efectos negativos que tendrían para el futuro del país las decisiones que estaban tomando a la ligera, sin considerar la ideología y la procedencia de los escogidos para la acción; más bien se llevaban del ánimo del pueblo, que era preso del temor. Así, por un lado, le habían concedido a Tomás Bobadilla, por su madurez, prestigio, experiencia, capacidad intelectual, categoría social y prestancia política, el máximo organismo de poder, que por mérito y gloria le correspondía a Sánchez, como al principio se le había concedido; y por el otro, nombraron a Santana jefe del Ejército Libertador con el rango de general, dejándole a Sánchez el de coronel.

Tanto Bobadilla, oportunista, cooperador de España y de los haitianos, como Santana, semianalfabeto y valiente, ni creían en la República, pues eran colonialistas, ni tampoco, lógicamente, en los trinitarios, a quienes veían como muchachos idealistas carentes de experiencias. Santana, por su parte, equipó su improvisado ejército con cuchillos, garrotes, lanzas y machetes y lo reforzó con las pocas armas que los haitianos habían dejado abandonadas y con las que recuperaron en la Fortaleza Ozama, las cuales eran más que insuficientes. Apoyado por Antonio Duvergé, Lucas Díaz y Vicente Noble, entre otros insignes patriotas, derrotó a Hérard en Azua, en la mítica Batalla del 19 de Marzo. Dice el narrador de la novela que fueron horas terribles. «Los dominicanos nunca habían visto tanta muerte ni tanta sangre saciar la sed de la tierra» (p. 296).

Duarte, con los pocos armamentos y pertrechos que pudo conseguir, había regresado al país cuatro días antes del enfrentamiento. En el puerto de Santo Domingo, una multitud impresionante le había dado la bienvenida con ¡Salve el Padre de la Patria! Al lector le extrañó la ausencia de la novia, Nona, en el momento cumbre de la vida de su prometido. Por tanto, después, no le sorprendería que la relación amorosa se diluyera como arena en un viento de desamor.

A Duarte, la Junta lo había incorporado como miembro activo y comandante del Departamento de Santo Domingo con el rango de general. Dispusieron que, al mando de una columna de hombres, fuera a prestar sus servicios a las tropas de Santana. El patricio, que había cumplido con el servicio militar obligatorio del otrora gobierno haitiano, en el cual había alcanzado el grado de coronel, y había ampliado además, de manera autodidacta, sus conocimientos bélicos; al encontrarse en Baní con el jefe del improvisado ejército de liberación, lugar donde había establecido su cuartel general, y escuchar de sus labios el informe de la batalla, advirtió en el acto que había cometido el error táctico de retirarse de Azua tras su victoria aplastante, dizque para no aguardar un nuevo enfrentamiento para el cual el enemigo hubiese contado con refuerzos de hombres y pertrechos.

Asimismo, Duarte notó que Santana, con esta excusa, que parecía no tener lógica si no se sabía que pretendía forzar a la Junta a negociar el protectorado francés, había dejado las avanzadas criollas y las familias de la zona abandonadas y sin aviso. Así que, consciente del manejo antinacional de Santana y de que el enemigo venía siendo derrotado con relativa facilidad desde el 27 de febrero, gracias a la estrategia de los trinitarios de pactar una alianza con los reformistas haitianos antiboyeristas, pues debilitó enormemente al gobierno, e incluso sectores poderosos de Puerto Príncipe conspiraban contra Hérard, lo que provocaba deserciones en sus tropas, le propuso a Santana establecer un plan de ataque conjunto y acabar de vencer a las desmoralizadas guardias invasoras. En la novela, el narrador reproduce de forma brillante, con un alto grado de verosimilitud, el tenso encuentro de Santana y Duarte, el 23 de marzo de 1844 (p. 304). Santana le dejó hasta la mano tendida al patricio. Y tosco, arrogante y ambicioso, lo que vio en él fue a un competidor político, que venía a entrometerse en los asuntos que solo le competían al jefe del ejército. Ante la insistencia de Duarte, respondió con desdén que iba a consultarlo con su Estado Mayor. Su antinacionalismo hizo que rechazara la cooperación de quien lo había reclutado, y como líder de La Trinitaria, debería considerarlo comandante supremo del movimiento emancipador. La postura de Santana era un fiel reflejo del pensamiento despótico, conservador y arbitrario de la clase que representaba. Desafortunadamente, por esta postura, el enemigo pudo recuperar fuerzas, reagruparse, recapturar a Azua y preparar nuevas embestidas.

Once días después, es decir, el 30 de marzo, atacó a Santiago, que se encontraba aterrorizado y desconcertado a la vez por la retirada de Santana de Azua. Él, desde Baní, le envió refuerzos, y los dominicanos, comandados por José María Imbert, recibieron una efectiva asistencia de Mella en tácticas y logísticas traídas de la capital. El combate se inició después de media mañana, y en él se destacaron, entre otros, Fernando Valerio y Juana Saltitopa, La coronela. Valerio, por ordenarle a sus tropas que utilizaran la carga a machete conocida en la historia como “La Carga de los Andulleros”, porque la gente de Sabana Iglesia, en su mayoría, se dedicaba a la preparación de andullos (de tabaco); y Juana Saltitopa, porque como las mujeres no participaban en los enfrentamientos, se vistió de hombre y con decisión bajó al río Yaque en reiteradas ocasiones, y subió con cubos llenos de aguas para enfriar los cañones dispuestos en los frentes. Al caer la tarde, los haitianos, comandados por el general Pierrot, futuro estadista, derrotados nuevamente, se retiraron. Los criollos, a sangre y fuego, volvieron a afianzar sus ideales independentistas. Esta derrota y la amenaza de derribarlo del poder obligaron a Hérard a retirarse del país, sin que los dominicanos dejaran de hostigarlo. Por primera vez, Santana ondeó la bandera nacional en la frontera.

Con una prosa rica en imágenes y rigor histórico, Emilia Pereyra reconstruye los años más convulsos de la formación republicana dominicana

En cuanto a Duarte, acantonado en Sabana Buey, más cerca del enemigo, quiso atacarlo unilateralmente, pues estaba seguro de obtener el triunfo completo, según le escribió a la Junta. Pero esta, tratando de evitar contradicciones y problemas prematuros con Santana, le ordenó que retornara a Santo Domingo. «¡No puedo creer que Santana se haya salido con la suya!», se dijo, irritado, Duarte (p.309). Posteriormente, le rendiría un informe detallado a la tesorería nacional del dinero que había utilizado en la campaña, devolviendo lo sobrado. Este ejemplo de honestidad y transparencia constituyó y constituye un desafío para quienes ejercen las funciones públicas. Pedro Santana, por ejemplo, nunca rindió un informe, y acostumbraba a escasear los recursos que le enviaban. A las tropas les mentía, informándoles que el gobierno se descuidaba de su suerte, y cuando recibía provisiones frescas les decía que las adquiría de su peculio o que los comerciantes de la capital se las despachaban a su nombre.

Por último, Duarte intentó desplazar del poder a los colonialistas que solo les interesaba la separación de Haití, en especial, lógicamente, Tomás Bobadilla y Pedro Santana. Sin duda, el patricio vislumbraba las consecuencias nefastas que les podrían traer estas dos figuras al futuro del país. Efectivamente, en el mes de junio, apoyado por los trinitarios, le propinó un golpe de Estado revolucionario a la Junta, sustituyó a Bobadilla por Francisco del Rosario Sánchez, ratificó a Ramón Matías Mella como jefe militar del norte y procuraría también, sin éxito, darle a Sánchez el control directo de los soldados del sur, para debilitar más a Santana. Al mes siguiente, julio, Mella lo proclamó presidente en un acto celebrado en la Plaza de Armas de Santiago de los Caballeros. Pero toda esta intentona resultó un fracaso porque el verdadero poder residía en el ejército, del cual Santana tenía pleno control. Con facilidad, asestó un contragolpe militar, se autoproclamó presidente de la Junta y empezó a perseguir con tenacidad a los trinitarios, sobre todo a Duarte, Sánchez y Mella. A estos los apresó, declarándolos traidores a la patria, y los desterró a perpetuidad. Duarte, camino al extranjero, en la cubierta del barco, con expresión contrariada se dijo: «Me voy, pero desde ya mi tierra me espera. Un día volveré, aunque hombres sin juicio ni corazón hayan proscrito a perpetuidad a los fundadores de la República. ¡Qué desgracia, Dios mío! ¡Se impuso la traición!» (p. 344).

Así finaliza la obra de Emilia Pereyra. Más que una novela histórica, es un testimonio de un tiempo y de un espacio vital para la República Dominicana. Un ejemplo de lo que Benito Pérez Galdós consideraba de este tipo de texto, que tenían un papel fundamental en la reconstrucción del pasado y en la transmisión de la cultura del pueblo. Y si ayer, cuando deseábamos conocer a la Revolución Mexicana, en lugar de ir a los manuales de historia, íbamos a Los de abajo de Mariano Azuela; hoy, si quisiéramos conocer la ocupación haitiana y la independencia nacional dominicana, iríamos sin duda a Cuando gemía la patria de Emilia Pereyra. Sería más que suficiente.

Edwin Disla

Escritor

Edwin Disla es novelista, Premio Nacional de Novela 2007. Es el autor de la novela “Los que comulgaron con el corazón limpio”.

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