Hace unos días, escuchando a la periodista Altagracia Salazar en su programa Sin Maquillaje, me estremecieron sus palabras sobre las vidas que se pierden cada día en nuestras carreteras y los huérfanos que deja nuestro caos vial. Aquella reflexión me llevó a pensar que el tránsito dominicano no es solo un problema de movilidad, sino una herida moral que retrata quiénes somos como sociedad. De ahí surge este llamado a un nuevo pacto por las calles.
La manera en que conducimos dice más de nosotros como sociedad que cualquier discurso patriótico. El tránsito no es solo un tema técnico ni un asunto de movilidad: es un reflejo de nuestra cultura cívica. Cada vez que un conductor cede el paso, respeta un semáforo o simplemente no usa el celular mientras maneja, está ejerciendo ciudadanía. Manejar bien es un acto de respeto a la vida, de empatía y de responsabilidad compartida.
En nuestras calles se libra, sin darnos cuenta, una batalla moral. La violencia vial, las imprudencias cotidianas y la indiferencia ante las víctimas nos hablan de un país que necesita reconciliarse consigo mismo. Este artículo propone justamente eso: un nuevo pacto por las calles, un acuerdo social donde ciudadanos y autoridades decidan transformar el caos en ejemplo. Porque si logramos ordenar el tránsito, estaremos mucho más cerca de ordenar nuestra convivencia.
De la queja a la conciencia
El tráfico, el caos y la imprudencia se han normalizado. Nos quejamos del tránsito, pero somos parte de él. Cruzamos con la luz roja, doblamos sin avisar, usamos la bocina como si fuera un derecho natural. Y lo más grave: hemos perdido la capacidad de asombro ante las tragedias cotidianas. Las muertes por accidentes de tránsito no provocan marchas ni duelos nacionales, pero deberían. Cada una representa una vida truncada y una familia devastada.
Convertir en cultura lo que hoy parece una imposición requiere liderazgo político y un sentido compartido de propósito
La transformación comienza reconociendo que la educación vial es educación cívica. No se trata solo de enseñar señales o normas, sino de formar ciudadanos capaces de respetar el espacio común y proteger la vida de los demás. Como he sostenido en otros espacios, la ciudadanía activa no se limita al voto o a la protesta; también se ejerce al volante, en la calle, en la forma en que convivimos con desconocidos cada día.
Ciudadanía global aplicada al volante
La UNESCO define la ciudadanía global como la capacidad de actuar con conciencia de que nuestro bienestar está entrelazado con el de los demás. Esa idea, que parece abstracta, se traduce de forma concreta en nuestras calles. Cada vez que un conductor decide no invadir un carril, está protegiendo a alguien. Cada vez que un peatón cruza correctamente, evita un accidente y refuerza la confianza en las reglas. Ser ciudadano global no empieza al cruzar una frontera: empieza al respetar el cruce peatonal.
El artículo del Foro Económico Mundial sobre movilidad urbana destaca que las ciudades con mejores sistemas de transporte no solo son más eficientes, sino también más justas y seguras. Donde hay orden en las calles, hay confianza; y donde hay confianza, hay desarrollo. Esa conexión entre movilidad, convivencia y bienestar social define a las naciones más avanzadas del mundo. Y es también lo que debemos aspirar a construir en la República Dominicana.
El rol ineludible del Estado
Ninguna transformación cultural ocurre sin políticas públicas coherentes. La responsabilidad ciudadana no puede sustituir la obligación del Estado de garantizar seguridad vial, infraestructura adecuada y sanciones efectivas.
La autoridad tiene que ejercer autoridad. No con arbitrariedad, sino con justicia y consistencia. Las leyes existen, pero rara vez se cumplen; los reglamentos están escritos, pero se aplican de forma desigual.
Si el Gobierno teme que las medidas firmes sean impopulares, entonces nuestro deber como sociedad es trabajar para volver popular ese cambio impostergable. Defender el respeto a las normas no debe verse como un gesto autoritario, sino como una conquista civilizatoria. Convertir en cultura lo que hoy parece una imposición requiere liderazgo político y un sentido compartido de propósito. Porque ninguna nación logra modernizarse tolerando el desorden como si fuera una costumbre inofensiva.
Cuando los países que hoy admiramos, Finlandia, Japón, Uruguay, decidieron invertir en educación, transporte público o seguridad vial, tampoco fue fácil. Hubo resistencia. Pero entendieron que el progreso empieza donde termina la indiferencia. Y esa es la frontera que debemos cruzar ahora.
Una nueva narrativa nacional
La República Dominicana tiene ante sí una oportunidad excepcional: pasar de ser uno de los países con más muertes por accidentes a convertirse en un ejemplo regional de transformación cívica. No se trata de una utopía. Estamos tan rezagados que cualquier avance bien planificado generaría un impacto enorme.
Podríamos convertir este desafío en una causa nacional que una a todos los sectores: escuelas, universidades, empresas, comunidades y medios de comunicación. Una gran alianza por la movilidad segura y la cortesía vial. No una campaña pasajera, sino una reforma profunda en la forma en que entendemos el espacio público y el respeto al otro.
La educación moral y cívica, como he planteado antes, no puede limitarse a enseñar símbolos o artículos constitucionales; debe enseñar convivencia real. Y pocas materias podrían ser más útiles que una educación vial moderna, que prepare a los jóvenes para conducir —y vivir— con conciencia social.
Diplomacia pública desde el asfalto
Ser un país seguro para transitar no solo salvaría vidas; también fortalecería nuestra reputación internacional. Los destinos que atraen inversión y turismo son los que transmiten orden, previsibilidad y respeto a la ley. La seguridad vial es una forma silenciosa pero poderosa de diplomacia pública: habla del tipo de sociedad que somos y del futuro que aspiramos a construir.
En el mundo globalizado, la imagen país ya no se mide solo por su PIB o su clima, sino también por la experiencia cotidiana de quien nos visita. Una República Dominicana donde las calles sean seguras, los peatones respetados y los conductores conscientes sería una carta de presentación formidable ante el mundo. Sería prueba de que sabemos traducir nuestros valores, solidaridad, alegría, resiliencia, en un sistema de convivencia moderna.
Conclusión: convertir el respeto en movimiento
Cambiar nuestra cultura vial no será tarea de un día, pero puede ser el punto de partida de algo mayor: una nueva relación entre el ciudadano y el Estado.
Que las normas se cumplan y las autoridades actúen con firmeza no es un capricho, es un acto de respeto hacia la vida. Y que la ciudadanía asuma su rol con conciencia no es una utopía, es el primer paso hacia la madurez democrática.
Podemos ser recordados no solo por nuestras playas o nuestra música, sino también por la decisión de cuidar la vida. Convertirnos en uno de los países con las carreteras más seguras del mundo no sería solo un logro técnico, sino una demostración moral: la de un pueblo que entendió que el cambio empieza en la forma en que se comporta cuando nadie lo está mirando.
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