La Real Academia de la Lengua define estigma como “Marca de deshonra o mala reputación”, es decir, una marca de vergüenza o de infamia. La palabra estigma nace en la antigua Grecia, donde “stigma” se refería a una marca hecha con hierro candente o un tatuaje que se imponía en el cuerpo de esclavos o criminales para señalarlos públicamente. Esta marca distintiva confería un estatus inferior y servía para que los demás pudieran evitarlos o rechazarlos por ser personas inferiores al tener menos valor que los ciudadanos comunes. Con el devenir del tiempo, el significado evolucionó de una marca física a una marca simbólica o social, llegando a ser una etiqueta negativa o prejuicio hacia un grupo o individuo. Una de tales etiquetas estigmatizantes es la condición mental.
Los pueblos primitivos tenían la concepción generalizada de un pensamiento mágico y animista y veían el comportamiento anormal como una señal de estar poseído por espíritus malignos, señalando así a la persona como indeseable y peligrosa para estar en su entorno. En la civilización anterior a la greca romana, también predominó una concepción sobrenatural sobre el origen de los comportamientos anormales. En la Europa medieval se veía al que padecía de algún trastorno mental como un pecador y como persona que se había provocado tal problema a sí mismo tanto por tener un carácter débil, como a su la falta de fe, por lo que se aceptaba fuera un castigo divino.
Es durante el Renacimiento y la Ilustración que el concepto del pecado da paso al de enfermedad y los endemoniados pasan a ser pacientes. Se consolida gradualmente la psicopatología hasta conceptualizar a la enfermedad mental como una alteración de tipo nervioso. Sin embargo, no se registra avance alguno, a nivel de la sociedad, en lo referido al estigma. Es cierto proliferan las instituciones de cuidados a enfermos mentales, no obstante, es con el objetivo de la reclusión y la custodia estatal. Se considera a la locura una “desgracia moral”.
Es con Philippe Pinel (1715-1826), que se inicia una corriente de trato más humano y digno de las personas con enfermedades mentales, con una visión que priorizaba el respeto y el ambiente social como factores terapéuticos, lo que representa un pilar fundamental en la lucha histórica contra el estigma en salud mental. Pinel rechazó el maltrato físico y las prácticas crueles (quitó las cadenas a sus pacientes), introdujo las relaciones interpersonales y la disciplina del paciente en el entorno hospitalario, abogando por un trato respetuoso y humano, marcando un antecedente fundamental de la reducción del estigma.
La Organización Mundial de la Salud (OMS), define el estigma como “una marca que excluye a una persona de las demás y que disminuye su valor en el grupo social al que pertenece”. Uno de los estigmas más potentes y resistentes lo constituye el estigma asociado a los trastornos mentales. Sus efectos se observan en todos los contextos sociales y culturales, y se recubre de una especial importancia en los contextos de salud.
Tan pronto se produce un diagnóstico asociado a la salud mental, tanto el paciente como el mismo profesional tienden a darle un matiz explicativo de su comportamiento en relación al diagnóstico realizado. Y se inicia una barrera de acceso a los propios servicios de salud (que será tema de otro trabajo). Hoy veremos apenas vamos a rozar algunas actitudes sociales. Aquí entran en juego los estereotipos (peligrosidad, incompetencia), los prejuicios (miedo, desconfianza), la discriminación (trabajo, vivienda, relación social).
Estos componentes del estigma social se presentan primeramente en las actitudes y el comportamiento del público hacia los que padecen una condición mental. Las investigaciones han demostrado repetidas veces que la gran mayoría de los que sufren estos trastornos psiquiátricos, incluidas las enfermedades más graves como las esquizofrenias y los trastornos del espectro bipolar, no son violentas ni peligrosas. No obstante, la creencia común que evocan las etiquetas de “enfermo mental”, paciente mental u otra similar, es que se trata de una persona violenta y propensa a provocar daño a las personas inocentes de su entorno. En realidad, quien sufre de una condición mental es más víctima de violencia que causante de ella.
El impacto del estigma en la persona con una condición mental se traduce en que recibe peores cuidados de salud, se aísla en lo social y se refugia en la soledad; tiene menores oportunidades de empleo, de educación y de vivienda.
El estigma no solo contribuye a la negligencia generalizada de la sociedad, sino también a los malos tratos. Los gobiernos no asignan la misma cantidad de recurso para la atención integral de la condición mental que para el tratamiento de otras enfermedades. La falsa creencia de que los que sufren de condiciones psiquiátricas tienen menos valor o menor capacidad de recobrar la salud juega un papel importante en esta errada política pública.
Ante el cuadro anterior, ¿Qué podemos hacer? En lo personal, debemos examinar nuestras propias actitudes y comportamientos para con la persona que padece una condición mental; nuestra evitación y el rechazo a la persona, junto al distanciamiento social son constantes a evaluar. Cuando incorporamos un vocabulario inclusivo y respetamos los derechos de las personas con discapacidad, estamos combatiendo el estigma. En fin, cuando proveemos igualdad de oportunidades para la plena participación social y desafiamos los estereotipos y los prejuicios arraigados, estamos rompiendo con el estigma.
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