Hace ya muchos años, cuando yo era maestra de enseñanza básica, en el colegio para el cual trabajaba era muy común organizar paseos algunos sábados a Boca Chica con niñas, porque el colegio en ese entonces solo era de niñas.
Para mí, una de las épocas más bonitas, felices e inolvidables de mi vida.
Durante mucho tiempo los sábados fueron cómplices de esas aventuras. Llegamos a llevar hasta cincuenta niñas y, gracias a Dios, nunca tuvimos ningún episodio que lamentar, ni siquiera un rasguño, porque la vigilancia era casi obsesiva. Llevábamos siempre un botiquín, el cual nunca se usó.
Al Hotel Hamaca lo veía a lo lejos y parecía un barco grande navegando en el mar. Esa imagen me acompañó por mucho tiempo en mis recuerdos. Siempre fue un sueño para mí el embarcarme en él y poner a volar mi imaginación navegando en el mismo. Después de muchos años cumplí mi sueño en varias oportunidades.
También recuerdo como hoy que todas llevábamos nuestras mochilas; en ellas las pertenencias y la merienda. A las nueve de la mañana, cada una de nosotras -monjas, profesoras y niñas- nos colocábamos en una sombra y ahí quedábamos protegidas del sol.
Una de las cosas más notables era que no había delincuencia y puedo dar fe de que nunca se nos perdió absolutamente nada de lo llevado.
La vigilancia estaba repartida: sor Salvadora, la sor que era mayor, era la guardiana de los equipajes. Ella sentada en una silla y con una sombrilla desde que llegábamos tomaba su lugar. En un muro y a orilla del mar, que creo ya no existe, estaban de pie sor Jacinta Gutiérrez, sor Carmen Herrera y sor María Piedad; vigilaban protegidas por una sombrilla cada una. Dentro del agua, de la cual no salíamos desde la entrada de las niñas y hasta el momento de recoger, las profesoras Maribel Martínez, María del Amparo Pérez, Mary Yolanda Guzmán y una servidora.
En cualquier momento en un paseo puede ocurrir una desgracia, pero a nosotras gracias a Dios nunca nos ocurrió. Los padres y madres de nuestras alumnas nos dejaban con mucha confianza y con los ojos cerrados el cuidado de la vida de sus hijas; todas eran pequeñas, entre seis y nueve años, pero conocían el sistema de las monjas y la responsabilidad probada de nosotras las maestras a pesar de ser tan jóvenes y tener apenas veinte años.
En una oportunidad yo, tía primeriza y que se me salían las babas con mi sobrino que siempre creí era mi hijo, porque más amor no se podía tener, quería llevarlo conmigo a uno de esos paseos, pero la sensatez de mi hermana pudo más y me dijo que no, no porque lo fuera a descuidar, sino porque mi responsabilidad era otra y de suceder cualquier evento podría interpretarse que me descuidé por estar pendiente de él.
Otro de mis recuerdos sobre el cuidado de los niños viene a mi mente. En una ocasión le dije a mi querida amiga doña Yuni que quería llevarme a Marión a la piscina del club al que todos los fines de semana íbamos mi querida amiga Luchy y yo con nuestros hijos. Desde que se entraron al agua solo se oía una voz, la mía de pie desde el borde de la piscina: “Marión… Marión… Marión…”, la niña no estaba haciendo nada fuera de lo común y Luchy me dijo que qué me pasaba, es que no respiré más hasta que la llevé de nuevo a su casa. Me confieso, era así y soy así de exagerada. Es que no quería dar mala cuenta.
Cuando voy con mis hijos y nietos a la piscina no descanso, estoy pendiente de ellos. Prácticamente sus padres se desentienden y me llaman la atención por tanta vigilancia y me dicen que los deje disfrutar.
Cuando se tiene responsabilidad, cuando los padres les han confiado la vida de sus hijos que es su mayor tesoro, recuerdo una frase de una de las monjas más auténticas que he conocido, sor Celia, que en las reuniones nos decía “ojo al Cristo”. Nos quería decir que siempre teníamos que estar vigilantes con todos los alumnos.
A lo largo de mis casi cuarenta años que trabajé en ese colegio, creo que nunca tuvimos nada qué lamentar. Las monjas no permitían que se socializara en los recreos; en toda el área del patio, que es inmenso, había vigilancia por parejas y había que estar pendientes de cualquier juego, de si no se veía alguno, de si había una discusión. Todos los maestros nos sentíamos responsables de cada niño.
Estos recuerdos vienen a mí a propósito del accidente de la niña del colegio de Santiago ahogada durante un paseo recreativo.
Descifrar y descubrir qué pasó no era tan difícil, no hay que dar muchas vueltas al asunto, porque con los adelantos tecnológicos de hoy solo había que revisar las cámaras de vigilancia, minuto por minuto (como veo en las películas policíacas francesas cuando quieren descubrir algo) y comprobar qué hacían las personas responsables durante todo el día y en ese momento, qué hacían los estudiantes dentro del agua. De esta manera se podían establecer responsabilidades, si hubo descuido de las personas encargadas o si hubo intervención de los compañeros por el acoso a que era sometida la niña.
No es posible que habiendo pruebas a casi un mes es que se hayan podido dar unas medias respuestas.
Considero que las pocas personas responsables de un grupo tan grande deben ser investigadas formalmente, porque se ve que estaban en lo suyo, de seguro chateando como es la actual costumbre, pendientes de un celular como se ve en los vídeos o socializando entre ellas ¡Qué barbaridad!
Luego de conocido el material captado por las cámaras he sentido una gran tristeza, por la indiferencia, irresponsabilidad e indolencia de una maestra que por estar con un celular no prestó atención a lo que estaba sucediendo y prefirió ver para el otro lado. Pero si tristeza me produjo la actitud de esa persona, más pena he sentido con la actitud de los compañeros que viendo a una de sus “amigas” en una desesperada situación no fueran capaces de auxiliarla ni llamar a las personas responsables.
En el fondo, me parece que ellos se recrearon con tal situación ya que eran los verdugos de la misma con sus acosos. Eso sí, en algún momento de sus vidas tendrán conciencia de lo sucedido y la imagen del momento vivido le acompañará por siempre en sus memorias siendo habitual en sus sueños convirtiéndolos en pesadilla. Ese será su mejor castigo, peor que una cárcel.
¡Qué pena me da mi país!
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