1) 5 de diciembre de 1492: el inicio de la colonización

La colonización de La Española comenzó de hecho el 5 de diciembre de 1492, cuando Cristóbal Colón fondeó en la costa norte de la isla y la bautizó “La Isla Española”, más tarde. El almirante no solo registró abundancia de agua, maderas y pesquerías; también identificó cacicazgos y rutas de canoas que anunciaban un territorio vivo y ordenado (Dunn & Kelley, 1989). Días después, el naufragio de la Santa María forzó a erigir con sus maderas el Fuerte Navidad, primer asentamiento europeo efímero en América. Al volver en 1493, Colón trajo pobladores, semillas, animales y la decisión de convertir la escala en colonia (Morison, 1942; Moya Pons, 2010).

La lógica imperial fue nítida: ocupar, nombrar y administrar. En 1496 se trazó la Villa de Santo Domingo en la margen oriental del Ozama; tras huracanes y traslados, el gobernador Nicolás de Ovando fijó definitivamente la ciudad de Santo Domingo en la ribera occidental (1502), como capital de un dispositivo que integraba audiencia, cabildo, puerto y campos. El oro de aluvión atrajo a decenas de colonos; los repartimientos de indígenas abastecieron minas y estancias; y la Casa de Contratación de Sevilla (1503) impuso reglas fiscales, rutas y licencias que encadenaron la economía local a los flujos atlánticos (Moya Pons, 2010; Morales Padrón, 1995).

2) La ciudad de piedra: edificios y murallas para un poder que se quedaba

Ovando entendió que la autoridad se construye: levantó calles a cordel, plazas, puentes, hospitales (San Nicolás, San Andrés), conventos y casas de piedra que aún marcan la fisonomía colonial. En el frente marítimo, el Alcázar de Colón -residencia de Diego Colón- y las Casas Reales consolidaron un eje de gobierno que miraba al puerto y al Atlántico. La Catedral Primada (iniciada en 1514), la Universidad de Santo Tomás (1538) y los conventos de Dominicos y Franciscanos dotaron a la ciudad de una infraestructura religiosa y educativa que irradiaba doctrina y cultura escrita (Oviedo, 1535/1959; Morales Padrón, 1995).

La otra cara del ladrillo fue el cinturón defensivo. Desde temprano se edificaron baluartes, cortinas y puertas para cerrar la traza ante corsarios y armadas enemigas. La Torre del Homenaje y la Fortaleza Ozama -de las más antiguas del continente- controlaron la boca del río y funcionaron como presidio y símbolo. A lo largo del siglo XVI, los ingenieros de la Corona adaptaron el trazado a las guerras europeas trasladadas al Caribe: el saqueo de Francis Drake (1586) demostró el costo de una defensa laxa y empujó a ensanchar murallas, artillar baluartes y reglamentar rondas y toques de queda (Moya Pons, 2010). La ciudad amurallada fue, a la vez, escaparate del poder y refugio ante la fragilidad de un litoral poroso.

3) Villas, campamentos, resistencia taína y régimen de repartimientos

Más allá de la capital, la colonización se sostuvo en una red de villas y campamentos: La Vega Real, Puerto Plata, Azua, Haina, Higüey y Santiago articularon minería, ganadería y cultivos; campamentos móviles abastecieron lavaderos de oro y frentes de tala. El territorio se conquistó a fuerza de expediciones y alianzas con caciques rivales, pero también con guerras abiertas. Las resistencias taínas -las campañas de Ciguayo, Cayacoa, Guarionex o Caonabó- revelaron que la colonización no fue simple desembarco: fue conflicto y reajuste. Las fuentes españolas lo dicen con frialdad y los defensores indígenas lo denuncian con vehemencia: hubo castigos ejemplares, cautiverios, destrucción de conucos y templos (Las Casas, 1552/1992; Oviedo, 1535/1959).

Para “ordenar” la mano de obra, la Corona impuso repartimientos y encomiendas: grupos de indígenas asignados a encomenderos para trabajo y tributo, a cambio de doctrina cristiana. La fórmula, legal en el papel, devino coerción en la práctica: jornadas extenuantes, traslados forzosos, epidemias y derrumbe demográfico. En pocas décadas, el saldo humano fue catastrófico y obligó a importar esclavizados africanos para minas, trapiches e ingenios, abriendo una segunda matriz de explotación (Moya Pons, 2010). A la sombra del azúcar y la ganadería, crecieron estancias y hatos, mientras el Cabildo regulaba precios, pesas y medidas, y la Iglesia administraba diezmos, cofradías y el calendario moral del nuevo orden (Morales Padrón, 1995).

El choque con los taínos dejó marcas indelebles: maras de cimarrones, parajes de refugio en montes y riberas, y un mestizaje que, con el tiempo, produjo lenguajes, comidas y toponimias resistentes. Al mismo tiempo, la economía se desplazó: del oro a la agro ganadería y al azúcar en valles con agua; del monopolio sevillano al contrabando cuando el siglo XVII trajo “el tiempo de la pobreza” y la Corona no pudo impedir el comercio con franceses e ingleses (Moya Pons, 2010). Así, la isla pionera en urbanismo, universidad y catedral se convirtió también en frontera: laboratorio de resistencias, mestizajes y adaptaciones que definirían su historia larga.

Epílogo

De Fuerte Navidad a la Fortaleza Ozama, de los lavaderos de oro a los ingenios, la colonización de La Española fue un tejido de piedras, papeles y violencias. La ciudad amurallada impuso orden al paisaje y a la memoria, mientras las villas y campamentos abrieron surcos y dejaron cicatrices. Aquello que el 5 de diciembre de 1492 nació como asombro y promesa devino, con las décadas, en régimen: con luces -instituciones, trazas, oficios- y sombras -desposesión indígena, esclavitud, epidemias-. Contarlo con precisión y contexto es esencial para entender por qué la nación dominicana no negocia sus fronteras materiales y simbólicas, tal como lo afirmó Duarte antes de fundar el Estado: “Adelante, patricios constantes; por la patria, vencer o morir. Es infame quien dude un instante: que sin patria es mejor no vivir”.

Justo Del Orbe

General retirado

Justo Del Orbe Piña, Gral. ®, Ejercito de República Dominicana, Historiador Militar. Geo-politólogo.

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