En la sociedad dominicana se ha vuelto costumbre que la atención pública se concentre en lo negativo: el incumplimiento de la ley, el tráfico de influencia, la burla a las normas y la percepción de que la ilegalidad es el camino más corto para obtener resultados. Hemos permitido que lo incorrecto se convierta en tema permanente de conversación, mientras lo ético, lo legal y lo institucionalmente correcto apenas recibe reconocimiento.
Por eso resulta oportuna la intervención del Ministerio de Educación, al implementar la enseñanza de la ética, la moral y la Constitución desde la niñez. Educar en valores es el primer paso para transformar la conducta social.
Sin embargo, esta visión sombría de la violación a la norma como práctica popular no refleja la totalidad del país. Existen múltiples buenas prácticas, silenciosas, discretas y constantes, que no generan titulares porque no escandalizan, pero que constituyen los pilares fundamentales de cualquier sociedad que aspire a la convivencia civilizada.
Un ejemplo cercano ocurre en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. En más de una ocasión, visitantes, estudiantes y profesores han extraviado carteras, prendas personales e incluso equipos tecnológicos. Al reclamarlos, el personal de seguridad y mantenimiento no solo los conserva intactos, sino que inicia de inmediato los procesos de verificación e identificación para devolverlos. En un entorno social donde muchos creen que lo honesto es excepcional, hechos como estos demuestran que la rectitud aún se practica y que hay servidores públicos comprometidos con su función.
Otro caso digno de resaltar es el del Salón de Profesores de esa misma Facultad. Durante años, el espacio operó sin control, permitiendo el acceso indiscriminado de personas ajenas a la universidad. La implementación del sistema de acceso mediante huellas dactilares generó resistencia inicial, como ocurre ante todo cambio positivo que impone disciplina. No obstante, la medida terminó siendo aceptada y valorada. Hoy, gracias al trabajo del equipo de Control de Calidad y de las autoridades, el salón cumple con su función institucional y garantiza un ambiente adecuado para quienes ejercen la docencia universitaria.
Estos ejemplos revelan una verdad fundamental: cuando las normas se aplican de manera coherente, firme y sostenida, la sociedad responde positivamente. El problema no ha sido falta de capacidad para obedecer la ley, sino la ausencia, durante décadas, de un modelo claro, igualitario y creíble de aplicación normativa.
Por ello, es necesario comenzar a publicitar el bien. No para ocultar lo malo, sino para equilibrar el discurso y demostrar que la institucionalidad sí funciona cuando se respeta y se ejerce. La sociedad dominicana no puede seguir alimentando la narrativa de que somos incapaces de cumplir la ley o de administrar el interés público con transparencia. La realidad es otra: la inmensa mayoría del pueblo actúa con nobleza, apego ético y disposición al orden.
La Constitución misma enmarca esta responsabilidad cuando establece que el ejercicio de las libertades debe realizarse respetando el honor, la intimidad, la dignidad y la moral de las personas, con especial protección a la juventud y la infancia, y siempre conforme a la ley y al orden público. Esto implica que la convivencia democrática exige límites, consecuencias y sanciones proporcionales frente a quienes deciden transgredir la norma.
Celebrar lo bueno debe ir acompañado de un régimen de consecuencias claro frente a lo malo. En este sentido, es imprescindible que el patrimonio público sea celosamente protegido; que cada servidor del Estado asuma su rol como buen administrador de los bienes de todos; y que su trato hacia la ciudadanía refleje conciencia, responsabilidad y respeto hacia quienes sostienen, con sus impuestos, el aparato estatal.
Por igual, merecen destacarse las acciones recientes del Ministerio Público en casos de alto impacto social. La imposición de medidas de coerción contra presuntos responsables de falsificar y alterar actas del estado civil. Un delito que hiere la identidad jurídica de miles de dominicanos constituye un mensaje contundente de que estos comportamientos no serán tolerados.
Otra rutina social preocupante es la conducta imprudente de un sector significativo de los conductores, cuya falta de conciencia frente al volante convierte las vías públicas en escenarios de riesgo constante. Esta situación, que afecta de manera directa el derecho fundamental a la vida y a la seguridad personal, requiere urgentemente un régimen de consecuencias estricto y sostenido.
Así de graves son las redes dedicadas al tráfico y traslado ilegal de ciudadanos haitianos, delitos que deben recibir una respuesta penal contundente, pues no solo socavan la dignidad humana, sino que también laceran el presupuesto nacional destinado al control migratorio y fronterizo y ponen en riesgo la estabilidad del Estado dominicano.
De igual manera, la participación en redes de tráfico y traslado ilegal de ciudadanos haitianos constituye un atentado directo contra la dignidad humana y la seguridad nacional, y debe ser sancionada con la mayor severidad prevista por el ordenamiento jurídico.
El Estado debe continuar actuando con firmeza y consistencia: premiar lo correcto y sancionar lo incorrecto constituye el único camino hacia una cultura de legalidad real y sostenida.
La República Dominicana tiene más bondad que malicia, más ciudadanos honestos que transgresores y más instituciones capaces de lo que suele reflejar la opinión pública. Publicitar el bien, reconocer lo correcto y exigir consecuencias ante las infracciones es la ruta necesaria para consolidar una sociedad respetuosa de la norma y confiada en sus instituciones.
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