(Primera parte)

En la vasta tradición lírica universal, son pocos los poetas que se han atrevido a explorar estados del ser anteriores a la existencia misma. Fausto Leonardo irrumpe con su poemario Ínsula presentida como una voz singular que plantea dos categorías radicalmente originales en la poesía contemporánea: lo prenatal y lo pre sustancial. Estas no son meras metáforas, sino verdaderas zonas ontológicas que su poesía habita con rigor y belleza, desafiando los límites del lenguaje para nombrar aquello que precede al ser: el preludio donde la conciencia aún no se ha corporizado, pero ya vislumbra el dolor, el deseo y el destino. En estos territorios silenciosos, anteriores incluso al pensamiento, Leonardo sitúa al lector frente a una experiencia poética de relevante profundidad.

Ínsula presentida sitúa al lector en apertura a lo ontológico: el estado prenatal, pre sustancial, donde el ser aún no ha adquirido forma pero ya intuye su destino. Este punto de partida revela desde el inicio la ambición metafísica del poemario de Fausto Leonardo, cuya poesía traza el tránsito misterioso desde el no-ser hacia la existencia consciente. Una tarea compleja propia de creadores prodigiosos. En este espacio anterior al lenguaje y a la forma, el poeta habla desde una dimensión anterior al nacimiento, como si la voz lírica brotara desde el germen del alma antes de encarnar, revelando así una conciencia que antecede al cuerpo y lo trasciende.

Esta travesía hacia el ser está marcada por una triple herida que remite al célebre verso de Miguel Hernández: “Con tres heridas yo: la de la vida, la de la muerte, la del amor.” En Fausto Leonardo, esas heridas no son solo existenciales, sino también cosmogónicas: indican la fractura original que da inicio al tiempo, a la carne y a la conciencia. A partir de ellas, el poeta se interroga sobre el origen y el sentido de la experiencia humana como si su palabra quisiera restaurar la totalidad perdida.

Ínsula presentida eleva al poeta Fausto Leonardo a un lugar inusitado: el de la poesía de la razón pura, del pensamiento puro, no el de la poesía racional, que al mismo tiempo está cargada de un lirismo extraordinario. Su poesía se distingue por plantear situaciones en las que le otorga al cuerpo una sensibilidad mística. También se destaca la paradoja de la creación, presentando el nacimiento como una herida que, al mismo tiempo, da vida y sentido. Esta herida se convierte en signo y símbolo de un conocimiento que no es aprendido, sino intuido y luego pensado, para conseguir giros poéticos de alta eficacia: una forma de sabiduría primigenia que habita en el alma incluso antes del primer aliento, sugiriendo que el dolor del nacer ya contiene en sí una memoria sagrada, como si la carne recordara el barro que la formó. Esta intuición filosófica va más allá de una explicación evolutiva, sugiriendo un acto divino de amor invisible. La "herida intangible" marca la transición del no-ser al ser, sin ser un castigo, sino una separación necesaria para el despertar de la conciencia. La figura del creador, escondida pero jubilosa, deja entrever una inteligencia superior que ilumina sin forzar. La caída del barro al abismo da comienzo a la vida consciente, marcada por la nostalgia de un origen luminoso. Sus breves poemas se convierten en una meditación profunda sobre el misterio de la existencia en un estado místico.

Sus poemas nos sumergen en otros ámbitos poco frecuentes, lo ambiguo y suspendido donde no queda claro si el hablante poético observa desde lo alto o si, siendo aún terrenal, accede momentáneamente a una experiencia de transformación plena. Esa ambigüedad espacial y existencial es uno de sus recursos más poderosos: el yo lírico parece habitar una frontera entre el cielo y la tierra, entre lo visible y lo invisible, lo corpóreo y lo sutil, de ahí la belleza de su poesía,

Desde esa perspectiva, su poesía se puede leer como una epifanía: un momento de revelación en el que el mundo se muestra en su adolescencia, es decir, en un estado de despertar o transición hacia la conciencia. El hablante parece haber sido arrebatado por una fuerza sagrada o mística ("fui atraído por la fuerza de un beso"), pero esa experiencia, aunque intensa y reveladora, concluye con una caída: una separación inevitable de la presencia divina o del ser luminoso, que se desvanece y deja una estela de amargura.

En el trasfondo de esta travesía poética hay un impulso central: la búsqueda desesperada de la divinidad. No se trata de una búsqueda serena o teológica, sino de una inquietud radical que se manifiesta como desgarro y anhelo. El yo poético de Leonardo no se resigna a la separación original, sino que clama, interroga, se consume en su afán de alcanzar aquello que está más allá del ser. Cada verso es una tentativa de contacto con lo sagrado, un intento de restaurar la comunión perdida, de regresar —o al menos vislumbrar— aquel resplandor anterior al tiempo, donde aún no había sido pronunciado el nombre del dolor.

Sus poemas son piezas de alta densidad lírica y conceptual, donde Fausto Leonardo, en plena consonancia con lo que hemos reflexionado sobre su poética, conjuga el lenguaje místico, la alusión ontológica y una desesperada búsqueda de lo divino. Lo que lleva a Fausto Leonardo a desplegar una búsqueda radical del origen, del principio primero que articula la existencia, pero que también la desborda y la sacude. En su lenguaje poético, la palabra no se limita a representar el mundo: lo interroga desde su grieta más profunda, desde esa herida ontológica que separa al ser de sí mismo. Su verbo no se conforma con lo visible ni con la sustancia; es un verbo que quiere rozar la sustancia de lo invisible, que tantea con vértigo las orillas del abismo para nombrar lo innombrable. En este sentido, su escritura comparte un linaje con la mística apofática, pero no se limita a la tradición cristiana: dialoga con la filosofía, con la metafísica, con una sensibilidad contemporánea que ha perdido los nombres de lo divino pero no su necesidad.

Fausto Leonado.

El término apofático proviene del griego apophasis, que significa negación o decir no. En términos filosóficos y teológicos, lo apofático se refiere a un modo de conocimiento que afirma que Dios, o lo Absoluto, no puede ser comprendido ni descrito mediante afirmaciones positivas, porque su naturaleza es infinita y trasciende completamente el lenguaje humano. En lugar de decir lo que Dios es (como en la teología afirmativa: “Dios es amor”, “Dios es luz”), el enfoque apofático dice lo que Dios no es: Dios no es cuerpo, no es materia, no es finito, no es ccomprensible o sencillamente sus versos encuentra nuevas formas del lenguaje. Lo que lo hace un poeta eminentemente original. Da un giro a este concepto y sin decir no recure a otra vía más sutil, más envolvente, carda de misterio y revelación.

Este enfoque es propio de las tradiciones místicas —especialmente en el cristianismo oriental (como en Dionisio Areopagita), del cual nos habla Ernesto Cardenal en celebre libro Vida en el Amor, pero también en corrientes sufíes y donde se prefiere el silencio, la negación y la contemplación como vía para acercarse al misterio divino.

Así, cuando decimos que Fausto Leonardo tiene una tensión apofática, no lo decimos en el sentido escritural, queremos decir que su poesía tiende hacia lo inefable, hacia lo que no se puede nombrar plenamente, y que la profundidad de su voz poética emerge precisamente de ese límite: de intuir y sugerir sin declarar.

El poema que inicia con el verso “Oh principio de la sangre” es muestra diáfana de esta tensión entre lo humano y lo trascendente. Desde su apertura, el tono es el de una invocación sagrada, pero no dirigida a una divinidad ya constituida: el nombre Argé –término griego que significa principio, origen, causa– apunta más bien a una entidad ontológica, una fuente inmanente o trascendental que da forma al tiempo, a la carne, al deseo. No se trata de una figura teológica establecida, sino de una causa que vibra y conmueve, que arremolina y transforma, que permanece “quieta en su movimiento”, como el motor inmóvil de los filósofos o como el Dios de los místicos, cuya presencia es una ausencia activa.

El hablante lírico, profundamente consciente de su barro terrenal, se presenta como tierra sedienta de cielo. Esta metáfora es central: el barro es materia, sí, pero también es ansia, impulso vertical. La tierra no es mero peso: es aspiración, hambre de trascendencia. De ahí que la plegaria se articule como súplica desde el desierto, desde la “nada que es sólo grieta”. Esa grieta no es vacío sin sentido, sino apertura a una posible celebración. El poema entero es, de hecho, una grieta por donde se cuela el temblor de lo sagrado.

En esta búsqueda, la imagen de Argé opera como un símbolo totalizador. Es causa, es rostro, es alfarero. Revoluciona el centro del sujeto poético, revuelve su sangre, lo arrincona en el Eros, hasta conducirlo al anonadamiento: un término que resuena con fuerza en la tradición mística, donde el alma se despoja de todo para fundirse con el Absoluto. Sin embargo, aquí no hay éxtasis apacible ni unión beatífica. El deseo que mueve al hablante es también dolor, es “turbulencia”, es angustia y asfixia. El rostro divino, lejos de consolar, empuja al abismo de sí.

La noche, representada como “animal que resuella”, encarna esa interioridad tensada por el relámpago del conocimiento. El símbolo del relámpago, que “abre abismos”, condensa el drama místico del poema: toda revelación verdadera implica ruptura, desgarramiento. La verdad no llega como luz diáfana, sino como fulgor que fractura y hiende.

Hacia el final, el poema se repliega hacia una introspección rasgada. El hablante afirma que lo hallado de sí está “vedado en la carne”, lo cual sugiere una separación irreconciliable entre el conocimiento esencial y la limitación corporal. El llamado que se hace a sí mismo “desde el fondo”, apenas audible, expresa la imposibilidad de una escucha plena del ser, debido al temblor eterno. Ese “temblor” es la vibración del ser ante lo Absoluto, pero también la imposibilidad de habitarlo sin fragmentarse.

Todo en este poema confluye hacia una estética del vértigo metafísico. No hay consuelo, pero sí una búsqueda sostenida, un lenguaje tenso que se sabe incapaz de decir el fondo, y sin embargo insiste. Fausto Leonardo no escribe desde la certidumbre de un credo, sino desde el temblor de una sed insaciable. Su palabra, como su barro, quiere alzarse hacia el cielo, aun sabiendo que la grieta lo habita. Y en esa tensión reside la grandeza de su poesía: en su fidelidad.

Para concluir con la vía apofática en la poesía mística , hay que reconocer que es un camino profundo y exigente, no sólo por su radical privación de lo decible, sino porque implica una experiencia interior tan honda que apenas puede expresarse sin desfigurarse en el lenguaje,  San Juan de la Cruz, con su célebre subida al Monte Carmelo o su “noche oscura del alma” ,lo logra: habla del amor divino, del alma y de Dios por vía de silencios, de ausencias, de vacíos que iluminan, así cada uno de los versos de Fausto Leonardo entrañan una luz invisible una forma de poetizar que esconde y revela al mismo tiempo, hay un tránsito desde el despojo hacia la revelación. Un juego formal impresionante. Un dios escondido que se torna en la belleza del verbo.

Pero lo cierto es que muy pocos poetas han alcanzado este nivel de profundidad. Incluso entre los místicos, son escasos los que logran vivir esa experiencia, sin traicionar la forma poética que conserve su intensidad y lirismo.

Sería un desperdicio reflexionar sobre la poesía de Fausto Leonardo sin conocer y leer varios de sus poemas, pues solo a través de la inmersión en su obra se puede apreciar la vastedad y la complejidad de su lenguaje poético, que se despliega con una profundidad metafísica y mística poco comunes en la poesía contemporánea. A continuación, se presenta una selección de sus poemas, los cuales permiten atisbar la singularidad de su voz lírica y el camino que recorre desde lo prenatal y lo presustancial hasta lo trascendente. Cada uno de estos poemas ofrece una ventana al universo filosófico y espiritual que Fausto Leonardo propone, donde el silencio, la negación y el misterio son abordados con una frescura y originalidad invitando a la estudio de su obra poética.

85

Oh principio de la sangre.
Principio de mi aire, de mi barro –tierra
Con hambre y sed de cielo-.
Estás quieto, Argé, en tu movimiento.
Humedece este desierto
De mi nada que es sólo grieta.
Causa que dio forma a mi tiempo, ¿por qué
Tiemblo a tu paso? Oh Argé, tú arremolinas
Mi centro y revuelves mi sangre.
Mi noche es animal que resuella,
Tenso, por el relámpago que abre abismos.
Argé, saca mi carne del dolor, alíviala
Del deseo que me ahoga en su turbulencia.
Tu rostro me arrincona en el Eros, Argé,
Y me anonado en tus manos de alfarero.
Lo que he hallado de mí
Está vedado en mi carne. Me llamo
Desde el fondo. Apenas si me oigo
Porque es eterno el temblor.

84

Aún no era yo, empecé
A ser hombre, a tener piel, carne, ojos, boca.
No había nacido y ya mi carne temblaba,
No tenía vida y mi barro sentía dolor,
Fuego en la piel. Unas manos
Revolvían mi nada y daban
Forma a mi existencia.

El rostro oculto de quien me creaba
Brillaba de alegría. El triunfo apareció
En su aliento, la vida.

Lloró el barro. Ignoraba porqué.
Una herida intangible quedó en el Jardín,
Y el barro, desnudo, cayó al abismo.

81

Y yo que creí que mi espíritu
Empañado era nuevo.

Y yo que creí que mis huesos secos
Estaban vivos.

Y yo que creí que mis pies
No tropezaban en la niebla.

Y yo que creí tener el sol
En mi noche.

Y yo que creí ver
En mi ceguera.

Hasta que me hiciste de cielo,
Cruz y domingo.

74

Mi ser se turba como una novia.
El vaho es amor. Sustancia
De amor el vino en la copa.
Amor que me ama. Amo al Amor.
Amor, semilla de vida, ventana, latido
Gracia de luz.

69

Pozo, tu mirada de medio día.
Sosiego halló la aridez de mi tierra.
Me diste a cántaros el cielo, en un abrazo
La eternidad.
Me fui contigo a lo profundo del pozo
Y allí muero
Y bebo tus delicias.

66

Te recuerdo como en agua mansa
El cisne contemplativo.
Al través de la ventana
Aún joven la luna.
Bajo mis pies murmura el tiempo la eternidad.
Cruzo el meridiano de mi estancia en la tierra.
Mis recuerdos empiezan
A ser nostalgia en huida,
Grito de ángel que aletea en el Origen.
Deseo volver a la tierra, amasado
Por tus manos increadas.
Me llama la Llama.

En la obra de Fausto Leonardo se despliega una búsqueda radical del origen, del principio primero que articula la existencia, pero que también la desborda y la sacude. En su lenguaje poético, la palabra no se limita a representar el mundo: lo interroga desde su grieta más profunda, desde esa herida ontológica que separa al ser de sí mismo. Su verbo no se conforma con lo visible ni con la sustancia; es un verbo que quiere rozar la sustancia de lo invisible, que tantea con vértigo las orillas del abismo para nombrar lo innombrable. En este sentido, su escritura comparte un linaje con la mística apofática, pero no se limita a la tradición cristiana: dialoga con la filosofía griega, con la metafísica, sino sobre todo con una sensibilidad contemporánea que ha perdido los nombres de lo divino, pero no su necesidad. Es una poesía para el hombre contemporáneo que ha encontrado en la novedad de su lenguaje una forma de relacionarse con lo divino.

El poema que inicia con el verso “Oh principio de la sangre” es muestra diáfana de esta tensión entre lo humano y lo trascendente. Desde su apertura, el tono es el de una invocación sagrada, pero no dirigida a una divinidad ya constituida: el nombre Argé –término griego que significa principio, origen, causa– apunta más bien a una entidad ontológica, una fuente inmanente o trascendental que da forma al tiempo, a la carne, al deseo. No se trata de una figura teológica establecida, sino de una causa que vibra y conmueve, que arremolina y transforma, que permanece “quieta en su movimiento”, como el motor inmóvil de los filósofos o como el Dios de los místicos, cuya presencia es una ausencia activa.

El hablante lírico, profundamente consciente de su barro terrenal, se presenta como tierra sedienta de cielo. Esta metáfora es central: el barro es materia, sí, pero también es ansia, impulso vertical. La tierra no es mero peso: es aspiración, hambre de trascendencia. De ahí que la plegaria se articule como súplica desde el desierto, desde la “nada que es sólo grieta”. Esa grieta no es vacío sin sentido, sino apertura a una posible epifanía. El poema entero es, de hecho, una grieta por donde se cuela el temblor de lo sagrado.

En esta búsqueda, la imagen de Argé opera como un símbolo totalizador. Es causa, es rostro, es alfarero. Revoluciona el centro del sujeto poético, revuelve su sangre, lo arrincona en el Eros, hasta conducirlo al anonadamiento: un término que resuena con fuerza en la tradición mística, donde el alma se despoja de todo para fundirse con el Absoluto. Sin embargo, aquí no hay éxtasis apacible ni unión beatífica. El deseo que mueve al hablante es también dolor, es “turbulencia”, es angustia y asfixia. El rostro divino, lejos de consolar, empuja al abismo de sí.

La noche, representada como “animal que resuella”, encarna esa interioridad tensada por el relámpago del conocimiento. El símbolo del relámpago, que “abre abismos”, condensa el drama místico del poema: toda revelación verdadera implica ruptura, desgarramiento. La verdad no llega como luz diáfana, sino como fulgor que fractura y hiende.

Hacia el final, el poema se repliega hacia una introspección desgarrada. El hablante afirma que lo hallado de sí está “vedado en la carne”, lo cual sugiere una separación irreconciliable entre el conocimiento esencial y la limitación corporal. El llamado que se hace a sí mismo “desde el fondo”, apenas audible, expresa la imposibilidad de una escucha plena del ser, debido al temblor eterno. Ese “temblor” es la vibración del ser ante lo Absoluto, pero también la imposibilidad de habitarlo sin fragmentarse.

Todo en este poema confluye hacia una estética del vértigo metafísico. No hay consuelo, pero sí una búsqueda sostenida, un lenguaje tenso que se sabe incapaz de decir el fondo pero cuya imposibilidad es la vía para crear belleza y de se trata el arte, y sin embargo insiste. Fausto Leonardo no escribe desde la certidumbre de un credo, sino desde el temblor de una sed insaciable. Su palabra, como su barro, quiere alzarse hacia el cielo, aun sabiendo que la grieta lo habita. Y en esa tensión reside la grandeza de su poesía: en su fidelidad a lo inasible, a lo que se dice sólo en el temblor.

Sin embargo Fausto Loenardo no deja de sorprendernos Ínsula Presentida también se encuentra profundamente matizada por lo caribeño. A lo largo del poemario, se puede apreciar cómo el Caribe con su geografía, su flora, su fauna y sus elementos simbólicos se convierte en una suerte de puente entre lo terrenal y lo divino. Pero, más que un simple escenario o contexto, la región Caribe es un medio expresivo que transmite las tensiones metafísicas y espirituales que el poeta explora.

La relación con el paisaje caribeño es tanto física como metafísica. En *Ínsula Presentida*, “la tierra caribeña” no solo se ve como un lugar de pertenencia, sino que se entrelaza con lo divino y lo místico. A través de la naturaleza, el zorzal, la brisa, las montañas, el cielo,

Fausto Leonardo busca no solo describir el entorno, sino trascenderlo y descubrir en él lo que está más allá de lo visible. El entorno natural del Caribe se convierte en un espejo de la eternidad, un territorio sagrado en el que la vida y la muerte, lo invisible y lo presente, se mezclan en una armonía divina.

Este hallazgo de lo caribeño en su poesía tiene varias capas. Primero, porque la sensibilidad tropical impregna los versos, pero no de manera superficial. El poeta utiliza los elementos de la geografía y la cultura caribeñas no solo como un recurso estético, sino como una forma de explorar la transcendencia a través de lo que se ve, se oye y se siente en la cotidianidad. Así, el zorzal, el viento, las raíces y las montañas se convierten en símbolos con un poder espiritual que trasciende el contexto físico, llevando al lector a una reflexión filosófica y mística sobre el origen, la existencia y la conexión con lo divino.

Pero, Fausto Leonardo no es solo un poeta arraigado en su contexto caribeño, sino también un poeta de lo universal, pues su obra trasciende las fronteras geográficas, culturales y temporales. Aunque está profundamente influenciado por la naturaleza y la identidad del Caribe, su poesía se nutre de una visión metafísica, espiritual y ontológica que resuena con las grandes tradiciones poéticas de todos los tiempos. En este sentido, la universalidad de su obra se construye desde una perspectiva en la que el misterio humano, la búsqueda de sentido y el desafío ante lo inefable son temas transversales, que apelan a la experiencia humana común, independientemente de su origen o contexto específico.

El hecho de que Fausto Leonardo dialogue con una tradición mística y metafísica que abarca lo que nos ha legado la tradición hasta las corrientes más contemporáneas hace que su poesía se sienta profundamente conectada con la sabiduría universal, yo me atrevo a decir que es un San Juan de la Cruz contemporáneo. En lugar de limitarse solo a representar el paisaje físico de su isla o de abordar temáticas cerradas dentro de un contexto caribeño, que ya es un aporte  ,su obra se mueve hacia una dimensión universal en la que la humanidad comparte las mismas luchas existenciales, las mismas preguntas sobre el ser,la nada, el destino y lo divino.

La poesía de Fausto Leonardo es, a través de su profundidad metafísica**, su búsqueda de lo infinito y su conexión con la espiritualidad universal, una poesía que trasciende el Caribe sin dejar de representarlo y se inscribe en la gran tradición de los poetas místicos y metafísicos a nivel mundial. Al mismo tiempo, su particular visión caribeña le otorga un sello único, que enriquece aún más la universalidad de su obra.

Yky Tejada

Yki Tejada poeta, artista visual, premios nacional y poesía entre sus publicaciones: Un Latido en El Boque, Isla Isla, y Ángeles Evanescentes. También es arquitecto, miembro del CODAP y miembro de la Asociación para el Desarrollo Cultura de Latino América.

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