El chamán, con brazos alzados frente al fuego, relata las hazañas de los ancestros. Los demás miembros de la tribu observan atentamente los movimientos de su líder espiritual. Escuchan sus palabras, y como jarras de barro, se dejan llenar por el flujo de emociones, lecciones, e historias que forman su identidad como tribu. El teatro ha sido parte de la humanidad desde sus inicios. Donde sea que haya un grupo de personas, nace -de una manera u otra- el teatro.

Por milenios, el teatro ha servido una multitud de funciones en las sociedades humanas. Para  los antiguos griegos, sirvió como forma de celebración y crítica social. Para los nórdicos, fue un medio de conexión con sus dioses. Para los japoneses, fue un medio para narrar el origen de la vida. El teatro funge un rol inherentemente social. Es vital en la formación de la identidad grupal, y mantiene a los individuos conectados con las creencias y costumbres de su comunidad. El teatro, entonces, da forma a quienes somos.

Con el adviento de la globalización y la hiperconectividad, las identidades grupales perdieron su lugar. En algunos casos de poco a poco, y en otros de repente, los pueblos -y por tanto los individuos- fueron arrancados de sus identidades. En lugar de estas, se establecieron estándares de cómo vestir, como actuar, como hablar, qué comer, diseñados por una maquinaria social que solo busca la extensión de su propio poder.

Haffe Serulle. EFE

Dentro de este panorama cultural, el teatro se volvió cada vez más homogéneo, comercial, sanitizado. Pasó de ser costumbre identitaria, a producto de fácil consumo. Aún desde la posición comercial, el teatrero anhela conectar con las almas de su público y revivir las emociones de los participantes una vez más. Pero es claro que este esfuerzo no es motivado por el estándar cultural que solo quiere al artista en su capacidad de producción monetaria.

El teatro ya no nos forma. Bajo el actual modelo, el teatro perdió el misticismo, lo mitológico, para dar cabida a lo económico. Los productores se preocupan menos por crear algo significativo que por vender la mayor cantidad de boletas posible. Aún así, el teatro sabe. El teatro sabe conectar a los actores con el público. El teatro sabe convertirlos en una sola mente, que explora e intima. El teatro sabe cómo dar vuelta a la expectativa social para revelar las partes más recónditas de nuestro Ser. El teatro sabe como transformar lo mundano en místico. Y nadie entiende esto mejor que Haffe Serulle.

Pero llamar el trabajo de este director un “regreso al original” no sería lo correcto. El cuerpo teatral de Haffe no es un recuento de mitologías tribales y cuentos creacionistas. Tampoco es una comedia de colmado. Este es un teatro ahistórico, que toma la humanidad del pasado, junto a las realidades del presente, y las funde para crear un producto que es mucho más que la suma de sus partes.

Esta quimera artística se presenta frente al público, y este no tiene opción más que mirarla a los ojos, y enfrentar lo que se encuentra al otro lado de la ventana. Es un choque entre individuos, mentes, emociones, ideas, almas. Estas producciones rescatan los aspectos más íntimos del teatro. Nos muestran que el teatro, más que un show para reirnos por una hora y olvidar, es un diario en el que describimos con nuestra atención qué es lo que somos.

Cuerpos de barro es un ejemplo perfecto de lo que se describe en este artículo. Todos envejecemos. El paso del tiempo es inescapable, y cómo nos relacionamos con esto revela cómo nos relacionaremos con nosotros mismos una vez llegue nuestro momento. Pero no pensamos en eso. Preferimos no hacerlo. Cuando toca visitar al abuelo, pasamos menos tiempo con ellos, porque nos recuerdan esto. Cuando vemos a una persona mayor en una tienda, nos desesperamos, pensando que no son más que una molestia. Pero esos seremos nosotros. ¿Acaso nos volvemos menos merecedores de amor por ser viejos? ¿Por crecer? ¿Por no haber muerto a destiempo? La producción nos hace afrontar la manera en la que pensamos sobre esto. Nos obliga a pensar en cómo existen el amor y la belleza en un mundo que nos castiga por estar vivos.

La obra volvió a las tablas en un reestreno triunfal el pasado viernes 15 de agosto en la sala Ravelo del Teatro Nacional. Nuevo espacio, nuevos vestuarios, más grande, más ambiciosa, más visceral. La puesta en escena demostró una considerable mejora sobre su interpretación original en la sala La Dramática del pasado 7 de marzo de este año. En tan solo 5 meses, la producción maduró y convirtió una fruta ya dulce en un manjar de sutiles sabores y texturas.

La calidad de la puesta en escena es indiscutible, y por tanto hablar de ella en este artículo estaría de más. Los actores se apropiaron del nuevo espacio, haciéndonos testigos en una casa que no es la nuestra, intrusos en la intimidad de una pareja traumada por el paso del tiempo. En mi análisis anterior (Minutos al ocaso de la vida), me enfoque en la representación de la vejez como fuente de sufrimiento social. Aquí, sólo quiero recordar que el análisis también aplica a nosotros mismos. La obra nos obliga a preguntarnos, ¿cómo tratamos nosotros a esas personas? ¿como amamos?

En sus producciones, el señor Serulle utiliza textos, técnicas, y movimientos actorales destinados a despertar los rostros latentes dentro de cada uno de nosotros. Rostros que han quedado enterrados bajo décadas de propaganda, condicionamiento, y represión. Intercambia la comodidad de las puestas en escena comerciales por la incertidumbre del teatro orgánico, humano.

Ver el teatro de Haffe Serulle significa enfrentar partes de nuestro ser que preferimos dejar ocultas.  Partes que nosotros mismos no reconocemos, partes de las que huimos activamente porque mirarlas resulta doloroso, y nadie quiere sentir dolor. Pero es a través del dolor que se forjan nuestras cualidades, es a través de la incomodidad que descubrimos quienes somos. Esta incomodidad es la cortina que debemos pasar para ver el amanecer en el horizonte.

Ver este teatro implica abrirnos, desnudarnos emocionalmente, presentarnos vulnerables y decir “este soy yo”. Implica revelar nuestras facetas más ocultas, sabiendo que aquí, con estos actores, estás seguro.  En las palabras de Danilo Ginebra, el teatro haffeano es “aceptar un desafío: mirarse en un espejo incómodo y resistir la tentación de apartar la vista.”

El teatro de Haffe crea experiencias inolvidables que nos dan acceso al mayor de los placeres: la exploración y construcción de nuestra propia persona. Todo aquel que haya sentido la chispa de la identidad, debe experimentar el teatro de Haffe Serulle aunque sea una vez en su vida. Y no hay mejor oportunidad que del 22 al 24 de este mes, en la Sala Ravelo del Teatro Nacional, con Cuerpos de barro.

Lessing Abdias Perez Calderon

Lcdo. en Lengua y Literatura

Lessing Abdías Pérez

Licenciado en lengua y literatura

Lessing Abdías Pérez es un egresado de la Licenciatura en Lengua y Literatura orientada a la Educación Secundaria en la Pontificia Universidad Madre y Maestra. Ha demostrado un alto interés por el arte, educación, urbanismo, y las ciencias.

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