Los libros Los cantos sagrados, de Leopoldo Minaya, y Antología poética, de León David, fueron puestos en circulación el pasado martes, en un acto celebrado en la sala Carmen Natalia, de la Biblioteca Nacional Pedro Henríquez Ureña, en la Plaza de la Cultura de Santo Domingo, Distrito Nacional.

Ponen en circulación los libros 'Los cantos sagrados', de Leopoldo Minaya, y 'Antología poética', de León David

El poemario Los cantos sagrados, de Leopoldo Minaya, fue presentado por la periodista Mildred Minaya, hermana del autor, y por la escritora y fotógrafa Amarilis Cueto. Ambas, por separado, resaltaron la calidad de las creaciones poética de Leopoldo Minaya.

Amarilis Cueto afirma: "Leopoldo Minaya es un intelectual consagrado. En sus poemas abunda la riqueza del lenguaje, pero no con ánimo de dejarnos anonadados, sino más bien de aprovechar lo que el idioma español nos ofrece."

Y Mildred Minaya sostiene: "Es una poesía que se ha librado de adornos superfluos y que, apuesta por la intensidad, por la palabra justa, por la imagen cargada de densidad. Leopoldo escribe como quien escribe con fuego, pero no un fuego teatral ni efectista, sino ese fuego que arde en el silencio, que transforma, que deja su marca sin necesidad de gritar."

En la mesa de honor del acto estuvieron, además de Leopoldo Minaya y León David, Mildred Minaya, Amarilis Cueto y Rafael Peralta Romero, director de la Biblioteca Nacional Pedro Henríquez Ureña. El maestro de ceremonia fue el director de Editorial Santuario, Isael Pérez.

A continuación las palabras de Mildred Minaya

Mildred Minaya expone sobre el libro de su hermano Leopoldo Minaya.

Los cantos sagrados de Leopoldo Minaya

Muy buenas noches.

Esta noche tiene un cariz muy especial. Tener el honor de presentar Los cantos sagrados, de Leopoldo Minaya, es para mí un acto intensamente íntimo y a la vez profundamente público.

Íntimo, porque, como hermana, conozco al autor más allá de las páginas. Porque he compartido su infancia, su adultez, su silencio creativo, su búsqueda, sus desvelos. Porque admiro su enorme talento y su cerebro privilegiado.

Público, porque esta obra trasciende lo personal y se ofrece, con generosidad y valentía, al juicio de los lectores, al diálogo espiritual con todos aquellos que se atrevan a entrar en ella.

Los cantos sagrados es un libro que desborda las categorías habituales.  Es un poemario, y al mismo tiempo una experiencia. Una experiencia lírica, sí, pero también una experiencia de conciencia. Su lenguaje —limpio, desnudo, sin alardes retóricos— nos interpela desde un lugar donde ya no hay simulacro posible: el alma en su estado de verdad.

Este libro se propone revelar, explorar, purificar. Y lo hace sin temor a lo profundo ni a lo oscuro, sin temor al vértigo que produce mirar de frente el misterio.

Dividido en varias secciones que parecen seguir una progresión espiritual, Los cantos sagrados recorre distintos tonos y registros, pero mantiene unidad absoluta de propósito: la búsqueda de lo esencial. Desde los poemas iniciales, en los que resuena la voz de un yo poético que se entrega a la visión, al temblor y al anonadamiento, hasta los cantos más austeros de meditación o súplica, la obra sostiene una tensión espiritual de rara coherencia.

Es una poesía que se ha librado de adornos superfluos y que, apuesta por la intensidad, por la palabra justa, por la imagen cargada de densidad. Leopoldo escribe como quien escribe con fuego, pero no un fuego teatral ni efectista, sino ese fuego que arde en el silencio, que transforma, que deja su marca sin necesidad de gritar.

Una de las cosas que más me conmueven de este libro es su valentía. Porque Los cantos sagrados no rehúye los grandes temas: la presencia (y la ausencia) de Dios, la fragilidad humana, la indignidad de la injusticia, el dolor del mundo, la posibilidad de redención. Tampoco se refugia en dogmas ni se entrega a una religiosidad simplista. Al contrario, el libro está atravesado por una espiritualidad viva, interrogante, a veces desgarrada. Es una poesía de la intemperie del alma. Una poesía que se atreve a formular preguntas verdaderas.

Hay en estos versos una voz que ha sido tocada por la luz, y al mismo tiempo una voz que no teme decir su propia sombra. Y esa tensión —entre lo que arde y lo que duele, entre lo que se intuye y lo que se pierde— es la que da a esta obra su espesor humano. Porque lo sagrado que aquí se canta no es una presencia que se busca en lo concreto: en la tierra, en el cuerpo, en el dolor, en la historia, en el otro.

Como hermana del autor, no puedo evitar decir que leer estos poemas ha sido, para mí, redescubrirlo. Conozco a Leopoldo desde siempre, pero en estos versos lo he visto desde otra perspectiva: como alguien que ha atravesado desiertos interiores, que ha tenido revelaciones silenciosas, que ha escuchado algo que no todos están dispuestos a oír, y que ha decidido —con humildad y coraje— compartirlo desde la voluntad de acompañar y ofrecerse como espejo, como puente, como testimonio.

Los cantos sagrados son también, y esto me parece fundamental, un libro que llama a la compasión desde la ética profunda que atraviesa muchos de sus versos. Hay una mirada lúcida y crítica sobre el mundo, sobre las estructuras humanas, pero esa mirada no cae en el resentimiento ni en la desesperanza. Al contrario, el libro parece decirnos que aun en medio de la caída, aun en la oscuridad más densa, hay una chispa —a veces tenue, pero viva— de posibilidad, de sentido, de misericordia.

Estimados: no estoy aquí para hacer elogios fáciles.  Sé que toda obra está sujeta al juicio del tiempo y del lector. Pero sí puedo decirles esto: Los cantos sagrados es un libro que merece ser leído con atención, con lentitud, con el corazón dispuesto. No porque sea uno de los libros de mi hermano —aunque eso me emocione profundamente—, sino porque es una obra hermosa, genuina, escrita desde un lugar de autenticidad y de entrega que no se encuentra todos los días.

Al presentar este libro, no estoy solo celebrando un logro editorial. Estoy celebrando el coraje de un poeta que ha decidido no distraerse, no acomodarse, no mentirse.

Gracias, Leopoldo Minaya, por este canto. Por esta ofrenda. Por este viaje que, aunque escrito en soledad, ahora nos pertenece a todos.

Gracias a ustedes por estar aquí esta noche, compartiendo con nosotros esta página luminosa de la palabra.

Muchas gracias.

A continuación las palabras de Amarilis Cueto

Amarilis Cueto en su presentación.

El evangelio invertido de Leopoldo Minaya en Los cantos sagrados

Dicen que Dios habla a la humanidad a través de algunas personas escogidas para esa tarea. En Los cantos sagrados, Leopoldo Minaya ha decidido escribir en nombre de la humanidad a esa fuerza creadora. Como lectora asidua de la mayoría de sus obras, considero que ninguna refleja tanto su ser interior como este poemario

Citando a Friedrich Baumann, en el prefacio de la obra, ambos concordamos que «Leopoldo Minaya es una voz lírica de gran pureza expresiva, sostenida por una búsqueda espiritual profunda y una sensibilidad poética excepcional».

Dicho esto, solo queda envolverse en estos versos nacidos de un alma noble, rebelde, irreverente e inconforme con la humanidad, que solo quiere plasmar su legado, sin ambiciones, sin ambages.

Admiro la obra de Leopoldo Minaya desde hace mucho tiempo cuando escuché de su voz La canción de Angelina, que hace evocar los versos de Darío. Desde entonces he leído sus poemas, romances y reminiscencias infinitas. A veces, una realidad implacable golpea al leerlos: sus versos salen de lo más profundo de su alma.

Sus versos se comparan, como acota el prologuista, con los poemas de San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús, por su intensidad lirica y su riqueza simbólica. Se podría agregar, además, por su deseo de humildad ante el creador. Esto se refleja en especial en su poema “La voz del ángel”:

Y he dicho:

«¡Oh, Señor, aléjame de la indolente multitud y de sus vicios,

de sus costumbres bárbaras,

de su insaciable deseo de “honores” y “grandezas”;

aléjame de todo lo horroroso ante tus ojos,

del pecado y de la maldad, de la astucia y del fingimiento,

de la impudicia y de la avaricia…!

¡No sea yo para ti motivo de vergüenza,

inconformidad o enojo…!

 

… Entonces me habló el ángel,

y oí,

y sus palabras cerraron el abismo:

«¡Ejercítate en la piedad,

mírate y mira a los hombres

con compasión

porque es irrecusable el dicterio de los símbolos,

porque la bondad y la maldad son las galgas de medir,

y porque no hay nada sobre los cielos

ni bajo el tapiz de los cielos

que se iguale a la Misericordia!»

 En el estudio preliminar de esta obra realizado por Bruno Rosario Candelier, contenido en este libro, se pone en evidencia que este poema «es fruto de una experiencia mística de nuestro poeta al recibir esa especial apelación de lo Alto».

Se percibe también como expresa Minaya sus desvelos y revelaciones. Su inspiración pareciera que brota de la Divinidad. Sus preguntas y respuestas al ángel son como vendimia para nuestros oídos.

Leopoldo Minaya es un intelectual consagrado. En sus poemas abunda la riqueza del lenguaje, pero no con ánimo de dejarnos anonadados, sino más bien de aprovechar lo que el idioma español nos ofrece.

En el poema “Arrebátame la toga y el bastón, Señor”, el yo poético ora, ruega, implora a un Dios que no lo escucha.  Recuerda el pasaje del Génesis en el cual el poder del hombre es cuestionado y el trabajo con la tierra es visto como vía de redención cuando expresa:

…” Arráncame la vara, los símbolos de autoridad; dame un arado

de acero trabajoso para vetear la tierra.

…Oblígame a plantar, Señor, produzca el cieno

el milagro del arroz, el eco de los pájaros…

Porque todo poder del hombre se sustenta en el engaño,

en su capacidad de engaño reside su «grandeza». 

Pero también el poema es una confesión amarga y una advertencia en el que el autor adopta una voz colectiva para desenmascarar la hipocresía, la doble moral y la falsedad.  Tal como lo hace San Agustín, quien en sus confesiones afirma que incluso cuando «cree servir a Dios puede hacerlo desde el orgullo o la vanidad».  Entonces el poeta proclama de manera sentenciosa: 

…El hombre no tiene fe en ti, aunque lo diga;

no tengas fe en el hombre.

Cuando juremos buscarte, no nos creas;

cuando aseguremos servirte, no nos creas;

y si abrimos la boca no nos creas.

¡No nos creas, no nos creas, no nos creas…!

El poema “Acuérdate Señor” está conformado por un conjunto de plegarias de misericordia por el hombre, que sigue siendo su objeto de estudio, lleno de esperanza por el más humilde de los hombres. Como cuando implora:

…Apiádate de aquel a quien se dificulta conseguir su pan

 y el sustento de sus hijos entre la maldad y la apatía

 trocadas en egoísmo destructor.

O cuando suplica a un Dios piadoso:

 

…perdona o castiga mi propia necedad,

perdona si te ofenden mis palabras,

pero un día persigue al perseguidor, oprime al opresor,

roba al ladrón, juzga al juez, calla a los que callan,

ponles leyes a quienes ponen leyes, haz confesar al confesor,

somete a los abusadores y levanta a los seres maltratados… 

“Aliento místico” son un grupo de poemas donde la llama, la danza y el baile se conjugan para mostrarnos un mundo de soledad, de olvido, de sombras y silencio como se señala en el poema “Danza del aliento”: 

¿Soy yo quien danza, Danza,

o el abismo que me habita

ha sido engullido por tu pulso?

 

Danza de nadie,

danza sin rostro,

danza que es la respiración de Dios

y su secreto.

En las “Versiones esenciales libres de antiguos salmos de David et al”, de la Sagrada Escritura, la voz del salmista se transforma, se diluye, se hace inteligible y adquiere el matiz de lo cotidiano. Sus interpretaciones nacen del dolor de ver las almas afligidas por la ignominia o producto de un cansado caminar y experiencias aciagas. Así se perciben estas palabras proféticas del poeta. Es como volver sobre el salmista para tratar de entender sus designios premonitorios, como se devela en el poema “Dichoso el hombre” (Evocación esencial libre del Salmo 1 de David et al.):

…Los inicuos

no son así,

ellos son como el tamo empujado por el viento,

no se pondrán de pie cuando haya juicio,

no se pondrán de pie por pecadores…

porque Dios insufla vida al camino de los justos

pero el mismísimo camino del inicuo

perecerá.

 “El Canto absoluto” es una invocación a la indiferencia de Dios ante los males de la humanidad, como cuando reclama:

…Te llamé sin lengua. Te invoqué desde la sangre abierta del obrero, desde la mugre del que duerme bajo puentes, desde la madre

con leche muerta en el pecho.

Y nada. Ni un soplo. Ni un estremecimiento de rama. Ni un

error de cálculo en tus cielos.

La última parte es una conversación entre el Ser y el Espíritu, mediante tres poemas en los que el primero denota la búsqueda del creador; en el segundo el espíritu se manifiesta desde la humildad y en el tercero, responde el ente con un dejo de resignación dando un cierre magistral al poemario y al dialogo inaudito:

El ser expresa: 

Te he buscado sin piedad. No por fe,

sino por falta de otra cosa que seguir.

No tengo himnos. No tengo nombres.

No tengo paz.

Solo tengo este cuerpo lleno de preguntas

que nadie ha querido escuchar,

ni siquiera tú.

Entonces el espíritu le responde:

Soy lo que arde

cuando todo se ha apagado.

No he prometido salvación.

Ni castigo.

Ni victoria.

Sólo he sido.

 

          Y finalmente el ente culmina:

 

No me toques con tu luz,

Ni con tu ausencia.

No me traduzcas tu silencio

a forma alguna.

Déjame en esta ceguera sin imagen,

En este abismo mudo

Donde ya no tengo que entenderte

ni justificarte.

 Los Cantos sagrados, de Leopoldo Minaya, se inscribe así en una tradición poética que no teme dialogar con lo divino, pero desde un lugar incómodo: el de quien sabe que la palabra no basta, que la fe se gasta, y que solo el barro —transformado en pan, en arroz, en canto— puede redimirnos.

Este libro puede leerse como una carta a Dios, o quizás como un evangelio invertido. No es un canto de alabanza, ni una petición de poder, ni una súplica para ser salvado. Es todo lo contrario: es un clamor por ser despojado de poder, por abandonar los símbolos de la autoridad —la vara, el mando— y abrazar, en su lugar, la humildad del trabajo, el silencio de la tierra, el milagro de lo pequeño. Aquí, el yo poético no pide privilegios. 

¡Muchas gracias!

    

A continuación las palabras de Leopoldo Minaya

Ponen en circulación los libros 'Los cantos sagrados', de Leopoldo Minaya, y 'Antología poética', de León David

Presentación de Antología Poética, de León David

Desde tiempo inmemorial, la poesía ha sido el eco de la conciencia humana, el reflejo de sueños, angustias y epifanías de quienes han osado desafiar, con el sortilegio del verbo, los límites de la expresión. La Antología poética que presentamos a ustedes hoy, de León David, se asienta en esa noble estirpe de la literatura que conmueve profundamente pero que busca además emplearse en el ejercicio estilizado del pensamiento… y todo por disolver las fronteras entre lo inteligible, lo perceptible, lo sensible y lo inefable.

Aquí no encontraremos, distinguidos presentes, una sucesión de versos al servicio de la trivialidad o de la anécdota, sino una vasta exploración de los misterios que intrigan a la humanidad desde los albores de la palabra. Aquí, la metafísica del ser, la incertidumbre del destino, la perseverancia de la memoria y la luz fugaz del perpetuo instante se entretejen en una estructura poética de proporciones universales.

León David, con dominio maestro de la forma, conjuga en su poesía una cadencia que remite al ceremonial de los clásicos y a la inquietud de los modernos. Se percibe en él la influencia de Borges, en la exactitud del concepto y del razonamiento; de Rilke, en la exquisitez de lo trascendente; y de Octavio Paz, en la intrepidez con que el lenguaje se convierte en ente autónomo, manifestada en León David esta autonomía como línea fina (fundente y divisoria) entre lo dicho y lo innombrable.

No es esta una poesía que cede a la complacencia. No que se amolda a las expectativas de una lírica meramente decorativa. Es, en cambio, la poesía davidiana, una evidencia de la lucha del ser contra el tiempo, de la palabra contra el silencio. Véase, si no:

Las sombras que me asedian, ¿son mi infancia?
La imagen del espejo, ¿acaso es mía?
¿Quién enhebra mi voz? La lejanía.
¿Quién mis silencios urde? La distancia.

En estos versos, en esta estrofa, resuena la gran tradición del pensamiento existencialista, se evoca la angustia de Unamuno y las perplejidades de Sartre y Kierkegaard. La identidad se presenta como incertidumbre inacabable, abismo del que brotan más y más preguntas de las respuestas dadas…

El imaginario de esta obra —extracto de obras— se arraiga en una simbología que oscila entre el atavismo y la inmediatez, lo impalpable y lo terrenal. Como en los grandes poetas universales (por derecho propio, León David lo es) encontramos aquí una reivindicación de lo totalizante y una celebración de lo permanente por vía del apercibimiento de lo transitorio. A través de compases rítmicos de marcada tradición, el poeta nos introduce en un estado de abstracción y meditación sobre la memoria, la percepción y los atributos de lo real.

Un pasaje, de un lirismo exuberante, nos sitúa en el epicentro de lo mudable de la condición humana. Se encuentra en el memorable poema «Ulises», del valiosísimo compendio Los nombres del olvido:

                      Joven partió una vez sobre la plana

                      Superficie del mar ronco y huraño,

                      Y quien regresa ahora es un extraño

                      Que yergue al viento la cabeza cana.

La apelación aquí al mar, constante e inmutable, aparece para contraponerse a la alegoría del fluir del tiempo.  Dibuja la permanencia de lo eterno en la entraña de lo fugaz, visión que nos retrotrae al tono afectivo de Antonio Machado y a la musicalidad excelsa de Verlaine o de Darío.

En la historia de la poesía universal, pocas veces se ha logrado conjugar con tal maestría lo abstracto con lo sensorial, lo filosófico con lo vivencial, como en la obra davidiana. Es en la capacidad para dialogar con la tradición sin renunciar a su propia individualidad donde radica la grandeza de sus desfogues poéticos. Su obra ejemplifica un proyecto ambicioso en el que cada verso se inscribe en la memoria del lector como misterio, como signo que nos interroga desde el propio secreto.

La oralidad subyacente de estos poemas no pasa inadvertida. Su arquitectura invita a la declamación, a la enunciación solemne y al seguimiento de un ritmo que resuena más allá de la página escrita. Poesía que no solo dice, sino que experimenta en el decir. Reproduce la grandeza épica de los versos de Saint-John Perse, la hondura de los himnos de Hölderlin y la armonía de Valéry.

El poeta que nos ocupa no teme enfrentarse a la vastedad del cosmos en la que se inscribe la desnudez del ser. Su palabra es herida y revelación, abismo y ascenso.

Al escoger al azar entre los poemas que constituyen esta extractada Antología, atisbaríamos la hondura filosófica que recorre la obra. Pero hay una parte medular, intitulada De profundis…, constituida por trabajos de incuestionable belleza, en los que el calado del razonamiento existencial da a la estructura formal un caudal estético incomparable. Veamos de esa zona el extraordinario poema “Heráclito el Oscuro”, en que el pensador dominicano evalúa, embellece, interpreta y redimensiona las lucubraciones del antiguo pensador griego:

HERÁCLITO EL OSCURO 

                        Todo fluye y se va. En el avieso

Torbellino del cambio, ¿quién atrapa

Al Ser que muda, vuela, fuga, escapa?…

Así argüía el pensador de Éfeso.

No hay durable estación ni altivo muro

Que a la caducidad no se sujete

Y sufra ileso el golpe de su ariete,

Aseguraba Heráclito el Oscuro.

La palabra se esfuma como el labio

Sensual que la pronuncia…, escalofrío

Que nunca bañará en el mismo río,

Concluía gravemente el sabio.

El fuego, ese primario fundamento

Y razón ancestral de la armonía,

Ata la noche turbia al claro día

En voraz y perpetuo movimiento.

Un dios que todo crea y que derrumba

Sin piedad lo creado el mundo habita,

Un dios que al consumirse resucita

Ávido y cruel del fondo de su tumba.

De más están la loa y los denuestos:

Todo es fluencia y devenir y lucha

Y brota el universo de la ducha

Abrasiva tensión de los Opuestos.

Lo que afirma el Ayer presto lo niega

El instante que asalta tu ventana,

Borra a este Hoy la esponja del Mañana

Que abrupto se despide apenas llega.

¡Oh insolentes y pérfidos enredos

Los de esta sin igual filosofía

Que presume encontrar razón y guía

En el agua que escurre entre los dedos!

¡Oh ambiguo postulado del regreso

De todo lo que al cambio se confía!

Artera y perspicaz superchería

Del filósofo Heráclito de Éfeso.

¿Será verdad cuanto hosco dictamina

El jonio ilustre en su intrincado verso?

… De fiarnos al ojo, el universo

Pareciera ajustarse a su doctrina.

Mas, detrás de la luz, lo que ilumina

Es otra realidad pura y serena

Que al segundo inestable acuna y llena

Con la sed de lo eterno que germina…

El poema, como la filosofía en que se apoya, reflexiona bellamente sobre el cambio constante e ineludible que define la existencia. A lo largo de sus versos, con absoluto dominio del lenguaje, cuestionan el filósofo y el poeta la capacidad de la filosofía y el lenguaje para captar una realidad siempre efímera, mientras plantean la lucha entre opuestos, lucha que da forma al universo. Sugieren el filosofar y el poetizar la búsqueda de lo eterno detrás de la inconstancia, tensión entre el deseo de estabilidad y la naturaleza fugaz de las presencias.

Ponen en circulación los libros 'Los cantos sagrados', de Leopoldo Minaya, y 'Antología poética', de León David

Pero la grandeza de esta obra, de la obra de León David que ahora asume la modalidad de antología, no radica únicamente en su magistral dominio del lenguaje, sino también en su capacidad de despertar en el lector una resonancia profunda, un eco interior que lo impulsa a interrogarse sobre el misterio del ser: poesía que no se conforma con describir el mundo, sino que lo desentraña e ilumina desde la propia esencia, ofreciendo un espacio de revelación donde -como hemos apuntado- lo cotidiano y lo metafísico se entrelazan en un único pulso vital.

La obra poética de León David se inscribe con letras doradas en la lírica contemporánea: deja en la memoria de quienes en ella abrevan un fulgor imposible de disipar. En esta valiosa Antología, embellecida en portada por los finos trazos de María Aybar, consumada artista, cada línea es umbral hacia lo inexpresable, chispa que enciende la triple llama del lirismo, de la belleza y del pensamiento universales.

Decir que León David es un poeta genuino y auténtico no constituye gesto de cortesía ni es fórmula retórica, sino el reconocimiento cabal de una vocación que se ha cumplido a plenitud. Su voz no responde a modas ni cede ante lo circunstancial: emana de una fidelidad primordial a las exigencias del pensamiento y del lenguaje. Es un poeta no porque lo proclame el entorno, ni porque le sobren los reconocimientos, sino porque lo ha sido desde el fondo de su conciencia creadora.

En lo personal, no me es ajena esta obra ni me resulta indiferente su andamiaje espiritual. La leo y la he leído como quien habla con un hermano mayor en el arte y en la lucidez, con alguien que en cuya búsqueda me reconozco. Nos une una amistad de años, una hermandad sentida y un compromiso compartido con la palabra justa, con la indagación honda y sin disfraces de aquello que en el hombre es: abismo, revelación, destino.

Por eso, recibo esta antología como se recibe a una obra mayor: con respeto, con gratitud y con la convicción de que su presencia honra nuestra literatura. Esta Antología confirma, sin necesidad de atenuantes ni elogios gratuitos, que León David es uno de los grandes poetas de nuestra lengua. Cuando esto se dice, no se precisa agregar nada más.

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