Desde la tradición occidental, en la que se inscriben las referencias aquí aludidas, el hombre ha sido narrado como una criatura sujeta a límites fundacionales: el Edén. la ley, la palabra. El poeta, sin embargo, parece resistirse a aceptar esas fronteras
como fatum.
El poeta sabe que la realidad ha sido construida por el lenguaje, y no al revés. Sabe también que a esa criatura llamada hombre, desde el principio de los tiempos —y según plantea la fábula de nuestros orígenes—, se le impusieron límites. Límites que, a su vez, seccionaron su visión de las cosas. Al delimitarle el espacio en relación con su capacidad de elección y de movimiento, se le restringió también la libertad en su sentido más amplio:
“De todo árbol del huerto podrás comer, más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás…"
Dicho de otro modo, al ser humano se le prohibió —bajo amenaza de muerte- la facultad de elegir por sí mismo entre una cosa y otra, entre el bien y el mal. Se le impuso esto y no aquello; lo tomas o lo dejas. Se le suprimió, en definitiva, la posibilidad de empinarse y tender la vista hacia otros horizontes.
Desde esta lógica, cabría recordar — como apuntó Wittgenstein— que los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo". Y es esa conciencia original del límite — ese cerco primero que rodea a la realidad — lo que, me parece, ha exacerbado en el poeta el ánimo de romper las fronteras. De destruir, mediante el despliegue de recursos linguísticos, actos bélico-formales y ataques terroristas-verbales, esa muralla de contención a la que se sabe sometido desde su nacimiento.
No ha de extrañamos, pues, que la tribu a la cual pertenece lo haya visto siempre como un sujeto raro, un tipo de poco fiar, alguien que, en el momento más inesperado, podría alterar todas las reglas del juego. Tal vez esto se deba a que el poeta vino con alguna falla de fábrica : no se ajusta por completo a las normas establecidas, no funciona del todo bien, no da la talla ni se somete a los estándares de seguridad, a las reglas que permiten el buen funcionamiento del hombre en sociedad y la sana convivencia. Por lo tanto, visto así, el poeta es alguien que merece ser expulsado de la tribu (véase La República de Platón). Es la pieza equívoca del andamiaje, el pivote insignificante capaz de provocar el dislocamiento de toda la estructura social, pues -aparentemente— es el único capaz de intuir el chantaje de los dioses.
Y por esta razón no se siente feliz, no está conforme. Así que, cueste lo que cueste, procurará encontrar la vía más idónea para resarcir el error, aunque ello implique infringir la ley primordial del origen de las cosas: las leyes del lenguaje, la ley del nacimiento de la tribu, su límite.
Esa ley del lenguaje no es neutra ni inocente. Como bien supo Michel Foucault, el lenguaje no se limita a nombrar el mundo: lo ordena, lo regula, lo disciplina. Y si el poeta se rebela contra esa ley es porque percibe su función de sometimiento. En esa línea, como lo intuyó Heidegger, el poeta sería aquel que abre "el camino hacia el ser”, el que habita en la casa del lenguaje no como huésped obediente, sino como arquitecto incendiario.
Es así como, en una búsqueda siempre inconclusa, el poeta deviene infractor. Pero no solo por su intención manifiesta de subvertir los mencionados límites – poniendolo todo patas arriba desde los cimientos del lenguaje—, sino también por su actitud abiertamente conflictiva y beligerante: la de querer arrojar, desde los confines del sueño, sus poderosas granadas de conmoción contra todo lo que respire o se mueva en el vacío; contra toda forma o figura de opresión que, desde la base del lenguaje, pretenda someter o aplastar el instinto primigenio.
En cierto sentido, podría decirse que el poeta es el único mamífero que se obstina, endiabladamente, en avanzar en sentido contrario al de la manada, llevando su ofuscada persistencia a tal extremo que a nadie debería extrañar si, en un momento de trance, alucinación o locura, desafiara al mismísimo vórtice de la realidad que, irremisiblemente, se lo traga.
Diríase, entonces, que un alma así —de naturaleza tan desubicada y endeble solo podría encontrar dolor, incomprensión y desaliento a su paso por este mundo.
Sospecho, sin embargo, que ni siquiera esas humanas aflicciones lograrían apartar al poeta de su firme propósito. (¡Bah! Pequeños percances ha habido siempre.) Es más: creo que, contrario a lo que podría suponerse, suministradas en pequeñas dosis, tanto las desgracias propias como las ajenas podrían surtir en él un efecto motivador : una suerte de acicate, un estímulo para la creación poética. Y es que, si tomamos en cuenta el dominio que posee el vate en materia de adversidades, su conocimiento de alquimia y demás, y esa capacidad tan suya de transmutar en belleza todo lo que toca, damos por sentado que, en tales circunstancias, terminaría, como mínimo, convirtiendo en obra del espíritu poético la materia prima de esas pequeñas calamidades del alma.
En resumen, lo que aquí intento decir —para los fines de estas anotaciones— es que un gran poema, uno de valor perdurable, no solo es un acto de impugnación verbal, sino una gran catástrofe hacia el interior de la lengua: un cataclismo a partir del cual toda la realidad se viene abajo. Como señaló Derrida, todo signo remite a otro signo, y no hay centro estable. Y visto así —radicalmente también tendríamos que convenir en que todo poeta auténtico es, en potencia, un anarquista, un ser desarraigado, un verdadero terrorista del lenguaje.
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