Que Dalsy Velázquez Dabrowski, rica y heredera de una gran fortuna, haya decidido permanecer en la ínsula Topacio, “…no me iré. Me quedare en estas tierras, cerca de la isla [Albastro] en la que arribé”, bajo la premisa de que el universo con sus arcanos planes habría de someterla a regios desafíos para que discurriera sobre su vida de altibajos, plantea el “vaivén”, la disyuntiva existencial, en cuanto a residir, ahejorrada, en la fatuidad de la fama y la fortuna citadina, o habitar, libérrima, en un ambiente, rudimentario y lejano, de incivilizados pobladores.

Y es que, entre la siembra y la cosecha, a la postre, Dalsy, en “una madrugada de luna nueva, bajo las aguas del río que enaltece a Topacio”, y al margen de su desposorio con Natanael Cerati, alumbraba una niña, hija y apógrafo del indio usamericano llamado Ojos de Sol. De igual manera, dispuso investir a su vástago con el mismo nombre de su mejor amiga, Berenice Georgina, ese espíritu celeste que había estudiado junto con ella en la universidad de Harvard, acarreando un tanque de oxígeno a sus espaldas. De hecho, entresijo manifiesto que la ataba a dos mundos diferentes en un tiempo que “pasó en un abrir y cerrar” los ojos. Sí, furtivo, pero revestido, con holgura, de aquella aroma primigenia, exuberante, recrecida en la gracia de su unigénita, engalanada con los orígenes y el arraigo de cielo y tierra nuevos.

 “El décimo octavo vestido, de los tantos de los tantos que su madre confecciona, lleva puesto. Tejió con hilo de algodón las arandelas de la falda, y en sus bordes plasmó, con pintura que absorbe de las flores cuencas de caracolas que forman, al centro del corpiño, figuras de sirenas y de peces. La amplia falda que llega hasta sus pantorrillas y sandalias, hecha con tiras de raíces, la hacen formar parte del lugar…Le parece mentira que el tiempo pasó de soslayo, que hace años que vive con los aborígenes aprendiendo”.

Portada de Luces alfareros.

Siendo así, por un lado, Dalsy Dabrowski “piensa en lo diferente que pudieron ser las cosas de haberse ido aquel día a Nueva York y retomar, en brazos de su ahora exesposo, y de su abuela…su antigua vida”; y por el otro, “No le resultó difícil tal resolución de quedarse [en Topacio] porque, desde el instante que naufragó en la isla [Albastro], estuvo consciente de que algo en su cerebro, tan dado a registrar el pasado, la había tocado.”  De ahí que la dama aprendiera a consentir “que toda cosa viviente sobre el espacio físico no es perpetua, que el inicio y final se rige ante una ley cósmica de todo lo existente en extremos.”

Súbito, finalmente, llegó “el día de rescate” en medio de la algarada de la prensa norteamericana y la adusta figura de su abuela Dunda Dabrowski, quien se había convertido en benefactora de su nieta, Dalsy, luego de que su propia hija, Irina Dabrowski, dispusiera de su vida. Además, la presencia del acaudalado esposo, Natanael Cerati, quien desde ahora quedaría incorporado a una crónica ya finiquitada. Ante los medios de comunicación Dalsy lo defendió como “un hombre noble”, y que todo aquello del accidente aéreo sucedido, donde ella perdió parcialmente una de sus piernas, fue un caso fortuito, diseñado por el universo para ponerla a “prueba”, de inicio deprimente, para que meditara “con respecto a la vida presente y pasada.” La náufraga, desistiendo de gloria y posesiones,  persistió, en su mecimiento, empero, en permanecer, “no me iré”, ante el hostigamiento de la prensa, en ese suelo donde recaló a causa, inocultable, del destino.

“…amparada, protegida por seres excepcionales como son las personas que viven en esa comunidad llamada Topacio, fundada por David Alphonse Stevenson [Papá Yobo] junto a un grupo…de aborígenes australianos que un día dejó sus tierras huyendo del exterminio ocasionado por el hombre que, en sentido general, o en gran proporción, solo sabe destruir.”

Dalsy, quien de una figura amante de las últimas tendencias de la moda, pasó a ser una mujer ausente “que la distanci[aba] de aquella otra” que fue, repasó con Natanael las experiencias vitales que se desprendieron, inicialmente, de un romance hasta culminar en matrimonio, aunque ella nunca quiso estarlo. Los matorrales, los árboles y el suelo fueron testigos de todas aquellas contingencias que, definitivamente, en su evolución de fase pasajera, ahora terminan, “lo vivido, hasta ese momento, [como] una historia distante y acabada”, remachadas, como el último clavo al ataúd, en una voz taciturna y en cuyo cuerpo se agolpan los dolores del espíritu y la carne. 

Dalsy [a su marido]: “declara nulo ese matrimonio”.

De su parte, Dunda Dabrowski, la abuela, vaticinó, en su despedida, besándola en la frente, que su nieta, percatándola agitada, “de alguna forma”, sin importar el lapso que demoraría, regresaría a la ciudad que nunca duerme, donde realmente la chica pertenecía. Atisbando un dejo de hesitación en aquel retoño que incubó tras el suicidio de su madre Irina, hija suya, pegúntale a su heredera:

Dunda: “¿Estás segura de la decisión que tomas?..¿Crees que este es el mejor lugar para una mujer neoyorkina, y con un impedimento? Allá puedes tener una prótesis.”

Dalsy: “Vivo en paz. Y en caso de que algo no funcione, regresaría.”

Dunda: “¿Lo prometes?”

Dalsy: “Lo prometo.”

Precisamente, congregada alrededor de aquellas otras trágicas figuras, sitas en el abrevadero de Topacio, Dalsy Dabrowski desplazábase, en la jornada colectiva Dalsy en su vaivén, de la novela Luces de alfareros, en una fase traumática de individualidad pendular, atrapada entre me voy o no me voy. Desplazamiento, perplejidad, fija, que había sido, de una manera u otra, una llaga sobre el pellejo de todos, dada la pérdida de quienes eran, si algún día fueron. De tal suerte, como si ella, Dalsy, “de repente quisiera cambiar lo que no se puede” al filo de unas malogradas, impúdicas e introspectivas estaciones, “ir y venir”, marcadas por un ubicuo minutero, “reloj de arena”, que a todos nos desgaja.