Contexto
Durante los años posteriores a la proclamación del 27 de Febrero, predominó en Santo Domingo un estado de miseria y postración generalizado. La agricultura estaba abandonada, la ganadería se limitaba a lo que dice Bonó en El Montero, el comercio interno conocía el trueque y el externo era controlado por los europeos con escasa participación de los Estados Unidos. Se trataba de una economía regionalizada, pues en el Cibao predominaba el tabaco, y en el Sur y el Este se aprovechaban la madera, el ganado, corambres, café, miel y cera. Además, los obreros y las industrias eran prácticamente desconocidos.
Para la época, señala Sumner Welles, el arado era virtualmente desconocido en el país, y por la abundancia de la tierra, los campesinos preferían mudarse a nuevos predios denominados tumbas. A la falta de canales de irrigación, se sumaba, en palabras de Harry Hoetink, que las vías de comunicación eran las de los tiempos de la colonia, pues “nuestros caminos, en buena definición, no son caminos, los vecinales son veredas, los de sabana carriles del ganado, y los caminos reales son paisajes innominados”.
El cuadro descrito obedecía a una sociedad precapitalista carente casi de todo, imposibilitada de superar a corto plazo sus limitaciones. Este impedimento se debía al escaso desarrollo material de la elite local y, como factor visible, a la inestabilidad provocada por las campañas militares libradas entre 1844 y 1856 contra el liderazgo haitiano y su decisión de retomar el control de Santo Domingo. La vigencia de este ambiente, apunta Cross Beras, impidió que durante el resto del siglo se conformara un sistema económico nacional en el que las políticas fiscales, financieras y el sector importador-exportador funcionaran de manera integral.
Agravamiento de la crisis
Lejos de superar la ruina económica descrita, que era una de las aspiraciones del general Pedro Santana y de los que le apoyaron en la aventura de la anexión del país a España en 1861, la crisis se mantuvo porque, entre otras razones, las autoridades españolas, entre las que contaba Felipe Rivero Lemoine, descuidaron la producción agrícola y minera, monopolizaron el comercio, impusieron a los campesinos el trabajo forzado y el despojo de sus bestias para fines militares, controlaron el estanco del tabaco e impusieron aranceles privilegiados a las mercancías españolas.
Las medidas impuestas por el gobierno de la anexión, al tiempo que aceleraron el deterioro de la economía, desplazaron a los dominicanos de la administración pública, humillaron a los militares y pusieron en cuestionamiento expresiones importantes de su cultura. Contra esos vejámenes, la recuperación de la soberanía dominicana fue anunciada con el grito dado en Capotillo el 16 de agosto de 1863. Samuel Hazard sostiene que al concluir la guerra por la restauración de la independencia a mediados de 1865, los españoles dejaron la isla convertida en tierra sin labranza, arrasada; casi sin ningún lugar que no conserve un testimonio, como una ciudad en ruinas, un campo de tumbas o una familia diezmada. Por este cuadro desolador, se mantuvo entre muchos dominicanos el carácter levantisco y su conversión en creadores de revueltas.
Caracterización de la economía
Hasta 1870, las actividades económicas predominantes en el país seguían siendo la agricultura y el comercio. La primera era estimulada por la abundancia de tierras cubiertas en su mayoría por espesos montes, lo cual reflejaba su fertilidad y sus precios bajos en las afueras de la ciudad. No obstante, el desarrollo de la agricultura seguía afectado por la falta de canales de riego, la frecuencia de las lluvias y por la dependencia de instrumentos como la azada, el zapapico y el machete. En el libro: La vida en los trópicos, probablemente escrito por el aventurero general William Cazneau y su esposa, adquirientes en 1860 de unas 260 tareas en Baní, se lamenta el estancamiento que afectaba al país por falta de arados y otros aperos agrícolas. Como recurso literario, afirmaron que los campesinos de entonces no sabían distinguir entre un arado y una carretilla de mano.
Movidos por estas limitaciones, los esposos Cazneau trajeron a Baní el arado, la guadaña, una máquina desyerbadora y otra para arrancar tocones. Con estos instrumentos se realizaba en un día el trabajo de diez, y en una tarde el de una semana; si se realizaba con la azada, el zapapico o el machete. Sus resultados provocaron una explosión de entusiasmo, y el interés de los propietarios colindantes de contar con estos instrumentos fuera por préstamo, arrendamiento o compra. Como en toda la región no había otro arado, pidieron a su país tres unidades grandes para complacer a sus amigos.
El comercio
La práctica del comercio resultaba limitada durante los años referidos debido a la dedicación de lo que se producía al consumo y el trueque, lo cual explica que aportara al fisco menos del 7% de las rentas generadas entre 1868-1879. En muchos casos, quienes se dedicaban al cultivo para la exportación no tenían contacto directo con el mercado. Esto se debía a que se veían obligados a tomar préstamos a intereses altos ofrecidos por usureros de la ciudad, a los que, por incapacidad de pago, vendían las cosechas a la flor o antes de la madurez plena, a precios bajísimos.
Como no era posible producir todo lo que demandaba el consumo, de los Estados Unidos y Curazao nos llegaba harina, pan, trigo, carnes, mantequilla, quesos, jamón, velas y sillas muebles; de Inglaterra y Saint Thomas, predominantes como proveedores: ropas, platería; de Francia y Martinica: ropa, licores y frutos secos.
En el contacto con estos y otros mercados la balanza comercial presentaba déficits significativos, lo que forzó un sistema de pago en vales o especies para los comerciantes locales y el pago en monedas fuertes a los extranjeros. Como se daba una balanza comercial negativa, los impuestos a las importaciones subían con frecuencia con el fin de cubrir precariamente ciertos compromisos de Estado. Este desbalance comenzó a cambiar a partir del proceso de modernización de la industria azucarera conocido en el país durante los años 1870-1900.
Partidos políticos y revoluciones
Tras el triunfo de la Guerra de la Restauración, los dominicanos mostraron simpatías por dos partidos políticos conocidos como los rojos y los azules. Los primeros seguían las orientaciones de Buenaventura Báez, y su vigencia nacional cayó a partir de 1874, quedando expresiones locales como Manuel María Gautier en la Capital y Generoso de Marchena en Azua. Los segundos conformaban el Partido Nacional o Liberal, liderado por Gregorio Luperón hasta el decenio 1880 y por otras figuras de la Restauración. Sus raíces estaban en el movimiento trinitario presentado por Juan Pablo Duarte en julio de 1838, aunque muchos de los seguidores de Pedro Santana pasaron a sus filas luego de dicha Guerra.
En 1873 surgió el Partido Verde, liderado por Ignacio María González, gobernador de Puerto Plata. Se nutrió de seguidores de Báez que no aprobaban su decisión de anexar el país a los Estados Unidos, y de los azules que lo combatían por la misma causa. Con la caída de González en 1876, los seguidores de dicho partido volvieron a ser rojos o azules, retornando a Luperón parte del liderazgo perdido a raíz del surgimiento de los verdes.
Vale resaltar que no se trataba de partidos políticos en el sentido organizativo de hoy, pues no existía un registro formal de militantes, ni afiliación por preceptos filosóficos más allá de lo que dictaran las circunstancias.
Revoluciones
Pablo Pujols, ministro de Hacienda del gobierno de José María Cabral, afirmó en 1867 que la Guerra de la Restauración bajó el interés del dominicano por la producción y lo hizo más propenso a empuñar el fusil que la azada. Esta vez, se iniciaba un ciclo de ´revoluciones´ extensible hasta el gobierno provisional iniciado en 1879 por Gregorio Luperón en Puerto Plata. Durante este ciclo, los insurrectos actuaban en defensa del partido en el poder, o a favor de quien se le opusiera, poniendo en primer plano sus expectativas personales. Como afirmara Jaime Domínguez, esta tendencia templó su espíritu marcial y sin interrupción fue parte de movimientos sediciosos en busca de la gloria sin que importaran, salvo excepciones, el progreso ni la libertad.
Las ´revoluciones´ eran estimuladas por la falta de un ejército organizado, bien equipado y disciplinado, por los efectos materiales de la Guerra de la Restauración, la dependencia de un Estado proveedor de dádivas, la obsesión de poder de los caciques o líderes locales y, como afirmó Meriño, por el deseo de los calculadores de revueltas por lucro. Ah! no faltó quien dijera en la época, que muchos se unían a las insurrecciones por pura vagancia.
Probablemente, el estímulo mayor para los movimientos sediciosos eran las gratificaciones en dinero o promesas de cargos facilitadores de movilidad social, que ofrecían los partidarios del gobierno y los que pretendían derrocarlo. Estas gratificaciones, según un comentarista de El Nacional (1875?) producían un contento y cien descontentos al instante. Además, el recurso de las gratificaciones y sobornos, al tiempo que fortalecía los liderazgos locales (los llamados caciques) era una de las modalidades de la corrupción oficial.
Efectos de las "revoluciones"
En la obra: Santo Domingo, su pasado y su presente, Samuel Hazard sostiene que las revoluciones que estallaron luego de la Guerra de la Restauración están entre las causas del empobrecimiento del país, pues, salvo excepciones, no obedecían al interés nacional. Estas impedían toda iniciativa a favor del pueblo destruyendo cualquier idea de seguridad, de modo que la falta de confianza disuadía al capitalista. Para él, era difícil resistir las maquinaciones y asechanzas de un tropel de vagabundos políticos preparados para levantarse en armas en cualquier ocasión.
Los efectos devastadores de las revoluciones llevaron al presidente González a pedir en 1874, que se les robaran brazos para darlos al cultivo del café y del algodón. Odien el sable, llegó a decir, y quieran al machete. “El sable los separa de sus familias, el machete los une a ellas. El sable les roba a sus hijos, el machete se los conserva. El sable les causa gastos, el machete se los repara… el machete es el hermano que da fuerza, vida, honra, dinero y consideraciones”. Con sus palabras, el presidente buscaba convencer a los seguidores de Báez para que depusieran sus intenciones de derrocarlo.
El presidente González reforzó la sentencia citada con la iniciativa de crear, en abril de 1875, la Liga de la Paz. Con esta procuraba alejar a los campesinos de las insurrecciones, provocadoras de la prisión y la muerte; y concentrarlos en las labores productivas que garantizaban el progreso. En su apoyo, Luperón expresó en Puerto Plata que era tiempo de que las armas se sustituyeran por la pluma. Tan obsesivo resultaba el tema de la paz, que poco después, al jurar como presidente de la República, Espaillat señaló que gobernaría con maestros, no con militares.
El efecto mayor de las insurrecciones conocidas en el país entre 1865 y 1870 tiene que ver con la sucesión del poder. Cross Beras, Jaime Domínguez, y otros autores, registran veinte gobiernos, la mayoría de carácter efímero. De estos destacan los presidentes José María Cabral y Pedro Guillermo, en dos ocasiones; Buenaventura Báez, en tres; e Ignacio María González, cuatro veces. Con orientación colegiada, se conocieron modalidades como el triunvirato, la junta de generales, el consejo de secretarios de Estado y la junta central de gobierno. Estas siempre daban paso al presidente de su interés.
En conclusión, el carácter levantisco mostrado por los dominicanos era expresión de las pugnas que se daban entre grupos o bandos por el control del poder. En la mayoría de los casos, la insurrección iba contra la providencia cuando las autoridades de turno se sentían amenazadas por los ´creadores de revueltas´, pero no lo eran cuando se intentaba ganar el poder.
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