La tradición poética dominicana ha tenido a la muerte como una imagen ausente de su imaginario. Pese a que es un tema metafísico, o consustancial a la poesía intimista, ha estado alejado de la sensibilidad de los poetas vernáculos, más dados a lo erótico y al amor, a lo social y al compromiso. Acaso se deba al ser caribeño y tropical, más vinculado a la vida, a la vitalidad y al placer.
La poesía ha servido de pretexto o medio para poetizar la muerte de los seres queridos y entrañables. Que el poeta aborde la muerte de su padre o de su madre, suele ser más frecuente. Pero que le cante a un hijo o hija, a menudo, parece ser una motivación infrecuente. En lo atinente a nuestra poesía, el emblema lo representa Domingo Moreno Jimenes (1894-1986) con su canónico e icónico poema de largo aliento: El poema de la hija reintegrada (1934). Se trata de un texto de 31 estrofas, que representa la agonía y la muerte de su hija, fallecida prematuramente. En el poema se aprecia un tomo invocatorio, un monólogo imaginario del poeta, en su tentativa por dialogar con la hija moribunda: el ser que va a morir, irremisiblemente, y que provoca angustia y desasosiego en su espíritu y su conciencia. Se gesta un diálogo silencioso con la infanta muerta y de su tránsito al desprenderse de la vida. El poeta se consuela en el dolor y la pérdida, ante la muerte temprana de su hija, a la que le anhela promesa de eternidad:
“Tu vida fue microscópica, pero grande;
el segundo de tu inexistir, eterno”.
El poeta le canta a la hija agónica, y en su cantar poético, la invoca, en un tono de desolación y tribulación, ante el desprendimiento y la separación del ser (hija) de su cuerpo creador, dador de vida y prolongación de su especie. El padre se confunde con la madre, en la raíz del dolor y la ausencia, como si hubiera sido él quien la parió, procreó o engendró, de la matriz y del seno maternal. Su mundo se vuelve sombrío y crepuscular: el alba se transforma en crepúsculo y la mañana, en oscuridad, en noche sombría.
“! Cómo me alivianas la sombra, al advertir desde
que te dormiste que en mi derredor todo es sombra!”, exclama.
El nacimiento de un hijo o hija hace más sabio y temeroso a los padres y a las madres. También le transmite una nueva visión de la vida y de la muerte, del mundo y de la sociedad, y una moral de la responsabilidad. En cambio, la muerte de un hijo o hija hace al padre o madre tener un aprendizaje del dolor, la pérdida, el duelo y el llanto. Asimismo, un conocimiento de la realidad y la naturaleza como experiencia intransferible de la desaparición y la muerte sin fin del ser amado y añorado. Para William Wordsworth –el poeta romántico inglés–, “los hijos son nuestros padres”, con lo que acaso quiso decir que la lógica se invierte, pues los padres aprenden de los hijos como los hijos de sus padres. Es decir, el nacimiento y crecimiento de los hijos inyecta conciencia a los padres. La frase originaria es: “El niño es el padre del hombre” (“The child is father of the man”). La misma quiere significar, que los códigos de valores que aprendemos en nuestra niñez como experiencias, moldean nuestra personalidad individual y nuestra concepción del mundo. Es decir, nuestros hijos, desde la inocencia, nos enseñan y nos dan lecciones de vida. Así pues, inocencia infantil y experiencia adulta se conjugan y se influyen recíprocamente. Hijo del Padre y Padre del Hijo: se produce una dialéctica entre el origen o nacimiento y la muerte o el fin. El ciclo se cumple; o se cierra. La espiral de la vida se hace sustancia o corporalidad en la prolongación de la especie. Vida y muerte de los padres y los hijos conforman la ley de la naturaleza y la sociedad humana, que motorizan el devenir, la vitalidad y la rueda de la vida. Es decir, la espiral de los tiempos –o del tiempo—expresa o refleja la creación y la encarnación de la estirpe humana y su manifestación en la vida de los hijos y los padres.
El poeta Moreno Jimenes, al experimentar la muerte de su hija, se siente un ser desdichado e infortunado. Y más aún, al ver morir niña y recién nacida, a su hija. Ningún padre quiere ver morir a un hijo o hija. Ni siquiera recién nacido. Según la tradición judeocristiana, los padres, por ley de la vida y dictamen bíblico, están destinados a morir primero que los hijos. De ahí que, cuando muere primero el hijo (o hija), que está destinado a heredarlo y continuarlo, el dolor de la pérdida es aún mayor: sumerge en la oscuridad, la confusión y la angustia, a sus progenitores –y aun cuando la madre muere de parto o cuando la criatura nace muerta. El dolor es el mismo. La nostalgia de lo no nacido o del ser muerto antes de nacer o ver la luz del mundo, también representa una tragedia para los padres, que se hacen la idea o la ilusión de la criatura venida o nacida, incubada –durante nueve meses o menos–, en el vientre materno a la espera del alumbramiento, el aliento de la vida y el llanto del recién nacido. La melancolía del hijo (o hija) muerto (o nonato) nunca se olvida, ni se supera (lo dicen los que han atravesado esa experiencia).
Poema del crepúsculo, no de la aurora. El poeta expresa su desolación atribulada, al refugiarse en el atardecer, no en el amanecer, es decir, en el crepúsculo, antes que en el alba o aurora: se define como “una sombra entre dos crepúsculos”. Así pues, el ser-poético (autor) ve al ser-hija como un crepúsculo que se aleja de la vida, del amanecer, de la aurora (boreal o austral) hasta caer en el abismo de la muerte, del atardecer. Es decir, del crepúsculo sombrío del día.
Como poeta postumista, creía—o tenía la convicción—en una poesía póstuma, postrera, vinculada a la muerte. Solo la muerte es póstuma, y de ahí que su poesía habría de ser comprendida por la posteridad o posterioridad de la muerte. La voz poética interroga a la voz de la hija: se pregunta, pero sin respuestas. Es una conversación de un diálogo de sordos, pues ella mora en el silencio de la muerte, en el abismo de la nada y del vacío de la eternidad. Su voz poética exclama, y su grito se vuelve retórico: un eco hueco y sin respuestas. Ante la experiencia de la muerte de un ser querido y amado, el creyente pierde la fe, a menudo momentáneamente, y la recupera con el paso del tiempo, que todo lo cura y que cicatriza las heridas del dolor y la pena. El hombre de fe, ante la impotencia de la muerte, se abisma en la rabia y se siente culpable: clama por la indulgencia, la clemencia y la piedad del Padre o del dios cristiano, en la tradición judaica y bíblica.
“Y vuelvo a caer en las comparaciones,
¡Oh, hija, cuán subordinado estoy a la vida!”, exclama el poeta.
Moreno Jimenes siente una experiencia confusa, y en esa confusión, duda de la existencia de dios y del bien, pues ve como un castigo divino, como un mal, como una espada de Damocles, su presente y su vida.
¡“Miserable del hombre que osa creer que después
de la sombra la vida es vida”!, grita.
Tras la muerte de la hija, el poeta se sumerge en la sombra de la vida, es decir, de la vida como sombra. Moreno siente, desde su sensibilidad de padre-poeta, como si fuera la madre, no el padre, como si hubiera tenido la facultad o el don de parir. Y, más aún, como si su experiencia fuera única y como si su dolor fuera solo el suyo. De ahí que se ahoga en la perplejidad y el sufrimiento, abatido por la incertidumbre y la carencia de respuesta antes de la experiencia de la resignación. En el instante de la separación padre-hija, de la vida y del mundo de los vivos, el poeta escribe desde su estado de ser: canta y afirma, se interroga y exclama, pero nada lo consuela. Su sensibilidad poética trasciende su sensibilidad paterna y de su condición de padre. Desde siempre, desde que existe la vida, las personas nacen, crecen, se reproducen y mueren, pero la experiencia no solo del morir del otro, sino de ver morir, irremisiblemente, a los demás, y más aún, de un ser cercano (hijo, hija, padre o madre), siempre es un acontecimiento y una tragedia personal y familiar. Pero la dimensión ontológica, que le confiere Moreno a la muerte de su hija, trasciende la esfera del cuerpo, la conciencia y la memoria. Ante su tribulación, pierde la serenidad y blasfema, no tanto por el dolor que siente, sino porque el dolor que él sabe que ella siente, en el proceso de su agonía y muerte. Pero también, su fe cristiana, lo envuelve en el perdón y la indulgencia.
Pese a que Domingo Moreno tuvo poca escolaridad y escasa formación académica, sin embargo, la profundidad de sus reflexiones y la hondura de su pensamiento poético, lo aproximan a hallazgos metafísicos y teológicos, como todo un místico, un filósofo o un teólogo. En efecto, el trasfondo metafísico y teológico de este largo poema revela a un poeta, imbuido de una profunda condición espiritual y mística, en la dimensión de un sabio, un esotérico o un ocultista. El rumano, Horia Tanasescu, en su libro, La milenaria vida de Moreno Jimenes, Lao Tse, el budismo Zen y un poeta dominicano, lo asocia a la tradición budista, por la hondura espiritual de su pensamiento poético. Pese a ser un hombre nacido en la ciudad capital, fue un hombre de pueblo y provinciano, pues su mundanidad como poeta andante, caminante, observador de la vida cotidiana y de los demás, lo sitúan en las coordenadas de un poeta-vidente (como Rimbaud), de un alquimista de la palabra poética, de un poeta de la meditación trascendental. Es decir, un poeta formado en la percepción sensorial y la experiencia contemplativa de la naturaleza. En el fondo, fue un poeta que le sacaba la savia y la sustancia a las cosas del mundo y a la naturaleza de las cosas. Poeta de la muerte y de la naturaleza, intimista y social, Moreno Jimenes deviene en aeda meditador y vate, que convertía la materia de las cosas en sustancia para su obra poética. Acaso sin tanta conciencia de la poesía ni del fenómeno poético, y mucho menos, del lenguaje y la lengua, con sus estructuras, sintaxis, expresión formal y composición verbal.
Al final del poema, el autor arriba a la resignación, con fortaleza estoica, cuando a la hija la visita la parca. Asiste a la experiencia del dolor disipado y mitigado por su condición de poeta con conciencia de la muerte y la finitud. Acaso la escritura del poema le sirvió de catarsis y mecanismo de resiliencia compensatoria ante el sufrimiento y la pérdida, ante la separación real de la relación padre-hija. Dice el poeta:
“Ella es carne de mi vida, flor de mi pensamiento,
cemento de mi alma”.
El poeta Moreno expresa en grado superlativo el amor filial, el amor paterno. Cada estrofa representa un estado de ánimo, un trance, en la evolución del poema, in crescendo, en el proceso de su composición y en su estructura versal. Poema de largo aliento, que refleja la agonía del sujeto poético ante la agonía del objeto poético (la hija), que representa el leit motiv y el centro de gravedad sensible del poema. La hija actúa como protagonista del canto y el ritual, en la ceremonia y la liturgia del poema. El texto se expande, evoluciona y se transforma en panegírico y oda, elogio y homenaje a la hija: se convierte en pretexto y espejo, que alimenta su imaginación poética. Su corpus lírico se transfigura en medio de expresión y mecanismo de ahogo y desahogo, en invocación y evocación de un ser amado, de un cuerpo tierno que acaba de nacer, pero que va a morir sin la experiencia del mundo y sin vivir la felicidad y el placer, que depara la existencia terrenal. Es decir, el poeta escribe el poema como testimonio y testamento de su vida como padre que ve morir a su hija, en medio de la agonía, la desolación y la impotencia.
El poeta-autor, desde su yo poético, abandona su yo biográfico, su identidad: se despersonaliza, se arma de valor y de fuerza, y se asume como hombre mortal, ya no como padre desolado por el dolor de la muerte. Así vemos, como colofón, que dice:
“—No seas padre; sé hombre,
Sencillamente.
¡Gira tu vista a tu derredor
Y que tu amor a una abstracta Humanidad,
No te haga olvidar jamás de que eres hombre!
El poema concluye en diálogo, monólogo y exclamación. El poeta, apelando a una visión visionaria, a una concepción teológica y místico-cristiana, reivindica su condición de hombre, su naturaleza ontológica y existencial, ante su imposibilidad para explicar el misterio y el enigma de la muerte. Al asumir su faceta humana, el poeta deja de ser el padre y se transforma en hombre, en figura de carne y hueso, con sus debilidades, defectos y taras. Divaga, medita, duda, calla, canta, interroga, exclama, como un ser común: asume la sensibilidad de la persona humana. Es decir, de un ser telúrico, mundano y ordinario. Sin embargo, hablan su sensibilidad y su imaginación, permeadas por su lectura bíblica, su cultura teológica y su experiencia vital de hombre de la tierra, contemplador de la naturaleza y visionario de los matices de la vida cotidiana, del paisaje humano y natural. Moreno anhela, tras la muerte de su hija, reintegrarla a la tierra, a su ser, a su seno paterno y materno. O acaso a la vida prenatal o a la vida eterna. Al origen de la vida o a la nada.
Basilio Belliard en Acento.com.do
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