"Pues, la guerra impacta la identidad individual, llevando a los personajes a enfrentar sus realidades y buscar en el caos la autenticidad". Richard Rosario Félix. (Acento, 19/01/2025)
"Tú puedes abrir cualquier libro de un existencialista prestigioso como Camus, Sartre, Simone de Beavoir, y te vas a encontrar que cuando un personaje abre la boca, desde el punto de vista existencial es un personaje filosóficamente situado". Andrés L. Mateo. (Eugenio García Cuevas, Literatura y Sociedad en los Años Sesenta, 1998)
En 1980, en el principio de la llamada década perdida, sale a la luz la novela "La otra Penélope", del destacado poeta, novelista y crítico literario, Andrés L. Mateo (Santo Domingo, 1946). La República Dominicana, vivía su paso de la represión a la democracia, con los conflictos económicos, sociales y partidarios que esta transición llevaba consigo en la mayor parte de los países de América Latina.
En la radio sonaba el merengue "La tuerca", de la autoría del compositor dominicano Luis Kalaff (1916-2010) el cual era interpretado por la orquesta "Los hijos del rey", y bailado por todo el dominicano que lo escuchaba.
En 1981, a la novela le fue otorgado el Premio Nacional de Novela y fue reconocida por la mayoría de los intelectuales dominicanos como una verdadera obra maestra escrita por un joven Andrés, que a la sazón contaba con tan solo 34 años.
En "La otra Penélope", Alfaguara, 2011, tercera reimpresión, mayo 2013, donde los personajes no son tantos; pero, perfectamente definidos, está "Álvaro Pascual", un excombatiente de la guerra de Abril del 1965 y compañero del protagonista y narrador de la historia "Feliz Marcel". En él, Álvaro Pascual, está concentrado todo lo que a nosotros, como seres humanos, nos compone: un poco de filósofo, de poeta y de loco.
Al realizar su obra, el hoy Premio Nacional De Literatura 2004, imprimió las huellas de un ser complejo, en este personaje que no escapa a la atención del lector. El argumento gira hacia otros personajes. Sin embargo, éste ha capturado mi humilde análisis.
El autor, lo retrata como todo un filósofo de la antigüedad, con su retórica, con su forma de llevar su dialéctica a los oyentes en aquellas grandes plazas y terrazas de la antigua Grecia:
"Pensé en el sábado que lo conocí en el bar Roxy, donde todos acudíamos después de la guerra. Gesticulaba encima de los demás, hablando en la plenitud embravecida de todo lo que no quería admitir. Yo también había participado en la guerra, y de entrada, me pareció grotesca esa necesidad de recurrir al pasado y descansar en él, hasta que nos fuimos habituando a su misterioso agravio, a su reinado, al estado de ánimo que lo llevaba a ofender y golpear por sorpresa". (Pág.79)
Su forma de actuar lo asemeja a un gran maestro que extiende su mano a toda aquella persona que lo sigue como a un líder:
“Entonces Álvaro Pascual me extendió una mano indiferente y repitió con paciencia el mismo rictus que devolvería siempre enlazando a un enojo, a una casualidad, a la cúpula de candor y extrañeza que le concitaba todo lo que lo turbaba. El mismo rictus que atravesando terrores se perpetuaba en la muerte, agotando todas sus preguntas". (Pág.79)
Estudiaba la condición humana. Su expresividad, le permitía emitir juicios sobre cualquier transeúnte que pasaba por la ciudad. La Ciudad Colonial era su "Mileto", lugar donde las culturas se juntaban entre comercio, arte, bebentina:
"-Nosotros sabemos que sí, que está maldita calle es símbolo de nuestra perdición, la túnica de la hipocresía codificada-. Lo pensé en el mismo momento en que Álvaro dijo que la gente caminaba por la calle El Conde como buscando una frase de Consuelo en las vidrieras, y lo dijo sin estallido -que era su manera habitual de decir las cosas-, con el vaso de cerveza en la mano, apuntando hacia la bestia lenta de la multitud que mirábamos ir y venir desde una ventana de vidrio del bar Roxy. Para confirmarlo, una mujer mintió dulcemente, besando a otra en la mejilla, y despidiéndose varias veces con disculpas, alzando un hombro y aleteando una mano sin que una pizca de fraternidad le pueda hacer atribuida.
-Total- murmuró Álvaro-, todo es mierda, estamos vacíos". (Pág.29)
Perspicaz, cual Sócrates o Platón, sus máximas y diálogos calaban entre sus compañeros y su forma de compartirlo era fuerte e impertinente, tan impertinente que parecía lo contrario:
"¡Oh, Dios, esta calle es nuestro refugio, nuestra perdición! Todavía con la mano en el vaso de cerveza fraguó un esfuerzo que se hizo rictus en el rostro, ayudándose en la expresión distraída con la oscilación del líquido que seguía con la vista, mientras clavaba sus ojos en la mesa". (Pág.30)
Y su retórica sigue. Define la muerte o no. Define la vida o no. La palabra, la historia, la ficción, lo real, lo presente:
"-No es una palabra, es la muerte. Dura y cotidiana. Alguien apretó el gatillo y los borró de la vida; sí, pero yo estoy aquí tranquilo y puedo creer en cierto poder libertador; él mira el cielo y lo ignora porque está loco; esa muchacha entra y sale de su canción rotosa y cursi con su cara doblegada por el llanto. ¿Culpables? No hay fiesta aparte, amigo, debías saber que después de ciertos acontecimientos ya no hay historia individual. La jode, tampoco tú estás equivocado". (Pág.34)
Pero ese indómito filósofo. Ese incurable rebelde, también tenía algo de niño. Algo de poeta, dueño de una sonrisa inocente y dócil:"Busqué un día, retrocediendo en la memoria, en que Álvaro sonreía mirando hacia nosotros como un niño pensativo. No había hablado, reía con el candor y la malicia de los hombres nostálgicos, pero como un niño que mirara hacia un techo rojo oprimiendo una planta. Presentí, ese día, que todo lo que él había sentido en la vida estaba revoloteándole alrededor de esa risa. No le estoy explicando, sentí que era no encajar en la vida lo que le contorsionaba el rostro". (Pág.89)
Sus dotes de vate. De declamador empedernido, lo deja al descubierto al dirigirse a una fémina que llega. Una musa que lo hace componer, a su entender, la más bella de las poesías:
“-Ya apareció una brizna -dijo Álvaro; le sonrió, le acarició el pelo, se viró eufórico para llamar al mesero; sonó los dedos y el mesero vino y se fue-. Te llevaría en la solapa como una rosa, muchacha, prendida mi ojal para besarte los párpados. Justo ahora, cuando Feliz Marcel y yo casi empezábamos a aceptar, sin decirlo, que esta sesión era un fracaso, te apareces tú como la única brizna de lealtad. Gracias chiquilla, recién empiezo a conocerte". (Pág.37)
Presente como el aire, Álvaro Pascual gravita en la mente del protagonista. Imagina lo que pensaría, lo que diría ante cualquier tema que se le planteara, porque era un filósofo, un poeta:
"<Creo que no he comprendido nunca; a pesar de los hoteles de chinos y la algarabía; a pesar de esta noche y de las frases. Sátiras del amor, la vida pesa más>, pensé, creyendo que así pensaría Álvaro Pascual, si le dijera, si considerara mi papel de amante en desbandada, con su decorado, parlamento y tramas, desde afuera, como un espectador". (Pág.48)

El autor de "La balada de Alfonsina Bairán", va transformando a Álvaro Pascual de una forma radical. De pronto, al que se le consideraba un pensador, amante de la retórica y de firme y fuerte histrionismo, es ahora un personaje envuelto en la locura. Con trastornos delirantes, psicóticos y paranoicos. Álvaro, ahora, es prisionero de la mente y del entorno posguerra que lo rodea por todas partes:
"-Yo soy joven, no estoy obligado a pensarme. Pero si me pienso sé que estoy muerto. Todos los días cae uno de nosotros; puedo entonar los ojos mirando al río, pero no puedo dejar de pensarme. ¿Entienden? Mangá fue un combatiente. Su padre es un desabollador de carros que tiene un taller en la calle Enriquillo. Era casi un niño, pero cuando las tropas norteamericano entraron a saco en la Ciudad Colonial, se enroló como combatiente. Ahora lo saquen al hospital y lo asesinan. Es por eso que si me pienso sé que estoy muerto. Nos están cazando como moscas. ¿Entienden?".(Pág.62)
Entre un rostro que se divide entre risa y llanto. Con sus ojos llenos de miedo y valentía al mismo tiempo. Álvaro cae como un loco, como uno más de nosotros:
"-Me sigue. Me ha seguido a todas partes durante el día. No soporto sus ojos felices y creo que temo ahora como un cobarde". (Pág.63)
Y continúa:
"- Feliz Marcel-dijo. Todavía tenía las puntas de los dedos agarrada al cuello de la camisa, y me acerco un poco más hacia él, la mirada en atención examinando la cara-. Voy a salir por esa puerta. Ese hombre se parará y saldrá tras de mí. Ustedes no se preocupen porque pienso burlarlo. Luego iré a tu habitación de la pensión, tengo que hablarte". (Pág.64)
Es así, como este personaje creado sabiamente por la pluma de Andrés L. Mateo, nos hace mirarnos al espejo, y ver en su reflejo a un filósofo que piensa; a un poeta que canta, y a un loco que, como a un Álvaro Pascual y a un Feliz Marcel, espera que le derriben la puerta.
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