I
La emersión en 2007 de Candela, la segunda novela de Rey Andújar (Santo Domingo, 1977), fue un golpe de efecto en el escenario literario del Caribe hispano insular. Era el tablazo de una ficción rebelde: la transgresión a la habitual corrección política de muchos novelistas dominicanos; la libertad urbana de su discurso, heredero de los organigramas novelísticos del Boom y proyector de la oralidad dominicana, y la gracia de su prosa sabia, sardónica y trágica se combinaron para la compostura de una gran obra, que resultó seleccionada como una de las mejores novelas del 2009 por el PEN Club de Puerto Rico, ha tenido nuevas ediciones con la editorial española Alfaguara en 2008 y la argentina Corregidor en 2020, fue llevada al cine por Andrés Farías Cintrón en 2021 y permanece como un hito en la literatura dominicana del siglo XXI.
Las páginas iniciales de la novela Candela son intrigantes y veloces: inequívocamente testimonian la anatomía temprana de un programa narrativo tramado muy a conciencia: su orden formal, su atmósfera psicosocial, su constelación de personajes sin suerte aparecen sin dilación, in media res, en un paisaje cataclísmico, burocrático y fúnebre.
Los primeros dos párrafos son aparentemente unívocos; convidan al lector a asomarse, confiado, a un hecho desnudo, atractivo para la curiosidad, pero sin trucos: la escena de un crimen. Sin embargo, en la medida en que la novela avanza, cobra una luz distinta el nivel de realidad y las informaciones sobre los personajes ofrecidas allí. La cuidadosa elección de lenguaje que tuvo el autor posibilita que la primera página luzca clara y estimulante para continuar la lectura, aunque luego se verá que cada pista es ambigua.
Concurren, en este sólido inicio, tres tiempos verbales de la historia: presente, pretérito y futuro. Coloco en mayúsculas los verbos que cartografían esa ruta de temporalidad:
«Mientras el chorro de sangre negra que se DESLIZA por la cuneta LLEGA a la alcantarilla, el teniente Imanol Petafunte RECUERDA, entre otras cosas, el aguacero, la tarde oscura derritiéndose en el azaroso calor, cuando de repente la lluvia, con disciplina militar, EMPEZABA a caer desde un cielo nublado y negro como una pesadilla. El teniente no PUEDE evitar la nostalgia generada por el agua brevemente iluminada por las luces de neón. TRATA de mantenerse sereno aunque sabe de antemano a lo que TENDRÁ que enfrentarse. Entre los curiosos, un cadáver en el pavimento».
«Petafunte pregunta por el médico legista […]». (p. 13)
El empleo de la prolepsis, esto es, la anticipación de un evento posterior, resultará imprescindible para seguir el decurso de la historia. Con este recurso, que se repetirá bastante, se establece, además, un tono que será perseverante: violento y sistemático dramatismo, casi sin tiempo para escarceos abstractos. No podía ser de otra manera en el Santo Domingo sin pausas, siempre amenazado por el cielo y el viento, donde transcurre la novela.
II
En uno de sus últimos ensayos, La gran novela latinoamericana, Carlos Fuentes intuyó, con su lucidez habitual, que la noción de novela que rigió en el siglo XIX —y hasta Proust inclusive— había perecido con Kafka por dos razones inexorables: por un lado, al personaje tradicional de la novela, de cuya descripción física, psicológica se atiborraba exhaustivamente al lector, lo habían agotado, entre otras, las virulentas escuelas realistas del sociologismo, el naturalismo y el psicologismo. Asimismo, debido a «la historia de nuestro tiempo: historia de crímenes cometidos en nombre de la felicidad y el progreso, que vació de contenido las promesas del humanismo renacentista, del optimismo dieciochesco y del progreso material de los siglos industrial y postindustrial». La llegada de Kafka connota un inédito no saberlo todo del personaje, una carencia helada de información sobre su pasado, sus motivaciones, su aspecto, porque así ha devenido el mundo, huérfano de toda certeza. Entonces, un personaje no es ya una criatura fija en la taumaturgia del novelista, sino la expresión de una posibilidad del Ser, una vida potencial entre todas las vidas imaginables, un minúsculo, sorpresivo, movedizo barro de existencia, con el atributo de representar, no de encerrarse en la univocidad, la denotación, el monolitismo. Kafka, Becket, Cortázar manejan, más que personajes, figuras pasibles de convertirse en arquetipos: «Este sentimiento de la figura misteriosa, inacabada, nacida de la ruptura del personaje tradicional y sus signos; esta figura en estado de génesis o metamorfosis, es una de las realidades de la literatura contemporánea», dice Fuentes.
En efecto, la obra de Cortázar es altamente referencial en el tratamiento de «figuras» y «coágulos», de los que, además de los enfoques de los críticos, hay abundantes declaraciones suyas. El coágulo cortazariano, conforme a académicos como Jacob Steinberg, es la acumulación dispersa y veloz del material que acude a la conciencia del escritor previo a la escritura, las ideas fragmentarias que luego pueden adquirir una forma concreta y no otra en el texto, a través de los personajes, el ambiente, las escenas. Este «primer paso en el proceso de la escritura», «momento en el que nace la posibilidad de una articulación lingüística que después se convertirá en narrativa» es una suerte de estadio psicológico o actitud espiritual; algunos enfoques teóricos lo vinculan, por tanto, a la «inspiración» como se entendía en la tradición romántica; ahora bien, lo explosivo es que esas disyuntivas de la inspiración o coágulo son presentados en directo por Cortázar como experiencia de sus personajes dentro de muchas de sus creaciones: entre otras, en la novela 62 modelo para armar y en el cuento «Continuidad de los parques». En Rayuela es un coágulo la escritura del siempre vacilante e insatisfecho Morelli. En esa novela las figuras descritas por Fuentes se realizan, se materializan en personajes que conforman un conjunto, que se congregan en una sola entidad, aunque aparezcan con identidades distintas; se alimentan el uno del otro, se reflejan, se proyectan: Horacio-Traveler y Talita-La Maga. «Cortázar se da perfecta cuenta —dice Fuentes— de que el psicopersonaje del realismo ha muerto, […] maneja figuras, no personajes ni arquetipos, pero a sus figuras les da su verdadero poder, que es el poder de devenir, de estar siendo, de no acabar. Esta es la definición misma de la figura, en proceso de metamorfosis, siendo, estando, privada de su conformación tradicional». No cabe dudas de que la historiografía literaria del siglo XX nos remite a muchos autores y movimientos de vanguardias novelísticas —rabiosamente opuestas al dogma realista del siglo XIX, cuya nómina no abarcaremos aquí—, pero sí es pertinente referir el afán de dislocación o supresión de la lógica espacio-temporal, la racionalidad morfosintáctica, la perspectiva del individuo como ente indivisible y la conexión ordenada de causas y efectos, que es tan característico en la metamorfosis de la novela —y de otros géneros literarios como la poesía y el teatro— durante el siglo pasado. Estos cambios repercutieron en el estatuto epistemológico de los estudios literarios. Voces teóricas como las de Umberto Eco en su Obra abierta, y de Gérard Gennette en su trilogía Figuras desentrañan este fuego de mudanzas violentas que, en nuestros días, no se apaga, y cuyo extremo, en el oficio de narrar, fue quizás la utopía objetivista del nouveau roman.
III
Una figura es precisamente Lubrini, el enigmático personaje medular de Candela, un gran delegado de la renovación —sin cesar, mundialmente, desde Kafka, y matizada, en América Latina, con las ficciones del Boom— de la novela como espacio artístico que invoca el propio vértigo de la historia contemporánea.
En esta novela dominicana las relaciones forjadas entre los personajes son las que indican quiénes ellos son, no ellos por sí mismos movidos por fuerzas introspectivas o por el peso de su subjetividad. Esto último no ocurre. Lo esencial es el lazo que los abarca, tanto por quiénes son unos en las vidas de los otros—hermanos, compañeros de trabajo, amantes, esposos, padres e hijos, etc.— cuanto por encontrarse personalmente o por aludir unos a otros —esto les da vida; el ser nombrados los hace existir—. La novela responde a un formato de desplazamiento constante de sentido y de clave alegórica, en el que un personaje puede mutar de un pasaje a otro para adquirir parte de las características de otro personaje. Como son figuras, no responden a individualidades inamovibles, sino a vínculos entre los sujetos mediante condensación, asociaciones, repetición de acciones, recuerdos nostálgicos a veces injustificados (como de lo no vivido), el encontrarse casualmente, el no volver a verse, el ser criaturas pasajeras en las vidas de los otros, un constante llegar al otro sin ser esperado, una inexpugnable mezcla de existencias fragmentarias. Las relaciones suelen ser obsesivas, hedonistas, intensas, súbitas, hostiles y trágicas. Obra caleidoscópica, Candela, segunda novela de Rey Andújar, entonces frisando los treinta años, nacido un día siete del año setenta y siete, como el teniente Petafunte (p.134); Candela, invocación de una costura de sueños (los personajes sueñan bastante y sus sueños son actos creadores), estallido del español normado y de las presencias estáticas. Más que describir almas como proyectos divididos, delimitados, los personajes funcionan como temas.
A primera vista, en la superficie las páginas de Candela responden al prototipo de novela policial y se desenvuelve con un esquema ordenado: Renato Castratte golpea a su amante Sera Peña Blanca, celoso porque se entera de que ella va a casarse. Ella lo mata de una puñalada y, para simular un suicidio, lo lanza del apartamento. El teniente Imanol Petafunte investiga el crimen, pero a nadie le interesa la verdad, ni a la familia del occiso, y Sera, rica, soborna a la policía. El teniente, que vive en la miseria, recibe su parte, aunque es acosado por dilemas morales. Luego va al apartamento de Renato y allí se encuentra a Gustaff Castratte, hermano del muerto, y le cuenta de sus dudas sobre el supuesto suicidio. Sale con Gustaff, se toman unas cervezas en la Zona Colonial y, frente a la Catedral, se encuentran con la boda de Sera con Luciano L. Maravilla. Gustaff se marcha y el teniente se queda desconcertado porque aquella mujer se salió con la suya. Finalmente, en una redada, el teniente muere por una bala desconocida.
Candela, la prostituta cuyo apodo da título a la novela, es un personaje más bien secundario en esa trama policial; apenas participa como un aliciente para el teniente en el burdel, donde este llega queriendo despejar la mente. Pero la fuerza metafórica de Candela radica en quién es ella en relación con Lubrini, en el Misterio que la posee y en su origen haitiano.
Opera también en un orden realista, comprensible el pasado que se cuenta de varios personajes como el teniente, Candela, Renato, Gideón. Si se leen esos pasajes de forma aislada podrían ser cuentos; los personajes tienen una interacción libre de hermetismo. Incluso el oscuro Lubrini, el personaje más importante, tiene un pasado que se presenta más o menos diáfano: tomaba clases en el Conservatorio (p.34), igual que Gustaff, su amante; publicó tres libros de 500 ejemplares, fue hospitalizado en una clínica psiquiátrica. El doctor Macoserio Tarántula es su última esperanza. Va a la casa a pasar sus últimos días. Entonces es visitado por Candela. Vive con Doña Caridá, el Coro de las Mamasijaya y el padre anodino, familia destinada a los antidepresivos (p. 33). El diagnóstico del doctor Macoserio Tarántula recupera el ludismo, la vaguedad, la poesía, el Misterio, la figura: «Lubrini no era una persona, todo Lubrini representaba solo un músculo caprichoso, uniforme» (p. 33). Percibidos, en cambio, los pasajes como una totalidad en la novela, veremos el entrecruzamiento de identidades en los caracteres. La desviación de identidad se produce como un salto de una circunstancia a otra, de un tiempo a otro.
Lubrini escribe y entonces la novela Candela existe. Lubrini es el autor de un relato en primera persona de la infancia de Renato Castratte. Se cuenta cuando su madre lo llevó de pequeño a La Vega a conocer su padre, pero no lo encontró y dejó al niño por dos semanas con la familia del padre, al cabo de las cuales lo enviaron solo de regreso a Santo Domingo, donde se entera del deceso de su madre. Este relato, que puede ser un fragmento de una narración mayor, está titulado Promesas a Marisol Pendiente (pp. 41-46) —el asesinato de Renato es el telón de fondo de la novela Candela, es su legitimación aparentemente realista—. Ahora bien, Candela narra que, en la última conversación, bastante tensa, con Renato, su hermano Gustaff le preguntó por Lubrini (y por Candela). Es decir, los hermanos Gustaff y Renato, personajes inventados por Lubrini, hablan sobre el autor de ellos como si él los acompañara en el mismo nivel de realidad. En la página 68 Candela y Lubrini aluden a la muerte de Renato. La reacción de Lubrini es de ira, como si no hubiera querido matar ese personaje suyo, sino otro, y Candela se lo reprocha al decirle «A la verdá que tú eres un caso serio» (en la República Dominicana esta expresión es una reprimenda). Es interesante advertir en ese diálogo que Lubrini no dice que Renato fue asesinado, sino que «Cayó explotado como una guanábana» (p.68) Esto contradice el relato del asesinato con el cuchillo en la página 49. Una vez más, no hay una verdad en la novela, sino posibilidades en la escritura de Lubrini. Después vemos que Gustaff visita a Lubrini, con quien tiene un romance. Más tarde, cuando Lubrini desaparece, La Buela encuentra una carta de él para Gustaff, con dedicatoria a Candela (p. 127). Los personajes que Lubrini crea no son esclavos del texto; lo trascienden, participan, con importancia capital —y trastocándolo severamente—, del nivel de realidad de su autor. En la página 130 el teniente «se llena del pavoroso deseo de encontrar la bala que acabará con toda esta vaina», lo cual parece una referencia metatextual a su destino como desenlace de la novela.
Cuando, al iniciar la novela, la sangre corre, el teniente recuerda y aparece el cadáver en el pavimento, ya estamos ante una figura de identidad múltiple, figura que se disfraza de personajes posibles y actuales, entrando y saliendo de contexto como si nada. El cadáver es difuso, puede ser el uno y el otro: el teniente o Renato. La página 134 se une con el inicio de la novela en una repetición del «chorro de sangre negra que rodaba por la cuneta hasta llegar a la alcantarilla», esta vez cuando muere claramente el teniente.
Para mayor claridad en las páginas siguientes, presento el listado de figuras:
1: Figura teniente Imanol Venancio Petafunte de Todos los Santos-Renato Castratte-Gustaff Castratte.
2: Figura Lubrini-Candela-Sera Peña Blanca-muchacha flaca sin nombre.
3: Figura La Buela-Doña Caridá.
4: El Coro de las Mamasijaya.
Visto el listado de figuras y personajes, podemos establecer un detalle de las similitudes en sus características y sus destinos que les aúnan. Algunas semejanzas son más evidentes, otras más subrepticias. Empezaremos con el Imanol Venancio Petafunte de Todos los Santos y el occiso Renato Castratte, cuyo asesinato se investiga, y seguiremos explorando sus rasgos afines con Gustaff, para abarcar esta figura tripartita.
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