Que el hombre mestizo haya experimentado un nombre impuesto, David, extraño a su lengua materna, y acorralado, además, por el apellido, Stevenson, entrambos procedentes de su padre adoptivo, en tanto el éxodo forzado, en el contexto del robo de la historia, desde una isla ocupada, Terra Australis, a la otra ínsula que él nombraría Topacio, representa, apegado a los enigmas existenciales y ontológicos, la metáfora de los desplazamientos forzados, el despojo identitario y, por consiguiente, los traumas y secuelas harto sicológicas intimadas por la colonización execrable.
En efecto, Ana Almonte, autora de la novela Luces de Alfareros, plantea esa constante histórica, hoy más presente que nunca, de las huidas, expatriaciones, traslados y despoblaciones producto de la enfermedad del poder y sus angurrias, glorificadas por la violencia y el dominio, “intolerancia”, protagonizados, en el capítulo “La vida en práctica y teoría”, contra los pueblos originarios, y a quienes los aussies invasores, a diario, desaparecían de este mundo. Acaecimientos atestiguados por la señora Ágata Fletcher, la madre piadosa que junto a varios sobrevivientes y su esposo, Roland Stevenson, derramó lágrimas ardorosas presenciando la crueldad manifiesta de los colonizadores.
“En Australia, los niños aborígenes eran separados de sus padres y vendidos como reses para que sirvieran como esclavos dentro de las familias terratenientes, dueñas de grandes acres, dispuestas para las siembras y ganado vacuno. Pero lo que más extremó su frustración fue el incendio de varias familias dentro de sus aldeas en manos de hombres blancos, asesinando mujeres, ancianos y niños”.
Precisamente, en ese fatídico escenario, la consagrada Ágata, impulsada “por una especie de amor incondicional” con destino a esa cándida gente, tomó entre sus brazos a un niño, “asustadizo”, que había quedado huérfano, y con la anuencia de su esposo arrógase su amparo “para ambientar [su vida conyugal] con una dosis de regocijo.” Pasado el tiempo, el joven David Alphonse Stevenson, biólogo igual a sus progenitores adoptivos, abrazaría, ya hombre, de vuelta a Australia desde Inglaterra junto a su familia de acogida, algunas preocupaciones vinculadas al “origen de la creación”. Asimismo, aventajado crítico de la siniestra concepción civilizatoria, no obstante “todos los privilegios de un niño acomodado” y de “costumbres de un intelectual citadino” en su adolescencia.
“Asiduo a las Sagradas Escrituras buscaba, entre la espiritualidad y la ciencia, la verdad sobre la composición celular. Lo mismo hizo con la astrología y la alquimia. La tierra, el agua, aire y el fuego no podían ser el resultado de algo que habría venido de la nada. Quería entender por qué las constelaciones eran tan parecidas a las genealogías humanas.”
Y es que para David Alphonse Stevenson, debajo de sus “interrogantes y desafíos en torno al bien y el mal” se ocultaba todo un pensamiento no solo asociado a “las teorías”, sino igualmente a tenor con la materialización, “de acuerdo a [su] propio andar asumiendo lo que realmente [observa]”, relativa a “La vida práctica”, entorno circundante: mísero ensamblaje, indescifrable, del ánima y el cuerpo.
“¿Acaso pedí nacer con un color de piel diferente? Venir de una población de razas diversas, a los que los demás llaman blancos, negros, mestizos o amarillos, y maten por el solo hecho de no pertenecer a su grupo étnico o seguir sus fundamentos, filosofías, religiones y doctrinas. ¿Por qué tanto odio entre un humano y otro?
Ante ese panorama de “debilidades y miedos”, Alphonse Stevenson decidió ponerse a prueba viajando por el continente asiático, “totalmente desconectado de todo lo que pudiera llamarse modernismo”, en búsqueda de la “sabiduría” consagrada tanto en los libros sagrados como en el pensamiento filosófico de los sabios legendarios.
“Interactuaba con grupos diversos a quienes solo les importaba sembrar el bien, limpiar enfermos, alimentar hambrientos, en cada valle de sombra y de muerte, un mensaje de esperanza”.
Mas, su verdadero “despertar de conciencia” sobrevendría al contemplar, a su regreso a la isla invadida, a un hombre blanco, “caucásico”, maltratando a una mujer aborigen, hambrienta, en un mercado y a quien los blancos habían confundido, por su aspecto físico, como una hurtadora de mercancías, aun cuando la indígena, llorando, imploraba perdón en su dialecto. Escenario éste donde Alphonse entró en razón figurándose a sí mismo como “un esclavo libre”. Además, “…siempre sería visto como el indígena letrado acogido por una pareja de aristócratas. Usaba finas colonias, ropas de seda, buen auto; pero era, a la larga, otro mestizo despreciado”.
He aquí, ante susodichas circunstancias, cuando el noble huérfano, finalmente, su “dignidad manchada”, se rinde a la razón en virtud de la realidad que vio y palpó de sus hermanos de linaje.
“…la extrema pobreza los sacudía sin un ápice de misericordia…no había centros sanitarios ni agua potable, los pozos estaban vacíos; todo lo que halló: gente que moría con enfermedades intestinales echadas en calles polvorientas. Niños hambrientos, desnutridos. Jóvenes y viejos con los semblantes al piso, culpa de una época que, posiblemente, les había arrebatado el deseo de vivir”.
De ahí que el joven Alphonse pasara de “la ingenuidad a la perspicacia, de la teoría a la práctica”, con la finalidad inmediata de llevar a “las poblaciones densas de aborígenes, el optimismo y la alabanza.” Dados sus cuantiosos recursos heredados de sus padres y su generosidad y desprendimiento, “se involucró en la construcción de hospitales y escuelas para que [sus semejantes] no perdieran sus costumbres, lenguas diversas e incentivo a su gente a que se ganara la vida con la pesca en el área agrícola.”
Pero como las masacres en contra de las familias indígenas nuevamente se habían intensificado, ya en la “soledad piadosa” de sus vivencias y guiado por el “Dios supremo” que percibía, Alphonse Stevenson, “hasta un día en que [sus] fuerzas mermaran”, se desplazó con sus partidarios, de “aquel continente [australiano] marcado por la desigualdad”, a la isla Topacio, “renacer”, donde, restituido a sus orígenes e identidad como Papá Yobo, “guía” en dialecto taquidí, fundaría una comunidad rozagante en la que Dalsy Dabrowski había encontrado resguardo, pero de la que ahora, tras meses sobreviviendo en estas bienaventuradas tierras, la rica heredera de una gran fortuna, “entrecejo fruncido…ojos nostálgicos…distraída”, ansiosamente las abandona.
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