“La civilización no se salva con discursos, sino con conducta.” José Ortega y Gasset
Dedicado a todos los dominicanos que aún creen que la honestidad no es una rareza, sino un deber.
El país sin cauce
En estos tiempos en que la desconfianza se ha vuelto idioma común y la ley un papel que pocos leen y menos cumplen, urge volver al respeto que da forma a la libertad.
En la República Dominicana hemos confundido la libertad con la impunidad: el derecho a hacer sin el deber de responder.
La ley, ese acuerdo invisible que sostiene la convivencia, se ha vuelto ornamento de discursos: se cita cuando conviene y se ignora cuando estorba.
Y cuando la ley se convierte en adorno, el alma de la nación se enferma. De ahí brota la corrupción que corroe instituciones, conciencias y sueños.
La ley como raíz de la convivencia
“La cultura no se improvisa; es obra de generaciones que aspiran, trabajan y se disciplinan.”—Pedro Henríquez Ureña
La ley es disciplina interior que moldea el carácter de los pueblos. No es obstáculo: es cauce.
Donde no hay norma, reina el capricho; y donde reina el capricho, la libertad se deforma.
Cumplir la ley no es someterse, sino reconocerse parte de un orden moral que protege a todos.
El ciudadano que la cumple por conciencia —no por miedo— eleva el espíritu del país.
La ley, cuando se vive, educa. Nos enseña a convivir sin herirnos, a entender que mi derecho termina donde empieza la dignidad del otro. Respetar la norma es una forma de amar.
La ley auténtica no nace del miedo al castigo, sino del amor al orden justo: recordatorio de que no todo lo permitido es digno, ni todo lo legal es moral.
El país sin consecuencia
Vivimos en una república donde la infracción se ha vuelto costumbre.
Todo comienza con promesas de campaña que nadie cumple y termina con la corrupción que todos toleran.
Las leyes de tránsito son papel mojado; los motores cruzan en contravía, los semáforos son sugerencias y los guardianes del orden miran hacia otro lado.
Las bocinas rugen, las mentiras oficiales se multiplican y las propinas sustituyen la justicia.
Pero el desorden más grave nace del alma permisiva que ya no teme la sanción.
La corrupción no es un accidente: es la consecuencia directa de la ausencia de castigo.
Cuando el funcionario no teme la ley, deja de respetarla.
Los que juran servir y terminan sirviéndose; los congresistas que legislan para blindar privilegios; los empresarios que se enriquecen de las grietas del sistema: todos son el espejo de un país donde el éxito se mide por la trampa y el “tigueraje” se celebra como talento nacional.
De los que saquearon la nación nacen los que hoy caminan erguidos, olvidando el origen de su fortuna.
El delito envejeció con prestigio, y mientras no se le nombre por su nombre, seguiremos presos del cinismo. Cuando la corrupción se hereda, la vergüenza desaparece.
La lección de Singapur
Singapur comprendió una verdad elemental: no hay progreso sin orden moral.
Allí, la ley no es castigo, sino orgullo.
Nadie ensucia la calle ni desafía un semáforo porque hacerlo sería traicionar algo más grande que el miedo: la dignidad compartida.
No fue la riqueza lo que los transformó, sino la voluntad. La disciplina se volvió cultura, y la cultura, prosperidad.
Mientras en Singapur la vergüenza social es justicia, aquí la impunidad se disfraza de astucia.
Allí el orgullo nace del cumplimiento; aquí, de la trampa. Por eso el progreso no nos alcanza: aún no entendemos que la moral también produce riqueza.
Cómo recuperar el respeto
El respeto no se impone: se siembra en la conciencia, con régimen de consecuencias para todos.
Comienza en el hogar, se cultiva en la escuela y florece cuando el ejemplo viene desde el poder.
No hay ley que eduque si el ejemplo contradice su palabra. Un presidente que respeta la norma enseña más que mil discursos. La autoridad no se impone: se gana con conducta.
No bastan leyes justas si quienes las encarnan viven de su excepción. La educación cívica debe volver al corazón de la nación.
Así como se celebran las obras materiales, celebremos cada gesto de civismo, cada maestro que enseña respeto, cada ciudadano que honra su palabra. Reconstruir la ley es reconstruir la conciencia del país.
La ley como reflejo del alma nacional
No soy jurista, pero sé que sin ley no hay patria, solo territorio. La ley es respiración del orden y espejo de la conciencia pública.
Un país que respeta sus normas no necesita más policías, sino más ciudadanos con sentido del deber. El respeto verdadero no se impone: se inspira. Y solo una nación que se respeta a sí misma puede llamarse libre.
La patria interior
Algún día, cuando el ruido se apague, la historia no nos juzgará por las obras que hicimos, sino por la honestidad con que las levantamos.
Los pueblos que perduran no son los que más leyes tienen, sino los que más las honran.
Porque la ley, cuando nace del alma, se convierte en conciencia. Y una nación con conciencia no necesita guardianes: necesita fe.
Volver al respeto a la ley es volver a la raíz invisible que nos une. Es mirar al otro sin miedo ni ventaja. Es creer que la patria no empieza en el Palacio, sino en el gesto cotidiano que evita el daño y honra la palabra.
Cuando el respeto vuelva a ser costumbre y el deber una alegría; cuando las leyes dejen de ser vitrinas y vuelvan a ser caminos, esta tierra florecerá otra vez como patria.
Porque el decoro y la dignidad fueron, desde los días de Duarte, las columnas invisibles que sostuvieron nuestra libertad.
Y cuando las alcemos de nuevo con nuestras acciones, el alma dominicana, reconciliada consigo misma, se levantará luminosa bajo la luz de su propio sol.
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