“La actual coyuntura política dominicana revela la preeminencia de un liderazgo político deficitario en conocimientos, ineficaz en resultados sociales y endurecido de corazón: tienen oídos y no oyen, ojos y no ven.” (Bernardo Matías).

Esta frase no surge de una descarga emocional ni de un juicio moral; representa, más bien, una valoración serena de una estructura de poder que se perpetúa sin realizar las transformaciones estructurales fundamentales que demanda nuestra sociedad. Puede leerse como un grito nacido del hartazgo y la ronquera, pero es, esencialmente, un diagnóstico sustentado en datos, en la historia y en el cansancio acumulado de una ciudadanía que ya no se conforma con discursos vacíos ni maquillajes institucionales. Una ciudadanía que no firma cheques en blanco a ningún partido político, como lo reflejan la alta abstención y la volatilidad de los resultados electorales durante las últimas tres décadas. En el fondo, hablamos de deudas históricas acumuladas.

Sin embargo, no todos los líderes políticos dominicanos responden a ese perfil. Sería injusto afirmarlo. Existen excepciones, personas formadas, íntegras y comprometidas con el servicio público, capaces de presentar resultados tangibles tanto en las esferas micro como macro del Estado. En todos los partidos existen semillas de renovación, cuadros jóvenes o veteranos que piensan distinto y que se resisten al cinismo dominante.

No obstante, esas semillas suelen ser marginadas o absorbidas por estructuras que privilegian la lealtad por encima de la competencia, la obediencia sobre el pensamiento crítico y la imagen antes que los resultados. De este modo, se impone un liderazgo que busca más la popularidad que la responsabilidad histórica. El resultado final es la ausencia de legados visibles en la vida cotidiana de la gente.

Al hablar del déficit de competencias técnicas en la representación política, no apelamos a una exageración, sino a una constatación respaldada por datos. Según el Banco Interamericano de Desarrollo, apenas el 28 % de los legisladores dominicanos tiene formación en políticas públicas, derecho o economía. En el ámbito municipal, solo el 22 % de los alcaldes posee experiencia en gestión pública. Es decir, quienes diseñan leyes e implementan presupuestos y políticas públicas suelen carecer de dominio sobre los fundamentos de la administración del Estado. En estos casos, tiende a predominar un pragmatismo político carente de visión estratégica.

Conforme al informe del Observatorio Político Dominicano (OPD-FUNGLODE, 2020), el 83.9 % de los legisladores electos en ese año tenía formación universitaria, el 12.6 % solo había completado la educación secundaria y un 3.5 % no presentó información sobre su nivel académico. Más de la mitad cursó estudios de posgrado y un 21.3 % declaró tener entre dos y tres carreras, pero el informe no especifica cuántas de esas formaciones son pertinentes para la labor legislativa.

Que más del 16 % del Congreso no cuente con formación universitaria confirmada resulta preocupante en un contexto que demanda competencia técnica, pensamiento estratégico y solvencia normativa. Esta brecha compromete la calidad del trabajo legislativo y pone en evidencia una desconexión entre el nivel educativo formal y las capacidades que exige una función pública eficaz y responsable. La legitimidad del voto no siempre garantiza idoneidad, y esa distancia afecta directamente la capacidad del Congreso para responder con rigor a los desafíos del país.

A ello se suma la brecha digital como un factor silencioso pero limitante. Aunque no hay datos específicos sobre los funcionarios públicos, es probable que una parte significativa enfrente limitaciones en el acceso y uso de herramientas digitales, lo que impacta su eficiencia y su participación en la transformación digital de los servicios públicos.

¿Por qué ineficaz? La economía crece sostenidamente. Pero crece sin justicia. El gasto público dominicano ronda el 19.5 % del PIB, uno de los más bajos de América Latina. Y lo poco que se invierte está mal orientado. El gasto en salud pública no pasa del 2 % del PIB, y más del 43 % del gasto en salud aún sale del bolsillo de la gente, a pesar de una reforma en seguridad social. La educación consume cerca del 22 % del presupuesto, pero en las pruebas PISA de 2022 apenas el 8 % de los estudiantes dominicanos alcanzan el nivel mínimo en matemáticas, y solo el 19 % ha logrado un nivel básico de pensamiento creativo. Mucho dinero, pocos resultados. Una política que no transforma realidades es, por definición, estéril.

Pero más grave que la incompetencia y la ineficacia es la indiferencia. “Duros de corazón” no es solo una imagen bíblica. Es la actitud cotidiana de una clase política que habla de democracia, pero no escucha. Que ve estadísticas de pobreza, violencia, migración forzada o embarazos infantiles, y no se inmuta. Que conoce los problemas, pero los considera inevitables, lejanos o ajenos. El Latinobarómetro 2024 muestra que solo el 28 % de los dominicanos confía en los partidos políticos. Esa desconfianza no es gratuita.  Es el resultado de promesas traicionadas, de reformas truncas, de una representación que se  representa a sí misma, no al pueblo.

“Teniendo oídos no oyen, y teniendo ojos no ven.” Esa sordera institucional también está documentada. Las propuestas de la sociedad civil sobre el Código Penal, la reforma policial, la ley de aguas, el colapso del sistema de salud o del transporte urbano han sido sistemáticamente ignoradas, postergadas o distorsionadas. Los resultados de las encuestas revelan las reiteradas necesidades de la gente. No se trata de falta de información. Se trata de una voluntad política deliberada de no actuar, de no corregir, de no cambiar lo que garantiza privilegios.

A pesar de todo, el país no es una tierra estéril. La historia dominicana está atravesada no solo por la repetición de las élites, sino también por las luchas que han desafiado el poder, ampliado derechos y forzado cambios. Muchos de los avances institucionales más relevantes no han nacido de la voluntad espontánea de los gobiernos, sino de la presión sostenida de movimientos sociales, organizaciones e iglesias de base, colectivos juveniles, feministas, sindicales y comunitarios.

La asignación del 4 % del PIB a la educación, por ejemplo, no fue una concesión del liderazgo político, sino el fruto de una movilización social inédita en 2011 y 2012, que logró quebrar la inercia de décadas de subinversión en el sistema educativo. De igual forma, la aprobación de la Ley de Acceso a la Información Pública, la instauración del Sistema Nacional de Atención a Emergencias 9-1-1, o las reformas parciales al sistema de compras y contrataciones públicas han sido resultado de la presión cívica, la vigilancia ciudadana y la acción decidida de sectores organizados.

En el ámbito municipal, aunque persisten prácticas clientelistas, han surgido iniciativas locales que apuestan por la transparencia, el presupuesto participativo y la gestión inclusiva. En varios territorios se han conformado redes ciudadanas que monitorean la ejecución de obras, vigilan el uso de los fondos públicos y reclaman rendición de cuentas, rompiendo con la lógica pasiva que por años predominó en las relaciones entre ciudadanos y autoridades locales.

También es innegable el avance de una conciencia ambiental que ha logrado frenar megaproyectos depredadores en zonas protegidas, como Loma Miranda o Bahía de las Águilas, o que ha puesto en agenda la necesidad de proteger los acuíferos, los parques urbanos y los ecosistemas costeros. Esas victorias han sido posibles gracias a una ciudadanía que se informa, se organiza y se planta ante el despojo.

Aun con sus limitaciones, el país ha logrado avances que no deben ser ignorados. El sistema de seguridad social, pese a rezagos en calidad, equidad y sostenibilidad, representa un paso importante hacia el acceso universal a servicios básicos. La expansión de la afiliación al seguro familiar de salud y la mejora del catálogo de prestaciones han contribuido a reducir brechas históricas, gracias en parte a las luchas de gremios profesionales y sindicales.

También ha habido progresos en materia económica. La República Dominicana ha sostenido tasas de crecimiento superiores al promedio regional por más de una década, lo que ha permitido una cierta expansión de la clase media y mejoras puntuales en infraestructura, consumo y acceso a servicios. Aunque la distribución de la riqueza sigue siendo desigual y frágil, no es correcto afirmar que el país está estancado.

En el ámbito educativo, se ha avanzado en la cobertura. Hoy más niñas y niños acceden a la escuela que en cualquier otro momento de nuestra historia. Los programas de alimentación escolar, tanda extendida y construcción de nuevas aulas han contribuido, aunque todavía con serias deficiencias de calidad, a una mayor inclusión educativa.

La estabilidad política también ha sido un rasgo distintivo de los últimos años. A diferencia de otros países de la región, la República Dominicana ha mantenido procesos electorales regulares, con una disminución notable de los traumas postelectorales. El sistema electoral, a pesar de seguir diseñado para favorecer a los grandes partidos y a quienes disponen de más recursos, ha ganado en confiabilidad institucional. La autonomía relativa del Poder Judicial también ha mostrado señales de fortalecimiento en algunos casos emblemáticos. Estos logros, lejos de ser fruto de una clase política desenfocada, han sido en gran medida conquistas arrancadas por la presión social, por el activismo cívico, por los medios, por movimientos ciudadanos que han exigido reglas más claras y justicia más creíble.

Es importante, entonces, reconocer que los avances no han sido regalos del poder, sino frutos de tensiones históricas, de negociaciones sociales y de una ciudadanía que, aunque muchas veces desarticulada, no ha renunciado del todo a su papel de vigilancia, denuncia y propuesta. Esta es la reserva ética que mantiene viva la esperanza de una democracia más real.

La regeneración política no vendrá sola. Requiere una ciudadanía que exija, una prensa que investigue, una juventud que no repita el guion de sus mayores. Requiere partidos que entiendan que el poder no se construye solo desde la maquinaria, sino desde la credibilidad. Y requiere una voluntad ética, tan escasa como necesaria, para pasar de la sordera al diálogo, de la esterilidad al conocimiento, y de la ceguera al compromiso con el país real.

Esta realidad nos plantea un dilema ineludible: o seguimos siendo gobernados por élites políticas que no ven, no oyen y no aprenden, atrapadas en una lógica de poder desconectada de las necesidades reales del país; o el creciente desgaste de ese liderazgo termina abriendo espacio a fuerzas autoritarias y populistas que se alimentan del desencanto ciudadano. La alternativa necesaria es la construcción de un nuevo liderazgo político, acompañado de fuerzas capaces de conectar con los problemas vitales de la sociedad y de asumir, desde el territorio, el municipio y el poder, la superación de las deudas históricas que aún siguen pendientes en la vida democrática dominicana.

Bernardo Matías

Antropólogo Social

Bernardo Matías es antropólogo social y cultural, Master en Gestión Pública y estudios especializados en filosofía. Durante 15 años ha estado vinculado al proceso de reformas del sector salud. Alta experiencia en el desarrollo e implementación de iniciativas dirigidas a reformar y descentralizar el Estado y los gobiernos locales. Comprometido en los movimientos sociales de los barrios. Profesor de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, la Universidad Autónoma de Santo Domingo –UASD- y de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales –FLACSO-. Educador popular, escritor, educador y conferencista nacional e internacional. Nació en el municipio de Castañuelas, provincia Monte Cristi.

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