Hace poco vi en YouTube una entrevista que concedió Fidel Castro a un canal de televisión español a mediados de los años 1980.
Esa entrevista es interesante para mí, sobre todo porque no la conocía y jamás pensé que el líder de la Revolución Cubana mantenía tan buenas opiniones del país donde nació su padre, quien fue uno de los soldados de España que combatió contra los independentistas cubanos.
A Fidel Castro lo saludé tres veces en mi vida:
- En La Habana en 1985, ocasión en que percibí el estancamiento de la economía de Cuba.
- En la recepción de 1998 en el Palacio Nacional cuando Monseñor Arnaiz le vociferó: “Fidel me sacaste de Cuba con muchos sacerdotes”, y el Presidente de Cuba le respondió: “Arnaiz, si no te hubieras ido de Cuba, no fueras hoy obispo en la República Dominicana”.
- En 1999 en Caracas, el día antes de la juramentación de Hugo Chávez como presidente de Venezuela. Fui parte de la Delegación Oficial con el Presidente Leonel Fernández, quien el año anterior me dijo que Fidel Castro era un anacronismo.
Es un hecho histórico: muchos jóvenes españoles, empobrecidos por la crisis de su país y sin oportunidades desde antes de la España de posguerra, vinieron durante la Era de Trujillo y encontraron aquí lo que no tenían en su propia nación.
El problema cubano
Cuba quedó atrapada en dos mundos: el viejo imperio español que llegó exhausto al final del siglo XIX y la potencia norteamericana que irrumpió con la fuerza de la modernidad después de 1898. Entre ambos surgieron una identidad dividida, un nacionalismo herido y una paradoja histórica que todavía pesa sobre la isla.
En contraste, la República Dominicana supo liberarse del atraso colonial español, esquivó por completo el estancamiento del modelo soviético que inmovilizó a Cuba durante más de medio siglo y evitó, una y otra vez, caer en los experimentos políticos que hundieron a otros países latinoamericanos.
Esa es una diferencia esencial de nuestra historia: mientras Cuba quedó fijada en un modelo que congeló su economía, la República Dominicana logró, con todos sus problemas, integrarse a la economía moderna y abrir un camino propio.
Después de 1898, Estados Unidos impulsó en Cuba un proceso de modernización institucional que nunca hubiese sido posible bajo el esquema colonial español. La intervención médica de los norteamericanos erradicó la fiebre amarilla y reorganizó la salud pública; las infraestructuras avanzaron; el comercio se dinamizó y la isla entró, aunque parcialmente, en la economía de mercado.
Pero ese mismo proceso —acompañado por la Enmienda Platt, por la tutela política y por la presencia militar— dejó también resentimientos profundos. Sectores nacionalistas cubanos nunca perdonaron la sensación de haber pasado de una colonia española a una república condicionada por Estados Unidos.
Esa tensión explica la mezcla permanente de antinorteamericanismo y admiración que marcó a varias generaciones de cubanos. Tanto así que, mientras se criticaba al “imperialismo yanqui”, cientos de miles de cubanos emigraban a Estados Unidos buscando la libertad y la prosperidad que su propia isla no les ofrecía.
El contraste con España era evidente. La España que perdió a Cuba en 1898 era un país atrasado, con una economía agrícola, un ejército desorganizado y una estructura política incapaz de modernizarse.
Durante cuatro siglos, Cuba fue tratada como una colonia destinada a proveer materias primas, sin industrialización ni movilidad económica para los sectores criollos.
La represión durante las guerras de independencia, especialmente bajo la política de reconcentración de Valeriano Weyler, dejó una herida profunda en la memoria cubana. Esa España, incapaz de competir con la modernidad del siglo XX, no pudo ofrecer futuro ni a Cuba ni a América Latina.
El caso de la modernización de España
Solo a partir de los acuerdos de 1953 con los Estados Unidos —los pactos Franco–Eisenhower— comenzó realmente la modernización económica española, que transformó a ese país en las décadas siguientes. Es decir, la España que Fidel Castro elogió en los años 1980 no era la que había gobernado Cuba, sino una España ya reconstruida con ayuda norteamericana.
Rafael Trujillo
En ese momento ya el régimen de Rafael Trujillo había creado los fundamentos que sirvieron de sustento inicial al despegue posterior del desarrollo económico que conocemos hoy en la República Dominicana.
Sin embargo, la gran fractura de la historia cubana vino después de 1959. El triunfo de la Revolución y la adopción del modelo económico soviético congelaron a Cuba en un sistema rígido, centralizado y completamente incompatible con el dinamismo del mundo moderno.
El esquema económico impuesto con apoyo de la Unión Soviética destruyó la productividad agrícola, paralizó la industria, eliminó la iniciativa privada y colocó al país en una dependencia absoluta de la asistencia del bloque socialista. Mientras tanto, la población quedó atrapada en un modelo sin movilidad social: racionamiento, escasez, doble moneda, brecha tecnológica, fuga permanente de capital humano.
Fue Cuba un país detenido en el tiempo. Las ciudades se oxidaron. La infraestructura colapsó. La emigración se convirtió en una válvula de escape. Ese fue el costo del “modelo histórico” que a Cuba le tocó cargar.
La República Dominicana, por el contrario, tomó otro rumbo. Nuestro país se libró del dominio directo de la España del atraso, que nunca tuvo una presencia institucional comparable a la que mantuvo en Cuba o Puerto Rico.
Tras el periodo independentista y las luchas internas, la República Dominicana trazó un camino que —con luces y con sombras— la integró a la economía contemporánea.
Nuestros empresarios de origen español
Es un hecho histórico: muchos jóvenes españoles, empobrecidos por la crisis de su país y sin oportunidades desde antes de la España de posguerra, vinieron durante la Era de Trujillo y encontraron aquí lo que no tenían en su propia nación.
Llegaron sin nada y prosperaron. Se hicieron comerciantes, industriales, ganaderos, importadores, hoteleros. Fueron parte del ascenso económico dominicano.
La República Dominicana vivió crisis, sí; pero evitó caer en los modelos que convertían la pobreza en sistema y la ideología en cárcel.
La República Dominicana no solo se libró del atraso español, sino que terminó siendo tierra de oportunidades para los hijos de aquella misma España que había perdido sus últimas colonias.
Al mismo tiempo, nos libramos de caer en el estancamiento cubano. Ningún modelo soviético se implantó en nuestro país. Ninguna economía cerrada anuló la iniciativa privada. Ningún Estado totalizante absorbió la creatividad social y económica dominicana.
A lo largo del siglo XX, nuestro país evitó —a veces por decisión, a veces por circunstancias— los modelos que hundieron a otros lugares de América Latina: ni populismos devastadores como los del Cono Sur, ni estatismos prolongados como el mexicano, ni experimentos revolucionarios convertidos en ruinas económicas, ni el colapso institucional que golpeó a países ricos en recursos pero pobres en gobernanza.
La República Dominicana vivió crisis, sí; pero evitó caer en los modelos que convertían la pobreza en sistema y la ideología en cárcel.
La obra de Trujillo, Balaguer y los demás gobernantes dominicanos
A partir de 1947, con la creación del Banco Central y la estructuración moderna del sistema financiero, la República Dominicana logró algo que pocos países de la región consiguieron: una moneda relativamente estable durante décadas, con devaluaciones controladas y sin colapsos catastróficos.
Esa estabilidad monetaria —junto con la apertura económica, la inversión extranjera, el turismo, la diversificación productiva y la expansión de zonas francas— permitió que el país entrara en la segunda mitad del siglo XX con una economía en expansión.
Y desde los años 1990 hasta hoy, a pesar de todos los desafíos, la República Dominicana ha mantenido un crecimiento económico sostenido, superior al promedio latinoamericano, y una capacidad notable para atraer inversión, generar empleos y sostener una clase media creciente.
Cuba quedó atrapada en dos mundos: el viejo imperio español que llegó exhausto al final del siglo XIX y la potencia norteamericana que irrumpió con la fuerza de la modernidad después de 1898.
Mientras Cuba quedó congelada en un modelo soviético, la República Dominicana se integró al capitalismo global. Mientras Cuba perdió población, la República Dominicana la atrajo. Mientras Cuba retrocedió tecnológicamente, la República Dominicana avanzó. Mientras Cuba empobreció a varias generaciones, la República Dominicana elevó el nivel de vida de la mayoría de su población y multiplicó sus oportunidades económicas.
Esa es la gran diferencia histórica: Cuba quedó atada a dos mundos en colisión —España y la URSS— mientras la República Dominicana logró insertarse en la modernidad norteamericana, europea y global sin renunciar a su independencia institucional ni a su identidad nacional.
La historia de ambos países demuestra que los modelos importan, que las decisiones tienen consecuencias y que la libertad económica y la apertura al mundo pueden transformar a un país pequeño en una nación.
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