Veinte días después de la muerte de Stephora, lo más revelador no es lo que se ha dicho, sino lo que no se dice. La piscina donde murió la niña fue cerrada —como si el problema estuviera en el agua— mientras la institución siguió funcionando y luego finalizó la docencia como si una muerte pudiera diluirse entre las festividades navideñas.

Es cierto que el Ministerio Público debe reservar los detalles de la investigación. Pero aquí lo inquietante no es ese deber de confidencialidad, sino la selectividad del silencio: se difunden datos parciales que apuntan a descuidos de personal operativo que conducen hacia una acusacion de homiciodio involuntario, mientras se evita mencionar la responsabilidad institucional y, sobre todo, la muerte de la menor.

Ese silencio dirigido funciona como una omertà, un pacto del silencio,  que profundiza la desconfianza pública y envía a la comunidad escolar un mensaje perturbador sobre lo que puede ocultarse tras las paredes de un colegio.

Nada de esto es improvisado. Lo que vemos es la activación de un mecanismo antiguo y eficaz: una omertà dominicana, un pacto no escrito donde la prioridad es la protección del grupo: del colegio, de las familias influyentes, de la ciudad como marca social.

La omertà tiene sus reglas. La primera: proteger a los nuestros, casi siempre quienes poseen apellidos, redes y prestigio. Desde el inicio, el hermetismo en torno a los niños involucrados produjo la impresión de que la balanza no se inclinaría hacia la transparencia, sino hacia el blindaje.

La segunda regla:  No importa lo que ocurrió, sino lo que se permite que circule. Por eso la piscina se clausura, pero la estructura institucional permanece intacta; por eso ochenta personas presentes ese día mantienen un silencio homogéneo, sin un gesto público de compasión ni una voz disidente. Parece imperar una disciplina que manda a callar.

La tercera regla: proteger la imagen del territorio. Santiago actúa como un actor más. El temor a “dañar la imagen” pesa más que la necesidad de esclarecer la muerte de una niña. Se confunde orgullo local con negación moral.

Lo perturbador es que la omertà no necesita amenazas. Basta el deseo de pertenecer, el miedo a romper el círculo, la convicción de que “es mejor no hablar”. Es una complicidad suave, casi educada, que se disfraza de prudencia pero es, en realidad, cobardía.

La pregunta ya no es qué pasó en esa piscina, sino cómo fue posible organizar un silencio tan perfecto y conveniente. La omertà dominicana no es un accidente cultural: es un sistema de protección que resguarda instituciones, familias y ciudades enteras. Lo único que no protege es la verdad. Ni a los vulnerables. Ni a una niña y una familia que merecen justicia.

Hay, además, un daño que casi nadie menciona: el mensaje pedagógico que recibe el alumnado. Los niños que han visto cómo la muerte de una compañera se oculta, cómo las preguntas se evitan y cómo la verdad se trata como amenaza, ¿qué aprenden? Que ante lo grave se calla; que la lealtad al grupo vale más que la justicia; que una vida puede silenciarse si incomoda. Esa pedagogía rápida y brutal es uno de los efectos más inquietantes del caso.

Así se cultiva una generación que aprende a convivir con el daño sin inmutarse: no porque sea insensible por naturaleza, sino porque fue educada para no sentir.

Pero esta vez la omertà tropezó con algo que no esperaba: una ciudadanía que no se dejó disciplinar. La simpatía hacia la niña y la indignación ética rompieron la coreografía. Fue la opinión pública —no las instituciones— la que impidió que el caso se diluyera. La estrategia de ocultar funcionó hacia adentro, pero hacia afuera está saliendo el tiro por la culata.

Las detenciones recientes no desmontan el silencio: lo reorganizan. Se responsabiliza a personal operativo por “descuido”, pero no se toca a quienes dirigen el colegio. Y tampoco se aborda lo esencial: la muerte de una niña y el papel de los menores involucrados. La justicia se mueve, sí, pero alrededor del perímetro más seguro; la estructura de poder permanece intacta.

Elisabeth de Puig

Abogada

Soy dominicana por matrimonio, radicada en Santo Domingo desde el año 1972. Realicé estudios de derecho en Pantheon Assas- Paris1 y he trabajado en organismos internacionales y Relaciones Públicas. Desde hace 16 años me dedicó a la Fundación Abriendo Camino, que trabaja a favor de la niñez desfavorecida de Villas Agrícolas.

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