Mientras la legislación ordinaria pretende limitar la actuación la Junta Central Electoral, la Constitución establece un mandato de amplitud mayor, orientado a garantizar la integridad del proceso, la transparencia y la prevención de prácticas corruptoras. Esta doble dimensión normativa y constitucional exige una interpretación sistemática que supere la literalidad restrictiva de la ley y responda al espíritu teleológico del régimen electoral.
La Junta Central Electoral no es un órgano meramente administrativo, sino una autoridad constitucional garante, dotada de competencias explícitas e implícitas destinadas a asegurar elecciones que reflejen la auténtica voluntad popular. Aunque la Ley 20-23 define funciones taxativas de supervisión y control, su alcance no puede ser interpretado de manera aislada. La Constitución, especialmente en sus disposiciones sobre democracia, financiamiento político, integridad institucional y equidad electoral, introduce un mandato inductivo, que amplía la responsabilidad del órgano más allá de lo expresamente previsto por el legislador.
En virtud de ello, la JCE no sólo está facultada para dictar reglamentos, sino obligada a desarrollar mecanismos preventivos que impidan la infiltración criminal, reduzcan las asimetrías del financiamiento electoral y garanticen la licitud de la competencia política. Este deber deriva del principio de eficacia institucional, según el cual toda autoridad debe desplegar las medidas necesarias para realizar los fines constitucionales asignados.
La experiencia comparada, incluyendo la nuestra, evidencia que los sistemas electorales expuestos al financiamiento ilícito, reproducen patrones de captura institucional y distorsión de la voluntad popular. En este escenario, el narcotráfico opera como un factor de inequidad estructural: inyecta recursos que desnaturalizan la competencia, generan dependencia política y crean fuertes amarres entre estructuras partidarias y redes criminales. Estas no buscan únicamente ventajas económicas, sino asegurar protección de poder para continuar sus operaciones y garantizar impunidad frente a posibles investigaciones o procesos judiciales. Así, se erosiona la legitimidad democrática, se vulnera la igualdad electoral y ciertos cargos públicos, particularmente los municipales y congresuales, terminan convirtiéndose en plataformas de blindaje político para actores vinculados al crimen organizado.
El gasto electoral constituye una vía expedita para insertar capital ilícito en la economía formal de manera solapada o manifiesta. Ello contradice un marco normativo que, aunque robusto, se aplica débilmente. La Ley 155-17 sanciona el financiamiento político ilícito como lavado de activos; la Ley 33-18 impone obligaciones de transparencia y controles internos a los partidos; y la Ley 20-23 prohíbe aportes irregulares y regula la fiscalización financiera. Sin embargo, esta última carece de tipos penales específicos, mecanismos de debida diligencia patrimonial o protocolos de depuración previa de candidaturas.
La insuficiencia de controles preventivos y sancionadores, permite que recursos ilícitos penetren desde la precampaña, distorsionando la equidad electoral prevista por el artículo 216 de la Constitución. La Ley 20-23 se enfoca en la administración del proceso electoral y en sanciones procedimentales, sin prever controles preventivos contra el financiamiento ilícito. Esta omisión compromete derechos fundamentales como la igualdad (art. 39), la participación política (art. 22.1) y el valor del sufragio en el artículo 208, todos, de la Constitución.
Los partidos políticos, conforme al artículo 216 de la Constitución, tienen una responsabilidad reforzada de garantizar democracia interna, transparencia financiera y ética en la selección de candidatos. La Ley 33-18 desarrolla este mandato, exigiendo verificación de la licitud de los fondos y mecanismos de depuración interna. Admitir candidaturas sin controles patrimoniales o financieros constituye una violación directa a esta obligación constitucional.
Aunque la Ley 20-23 no regula de forma expresa la infiltración del narcotráfico, el mandato constitucional derivado de los artículos 146, 147, 208 y 216 habilita a la JCE para adoptar medidas reglamentarias de control previo. Entre estas se incluyen: (a) auditorías patrimoniales y bancarias previas al registro de candidaturas; (b) protocolos de alerta temprana en municipios vulnerables; (c) fiscalización financiera en tiempo real; y (d) anulación de candidaturas sustentada en pruebas verificables de financiamiento ilícito, acompañada de sanciones a los partidos conforme a las Leyes 33-18, 155-17 y 20-23.
Resulta necesario establecer un sistema obligatorio de registro contable individual de campaña para precandidatos y candidatos, que detalle: fuentes de financiamiento, montos recibidos, donantes, gastos, proveedores, movimientos bancarios y soportes de auditoría. Este registro debe ser auditado y certificado por el departamento financiero del partido, que asumiría responsabilidad solidaria. Tal obligación se fundamenta en el artículo 216 de la Constitución y en los artículos 65 al 72 de la Ley 33-18. Resultando ser el mejor endoso a la responsabilidad fiscalizadora de la JCE.
Una vez certificado, el registro contable debe depositarse ante la JCE, para garantizar fiscalización preventiva y trazabilidad, y ante la DGII, para asegurar control tributario y detección de esquemas de lavado, en coherencia con la Ley 155-17 y el Código Tributario. Este sistema dual electoral-tributario se alinea con los artículos 146 y 147 de la Constitución, que ordenan integridad pública, lucha contra la corrupción y protección del interés general.
Mientras el Congreso adopta las reformas necesarias, la JCE, sustentada en su competencia constitucional y mandatos derivados de los artículos 146, 147, 208 y 216, puede y debe avanzar en la adopción de políticas y reglamentos coordinados con las instituciones encargadas de prevenir y perseguir el delito. Solo así podrá cerrarse la brecha entre la normativa existente y su efectiva ejecución, lo cual podrá garantizar un proceso electoral libre de infiltración criminal, equitativo y auténticamente representativo.
El sistema democrático dominicano, aunque ha experimentado un importante grado de consolidación en las últimas tres décadas, requiere adecuaciones urgentes para fortalecer los controles que eviten su deterioro frente a actores que, desde dentro y fuera de los partidos, buscan influir o determinar los resultados de las candidaturas electivas en todos los niveles. En consecuencia, es imprescindible blindar la democracia mediante mecanismos efectivos de depuración de candidaturas, equidad real en las campañas y garantías de que la voluntad soberana del pueblo se exprese libremente a través del voto, lo cual supone un mayor empoderamiento de la Junta Central Electoral, de los partidos políticos y del propio pueblo dominicano.
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