Que a una se le monte un alma del más allá es cosa que a muchos podrá asombrar, pero que esa alma no tenga nada que ver con la de una es algo aún más asombroso. Es una cosa que te deja sin fuerzas. Te deja agotada. No sé si a ustedes les ha pasado, pero a mí, leyendo un libro, se me montó el alma del protagonista. Sí, ya sé, no me van a creer, pero fíjense ustedes lo que les voy a contar: llevaba casi dos meses leyendo un libro; es verdad que es largo y que estoy acostumbrada a leer varios a la vez, pero no era para tanto. El asunto es que esa alma se aferró a mí, casi desde que inicié la lectura, y me di cuenta porque sentía que algo me presionaba el cuello, como buscando oxígeno, y me afectaba de tal modo que me enervaba. Pero claro, no supe enseguida de qué se trataba hasta que volví y tomé el libro y desde que reinicié la lectura sentí la misma vaina. Esa espantosa presión que me ahogaba como si un vampiro intentara chuparme. Entonces pensé: coño, esa alma anda buscando salvarse. Como podrán ustedes saber, si los seres humanos no somos vencidos ni después de muertos, mucho menos vivos. Así que yo seguí leyendo el libro. Pero cada vez que lo abría, el alma se escapaba e intentaba debilitarme. El espíritu era tan afanoso que veía cómo desde las páginas se escapaban llamas rojas tratando de atraparme y, cuando espantada, iba de golpe a cerrarlo, en vuelo se introducían de nuevo, como para no desaparecer. Recurrí a todos los subterfugios: oraciones, meditaciones, promesas, encendí velas, no vayan ustedes a saber, todo lo que intenté para librarme de esa horrorosa persecución. Hasta fui a la iglesia; no a una, visité distintas órdenes religiosas, me hinqué en el piso. Hice todos los sacrificios imaginados con la finalidad de buscar ayuda y qué va, nada pudo tranquilizar esa alma para que me dejara leer ese libro en paz. Seguía ahí, esperando que yo volviera a abrirlo para intentar subyugarme.
Mi último recurso ha sido recurrir a contarles a ustedes lo que me está pasando con la finalidad de que me ayuden a desprenderme de esa alma enviciá. Ya sé que ustedes me dirán: “pero, suelta el maldito libro”, pero no, amigos, yo digo que no, que es un libro bien escrito y que yo me propuse leerlo. Esa alma malévola no me lo va a impedir. No permitiré que siga cargando con otras almas y mucho menos con la mía. Les confieso, sin que me escuche la condená, que yo seguiré resistiendo. No va a poder conmigo. El ánima esa es tan enérgica que me debilita los pulmones y, desde que leo unas cuantas páginas, tengo que soltar la lectura e irme al mar o irme a caminar debajo de los árboles para fortalecerlos. Aunque ustedes no me crean toda esta historia, yo igual recurro a contársela; el ánima está tan empecinada en perseguirme que intentó atacarme fuera del ámbito de la lectura. Pensé que ya ese era el final. Sabía que no tenía el libro cerca para cerrarlo. ¡Oh!, señores, pero a esa maligna me la encontré en una de mis caminatas. Se me presentó toda desgarbada y rodeada en llamas, tratando de entrar al parque donde camino. Escuché hasta que reclamaba derechos… Imagínense ustedes, por poco se incendia todo el parque Mirador Sur y quién sabe si hasta la ciudad. Por suerte, que tengo ahí unos árboles que abrazo y me protegen desde hace más de treinta años, y corrieron enseguida en mi ayuda y la hicieron volar como un alma que lleva el diablo. Después que le dieron ese susto, no ha osado volver a salir, a menos que no sea mientras leo su libro. Y ahí sí no he podido librarme de ella. Está en su territorio. Hay días en los cuales no puedo ni abrirlo, porque no tengo suficiente energía para luchar con los espíritus rencorosos. Entonces no lo abro y espero a recargarme. Claro, no lo dejo en mi habitación, ni en el cuarto de estudios, donde tengo mi humilde biblioteca; en la habitación nunca, no vaya esa alma y salga de madrugada mientras duermo y me atrape desprevenida. Ni con los demás libros, no vaya a penetrar el alma de otros personajes y persuadirlos con sus malas intenciones. Siempre lo dejo encima de una mesa que está ubicada en el centro del balcón con ventanas abiertas para que el alma encuentre por dónde salir y no pernocte en mi casa. La verdad tengo que decirla: cuando inicié la lectura del libro, sentí el alma del protagonista como humana, porque empezó mostrándome sus últimos días y se desvanecía, cagaba y meaba fuera del cajón, como cualquier humano en tales circunstancias. Meditaba sobre la vida, la muerte y la vejez, como cualquier hombre de bien. Hasta habló de mi pueblo y ustedes saben que el hecho de que le mencionen a uno su nombre o el del pueblo donde uno nació genera cierta cercanía. Pero, después, renació con ese brío draconiano y ahí fue que comenzó a querer joderme. Y no lo voy a permitir, aunque tenga que, como ya les dije, durar meses leyendo el libro.
Cuando se comparaba con personajes nobles de la historia latinoamericana y antillana, cuando hablaba de libertad y orden, disfrutaba con saña la venganza y justificaba sus asesinatos, era cuando me asfixiaba con más bríos.
Ese espíritu me confesó tanta ignominia, que por un momento pensé que yo estaba desvariando y que no me hablaba de su participación en la historia de un país, sino de una saga al estilo de El Padrino de Francis Ford Coppola.
Estaba terminando el libro, me estaba dando resultados contarles a ustedes. De pronto sentí que me presionaban fuerte por el cuello. Moví la cabeza, buscando zafarme, pero no lo lograba; me faltaba el aire, pero seguía leyendo… Los oídos me retumbaban, escuchaba el lamento de otras almas; eran muchas, estaban unidas en un solo lamento… ¡Coño, no muere! ¿Por qué? Si todo empezó con su agonía y terminó con su muerte.
Solté de golpe el libro. ¡Por fin lo había terminado!
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