1
Grandes páginas en blanco, como para pensar en el origen de las especies. Me pongo frente a ellas en actitud hormiga, en gesto cuervo, porque no sé cómo se moverán estas alas, pero que partirán y llegarán, seguro, muy seguro.
La casa comienza a desplegarse en sus paredes, como tu vida. Estás en tu cama como para que diez como tú te acompañen. Solo. Ahí estás, como un postre desechado. Desde ahí las paredes se te revelan como desiertos, por lo blanco, por la insinuación de todas las palabras posibles en esos predios. Las ves. Te ves. No estarás solo por mucho tiempo.
2
Como tenía algo raro en la piel, la medicina popular le aconsejaba a Gabina que me llevaran a Boca Chica, que con esas aguas saladas me sanaría. Y del dicho al hecho, ya sabrás, pequeño saltamontes, habrá poco trecho. Fui, me bañé, me sané.
Esa noche en que pensaba mi primer acceso al mar fue cónclave de demonios. Las paredes, esta vez revestidas de no sé cuáles pinturas, se me tornaban apocalípticas. De sus relieves, deformaciones, me asaltaban piratas enloquecidos, sirenas reventándose que más ya no podía ver.
3
En la casa de madera las paredes tienen que acomodarse a las ventanas, los tiestos, los cuadros de fulanito “hecho en Valencia”, algún almanaque que será actual aún y ya haya pasado un cuatrimestre, ¡por lo bonito que era el de la farmacia!
4
Una de las palabras más hermosas y que por más tiempo han sido mi paraguas, mi tornasol, mi chaiselongue, mi ser así y asá y me da un pito: descascarar. Sí. Aunque se me complica porque también yo tartamudeo, al menos en la escritura se me da bien: me descascaro.
Bien o mal de la cáscara, cumplimiento de su ciclo vital, lo siento, baby: nos descascaramos.
También las paredes se van descascarando. Pierden la coraza, la primera mano, se degradan. Tanto sol o humedad o cigarrillos o pendejadas, las paredes también se descascarán, como una mata, un árbol.
Las paredes pierden el brillo del primer brochazo. Se desnudan. También el tiempo va demostrando sus manotazos sobre las paredes de tu casa, algo así como tu piel. Porque lo que veo es también lo que soy. O al menos ese es el consuelo.
Las paredes se ensucian. También los dioses del Caribe van soplando sus aguas, aguas que se filtran ahí, en esos resquicios que un día ya serán amarillos, o lo que sea, si es tanta la brisa, el viento.
5
Mi primera casa fue como una caja. O una jaula. O peor: porque era mirado y lo sabía. Nunca vi las paredes de mi primera casa.
6
Mi segunda casa estaba en un “parterre”, sobre la tierra, en esa zona en la que pocos quieren vivir, porque desde el otoño lo que sientes es como estar caminando sobre puro hielo. Tampoco veía las paredes. O al menos, peor: no las recuerdo.
7
De mi tercera casa todavía recuerdo las señas: Dunckerstrasse 84, Hinterhof, vierten Stock.
Mi tercera casa era como una burbuja flotante en medio de un viaje del que solo me daba cuenta cuando bajaba.
Ahí tuve paredes al fin mías. Han sido las únicas, en verdad. Todas mías.
Recibí esas paredes en el estado habitual de las viejas casas de Prenzelberg en un país, Alemania Oriental, que había desaparecido: con tapetes de rosas.
Mi tercera casa tenía 49 metros cuadrados y demasiada alegría en sus siete años de vida. Durante un par de meses ahí vivió Raúl Recio. Por ahí pasaron Pablo con su esposa y su primo McKinney, el filósofo praguense Fidel Munnigh, quien se trajo tremenda maleta desde Praga… con ropa para lavar, ¡en mi lavadora!, el monstruo más ruidoso del cosmos. En esa tercera casa también durmieron Belkys Ramírez, Jorge Pineda, Tony Capellán y Pascal Mecariello.
8
Mi tercera casa fue mi gran obra de arte.
Recibir esas paredes empapeladas y transformarlas fue una experiencia en la cima, como que luego la vida sería lo mismo, la misma, la mismísima cosa.
A ver: primero tirabas agua sobre ellas. Luego, debías subir a todo volumen el cómplice que tenías: el disco “God Shufflet this feet”, de Crah, Test, Dummies. Estamos en 1993, con el disco recién salido, y con un demonio también salido de una clase en la Universidad Libre. En fin: todos en piel de leopardo, terribles.
Primero humedeces las paredes, luego comienzas a raspar los viejos tapetes. Todo va quedando blanco. Pues sí: seremos pulidores de huesos, le sacaremos brillos a esas paredes.
Y así llegamos al tercer día de la Creación, cuando ya todos los tereques habían sido transportados de la Pasteurstrasse 18 a la Dunckerstrasse 84. Llegó el Día del Blanco.
Primero el almidón que vas salpicando, al que le pasarás luego una brocha para que el pegamento se vaya unificando en ese espacio, hasta que en un momento mágico, ya comienzas a pegar tus tapetes propios, todos blancos. Uno y otro. Otro y uno. Pero no seas impaciente, oh pequeño saltamontes. Espera.
Al día siguiente, la humedad se había esfumado. En la pared: un blanco uniforme. Ya te habrás imaginado la satisfacción de Dios luego de haberle sacado una costilla al pobre de Adán y crear lo que ya sabes.
9
Mis paredes han ido desapareciendo. A tantos libros, “Variaciones Goldberg” y “John Coltrane”, menos paredes.
Ahora solo veo lomos, títulos desordenados, alguna memorabilia en ese espacio blanco de los estantes, pero las paredes se quedaron al fondo, como amparándome, ciertamente, pero ya no tan visibles, sentidas, sin afiches, sin fotocopias, sin mapas, sin orientaciones hacia ese infinito en que caigo, en el que me voy despeñando, porque en verdad, lo comprendo y lo aseguro, hay que tener paredes, paredes que te amparen, que te rediman.
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