“I hang my head against the white refrigerator and want to scream like the last weeping of life forever but I am bigger then the mountains.” Charles Bukowsky, “Trapped”
1
Le llamamos nevera porque heredamos de España esa curiosidad por conservar la nieve. De “refrigerador” hablamos poco, porque con tantas “erres” a veces la lengua se traba.
2
Si le tomara una foto a mi infancia diría que el momento más glamuroso, optimista, afectivo, era cuando corría hacia aquella antigua “Fridigaire”, algo así como una ballena que fue de segunda mano y al final teníamos que ayudar a cerrar, porque no cerraba de un todo. Abrir una nevera era como acceder a cierto arcano cósmico: frío todo, el agua bien conservada, el jugo ya en su punto, incluso la escarcha, que tontamente raspábamos para hacernos luego un chocolate, no sabiendo los millones de bacterias y tierras raras en nuestros estómagos.
3
Tuve la misma experiencia que tuvo Luis Días cuando vivía en Nueva York, allá por los principios de los Ochenta. Alucinante, pero también lacerante esa experiencia del hambre, de tener solamente un litro inmenso de agua y un pedazo de mantequilla solo, sin queso dentro, sin pan fuera. Lo que cantó Luis igual me pasaba a mí en mi Berlín de principio de los Noventa, cuando vivía en Prenzlauer-Berg. Pero mejor dejar que Luis lo cante a que yo lo cuente:
Me levanto muy temprano
Y abro la nevera
A ver si ha parido
Arroz con habichuela.
Corroe eso de dormirse con hambre. Peor si te quitas la sed pero no esa hambre, oh Hijo del Hombre. Entonces me cogía el galón y sorbía todo lo posible, hasta que la barriga estaba tan tensada como una tambora. Teniendo a Chaplin en la cabeza, también yo vivía mi “Quimera del oro”: ese momento en que un zapato en la mesa se convierte en un pavo gigantesco, troglodílico. La nevera era el principio y el final, no sólo de mis alucinaciones, sino también la constatación de que el objetivo de todo accionar cotidiano era llenarle, tenerlo todo ahí, como si mi propia empresa maquínica -mi cuerpo- se duplicara en esa otra -ella, la nevera-, con la que tenía el gran cordón umbilical. Si un día la Tierra saliera de su curso y todo flotara y quedara atrapado en el túnel que cavaría, el que llevaba de Santo Domingo a la China, ¿me amarraría a una nevera igualmente flotante para que no me perdiera del todo?
Seguramente.
4
Sin que lo que advirtieran mis amigos y seguramente con toda la mala fe del mundo, me dediqué a la nevera-gnosis, o lo que sería lo mismo: a investigar la calidad de vida y del ser de mis amistades mediante la investigación de sus neveras. La última que revisé fue la del Nuevo-Rico, ¡tenía que ser!
Digamos menor “nuevo-rico” y ya no “ex pobre”, que es la que en verdad me gustaría utilizar. ¡Tampoco se puede ser tan duro!
En la nevera de mi nuevo ídolo había vinos espumantes perfectamente cerrados y a medio abrir, balsámicos que no correspondían al área de las frutas pero que debían estar ahí por no sé qué absurdo consejo de que no le diera la luz directamente, entre manojos de hojas para sancochos posibles. Si quieres saber qué unifica la nevera de un nuevo rico y un clase media tirando a lo pobre fíjate en lo que estará en la puerta, ¡lo más pesado!
5
Desconfía de quien no te permite ir a buscar lo que sea a su nevera. Te estará escondiendo algo. ¡Tal vez un queso que no te quiso poner en la mesita de las picaderas!
6
Le pregunté a la poeta Hilde Domin el momento en qué más extrañaba a Europa, a su ciudad natal, Colonia, o a Heidelberg, la de sus años más hermosos. Me respondió que en navidad. ¿Y qué hacía para compensarse? Me dijo que abría aquella nevera en su casa de la Independencia, en Ciudad Trujillo, y que metía la cabeza por un instante en el “freezer” para sentirse como en alguna montaña alemana. ¡La nevera como espacio terapéutico, de las saudades!
7
Si el momento más crítico de una nevera era cuando se descarchaba, porque la luz se había ido, en verdad había otro peor: cuando el bombillito se apagaba. No será lo mismo buscar una pera sin luz que con luz, pescar un tomate casi a punto de podrirse en lugar de cualquier otra cosa sin el brillo que te presentaba completo el paisaje. Mirada imperial será la que asume ese paisaje neverífico: tus ojos como flash que tiene que asumirlo todo en un instante. Esa será la mirada a la nevera, gesto que casi, sin darte cuenta, te convierte en un Dios de escasos segundos, porque luego de aquella imagen de mundo hecho, lo cerrarás, como cualquier Dios mandaría.
8
Cuando me mudé solo en 1990 en Berlín me consiguieron una neverita. Entonces todo me lo consiguieron mis colegas en la Escuela Paulinum, un centro de formación de pastores y educadores donde yo había la limpieza. Parecía una hecha mi medida aunque pequeña para mi estómago. Cabían una caja de huevos, un galón y medio de lo que fuera, algún paquete de queso, mantequilla y un litro de leche que era como mi gran consolación, hasta el día de hoy. Por tres apartamentos me acompañó mi neverita. Ahora que la recuerdo, me pondría las barbas de Juan Ramón Jiménez y diría que yo también tuve “Mi Platero y yo”.
9
La marca de la nevera que tenía Gabina es una de las más hermosas que recuerdo: “Frigidaire”. Con una tipografía cercana a la de “Chevrolet”, al pensarla, es como un faro que se prende en noches de laberintos que no se bifurca, y sí, lo siento, tío Jorge Luis. Nunca le pusimos nombre, ni le pegamos imanes con abridores de latas ni souvenires imantados porque entonces nadie venía de Holanda ni traía motivos de toros de Madrid.
10
La de N. es una nevera-barco: promete viajes. Como salida de los manuales de la Sra. Kondo, la de N. es una en la que todo está más que excelentemente clasificado, en torno a su uso y duración. Cada vez que la abro pienso en los afanes de Linneo por enlistar todo lo vital en su cuaderno, porque aquí está todo lo comible, soñable y en sus dosis más saludables: lo verde por aquí, lo rojo por allá, las bebidas con sus tapones personalizados, como ordenados igualmente por el profesor Aby Wartburg. Tiene también este recipiente una de las grandes virtudes de la postmodernidad: la de N. es una que no hace “quichi” con su apertura, que se cierra si que te des cuenta, todo como la misma presencia y figura y alma de la N., pura dulzura.
11
Mi amiga María Paredes tiene una de las neveras barrocas más memorables. Siempre a punto de explotar, en el freezer los muslos de animales, en el sótano, los aquendes y allendes del pleistoceno, porque no sabrá usted los años que cogerán esos calamares y otros monstruos marinos allá, bien al fondo, en la segunda gaveta del congelador.
A las neveras de María le he dado más seguimiento en los últimos 30 años que a los devaneos de la Vía Láctea. Desde El Carmen en Madrid hasta el Ensanche Lugo en Santo Domingo, pasando por la Isabel la Católica en La Zona, las neveras de María han sido arcas de salvación, pero también Arca de la Alianza, Salud de los Enfermos, Salud de los Pecadores, sálvanos Señor.
12
Con Martha Rivera y sus afanes pedagógicos maternales, descubrí la “poesía magnética”: letras sueltas en inglés que podías adherir a otros metales y jugar con la idea de “componer poemas”. Así fue criado su hijo Harry Luis: con los “poemas magnéticos”. La nevera como espacio en blanco, como página, invocación, seducción, la posibilidad de escribirla, registrarla en pensamientos. También la nevera es un libro, que de repente se abre, con sus aspas que prometen frío, con la mejor suerte.
13
Se vive para alimentar la nevera de donde igualmente sacaremos los alimentos, la vida en nevera que igualmente llevaremos, porque ¿por qué no?, este friito bueno, este aire que convierte la habitación en nevera, estas brisas que nos hacen tomarle tanta pasión a las sábanas.
14
Thomas Lux (1946-2017) escribió un poema memorable, seguramente inspirado en algún “Frigidaire”. Se titula ““Refrigerator, 1957”, y lo tomo de su libro “New And Selected Poems: 1975-1995 by Thomas Lux”. ¡Me permito traducirlo! [El original lo pongo en el apéndice, para los más pillos].
EL REFRIGERADOR
Thomas Lux
Más como una bóveda — tú sacas la manija
y en las estanterías: no mucho,
y lo que hay (una papa cocida
en una bolsa, una carcasa de pollo
en papel de aluminio) con aspecto desanimado,
agotado, asaltado. Este no es
un lugar para ir con esperanza o con hambre.
Pero, justo a la derecha del medio de la estantería de la puerta
del medio, en llamas,
un rojo que parece interno,
rojo corazón, rojo sexual, rojo neón húmedo,
brillando en sus líquidos, exótico,
distante, en apariencia
en tal compañía: un frasco
de cerezas marrasquino. Tres cuartos llenos,
globos ardientes, como strippers
en una reunión parroquial.
Cerezas marrasquino, marrasquino,
la única palabra extranjera que conocía. Nunca vi
que usaran estas cerezas: ni en una bebida,
ni encima de un helado,
o simplemente comiéndolas. Nunca.
El mismo frasco durante toda una
infancia de cenas aburridas — carne sin gracia,
guisantes raspados y, como dije,
papas cocidas. Quizá
vinieron del viejo país,
legados familiares, o eran símbolos de estatus
comprados con un pedazo del primer sueldo
de un taller clandestino,
que superaba a la granja de cerdos en Bohemia,
heredados de mis abuelos
a mis padres
para que algún día fueran míos,
¿y luego de mi hijo?
Eran hermosas y, si nunca comí una,
fue porque sabía que podría hacerla falta
o porque sabía que no sería reemplazada
y porque no se come aquel
que desgarrra tu corazón de gozo.
14
En “Indiana Jones 4” Harrison Ford se salva de una hecatombe nuclear metiéndose en una nevera. Yo ahora haría lo mismo.
Refrigerator, 1957
Written by Thomas Lux
More like a vault — you pull the handle out
and on the shelves: not a lot,
And what there is (a boiled potato
in a bag, a chicken carcass
under foil) looking dispirited,
drained, mugged. This is not
a place to go in hope or hunger.
But, just to the right of the middle
of the middle door shelf, on fire, a lit-from-within red,
heart red, sexual red, wet neon red,
shining red in their liquid, exotic,
aloof, slumming
in such company: a jar
of maraschino cherries. Three-quarters
full, fiery globes, like strippers
at a church social. Maraschino cherries, maraschino,
the only foreign word I knew. Not once
did I see these cherries employed: not
in a drink, nor on top
of a glob of ice cream,
or just pop one in your mouth. Not once.
The same jar there through an entire
childhood of dull dinners — bald meat,
pocked peas and, see above,
boiled potatoes. Maybe
they came over from the old country,
family heirlooms, or were status symbols
bought with a piece of the first paycheck
from a sweatshop,
which beat the pig farm in Bohemia,
handed down from my grandparents
to my parents
to be someday mine,
then my child’s?
They were beautiful
and, if I never ate one,
it was because I knew it might be missed
or because I knew it would not be replaced
and because you do not eat
that which rips your heart with joy.
“Refrigerator, 1957” from New And Selected Poems: 1975-1995 by Thomas Lux. Copyright (c) 1997 by Thomas Lux. Used by permission of HarperCollins Publishers. Reading rights granted by the Lux estate.
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