Un país que silencia su ciencia abandona su destino. En República Dominicana, el anteproyecto de Ley General de Educación 2025 propone una fusión explícita entre el Ministerio de Educación Superior, Ciencia y Tecnología (MESCyT) y el Ministerio de Educación (MINERD), según lo establece el artículo 169. Lo que se presenta como una solución administrativa, es en realidad un movimiento tectónico que amenaza con fracturar la columna vertebral del sistema educativo dominicano: su autonomía, su capacidad científica, su estructura de calidad y su conexión con el futuro.
Desde su fundación, el MESCyT ha sido más que una burocracia: ha sido un puente. Un punto de encuentro entre el conocimiento, la innovación y la sociedad. Ha financiado más de 250 proyectos de investigación a través del Fondo Nacional de Innovación y Desarrollo Científico y Tecnológico (FONDOCYT), con una inversión que supera los RD$1,352 millones según datos oficiales publicados por el propio ministerio en junio de 2024. Ha conectado a miles de estudiantes dominicanos con el mundo académico global a través de becas internacionales, ha fortalecido la calidad docente, y ha sembrado ciencia en una tierra que lucha por florecer.
Pero esta estructura, con todos sus logros y deudas pendientes, está hoy en peligro.
El nuevo texto legal no solo ordena la fusión. Desmantela. Suprime el CONESCyT, órgano clave para la coordinación entre el Estado, las universidades y el sector productivo. Elimina el IDEICE, único instituto técnico de evaluación educativa del país. Borra del marco jurídico los conceptos de calidad científica y académica, relegando la investigación al silencio. Y al absorber todas las funciones del MESCyT en el MINERD, coloca a las universidades bajo una estructura vertical diseñada para otra realidad: la educación preuniversitaria.
¿Dónde queda entonces la autonomía universitaria? La Constitución Dominicana, en su artículo 63, numerales 7 y 8, establece que todas las universidades —no solo la UASD— tienen derecho a la autonomía y a regirse por sus propios estatutos. Eso implica tomar decisiones en materia de investigación, presupuesto, programas académicos y gobernanza. Pero bajo un solo ministerio, regido por políticas de educación básica, esa autonomía se vuelve decorativa.
El impacto no será solo institucional. Será cultural, social y económico. La ciencia no es un lujo; es infraestructura para el desarrollo. Un país que no investiga, que no innova, que no planifica desde el conocimiento, se convierte en consumidor perpetuo de soluciones ajenas. La fusión no trae eficiencia si no reconoce las especificidades del nivel superior, si no garantiza financiamiento, si no protege los espacios de diálogo técnico.
La experiencia internacional lo demuestra. En Arabia Saudita, la fusión de sus ministerios en 2015 provocó una caída medible en la producción científica, según estudios citados por ResearchGate y el Saudi Gazette (2017). En Sudáfrica, se generó una parálisis institucional y burocracia excesiva que frenó la investigación. En Canadá, provincias que centralizaron funciones vieron cómo las universidades quedaban atrapadas en modelos de gestión ajenos a su naturaleza (Canadian Journal of Higher Education, 2016). Alemania, en cambio, mantiene separados sus ministerios, lo que ha facilitado el desarrollo autónomo y productivo de su sistema universitario, hoy uno de los más innovadores del mundo.
Entonces, ¿por qué imitamos modelos fallidos y descartamos los exitosos?
El país no necesita una fusión. Necesita una articulación inteligente. Una política de Estado que permita sinergias entre niveles sin destruir la especificidad de cada uno. Mecanismos de cooperación técnica, coordinación interministerial, sistemas nacionales de evaluación autónomos y transparencia presupuestaria diferenciada pueden lograr más que una “simplificación” legal que termina empobreciendo la institucionalidad.
Porque lo que está en juego no es un cargo. Es la posibilidad de que un joven dominicano descubra una vacuna, una ingeniera diseñe energía limpia, una universidad publique conocimiento que transforme comunidades. Lo que está en juego es si la ciencia y la educación seguirán siendo parte de nuestro proyecto de nación o quedarán absorbidas por una maquinaria ciega al futuro.
Este no es solo un tema de rectores ni de académicos. Es un tema de país. El gobierno aún está a tiempo de detenerse, abrir un proceso de consulta multisectorial, escuchar a quienes han dedicado su vida a la educación y al conocimiento. Y sobre todo, está a tiempo de recordar que las grandes reformas no se hacen por decreto, sino por consenso, evidencia y visión de largo plazo.
Reformar sí. Pero con datos, con diálogo, con diagnóstico y con dirección. Fusionar sin entender es confundir. Y confundir la educación es hipotecar el futuro.
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