Cuando en 1851 Joseph Saint-Rémy publicó en París las Mémoires pour servir à l’histoire d’Haïti, firmadas por Louis Boisrond-Tonnerre, el libro llegó al público con una doble carga: por un lado, la autoridad del primer cronista de la independencia haitiana; por el otro, la sombra de un autor que, según el propio editor, había sido más temido que admirado. Las memorias aparecían casi medio siglo después de los hechos, en un momento en que la joven república buscaba ordenar el torbellino de su propio origen. Y sin embargo, lejos de ofrecer un relato frío y distante, el texto de Boisrond-Tonnerre ardía todavía con la fiebre de 1802 y 1803, con el incendio de ciudades, el asalto de fuertes y el deseo irrevocable de borrar para siempre el nombre francés del suelo haitiano.

Boisrond-Tonnerre, secretario de Jean-Jacques Dessalines, había sido testigo directo —y a veces artífice— de la más vertiginosa y brutal revolución del Atlántico. El general en jefe no hablaba francés y era analfabeto; su pensamiento político y militar se transmitía a través de sus secretarios, Boisrond y Étienne Mentor. Por ello, las memorias no son solo un relato histórico: son también una pieza de intermediación, una prolongación escrita de la voz de Dessalines, moldeada en el fuego del resentimiento colonial y en la convicción delirante de que la libertad debía estabilizarse mediante el terror.

El propósito de las Memorias, según el propio Boisrond, era doble. Primero, fijar para la posteridad el registro heroico de la lucha de los antiguos esclavos contra la «nación más grande del mundo». Ser el primer escribano de la liberación haitiana le daba, como él mismo afirmaba, un sitio inmutable entre los fundadores de la patria. Pero al mismo tiempo, el libro buscaba transmitir un mensaje político más urgente: denunciar la barbarie francesa, legitimar la violencia revolucionaria y advertir a los “esclavos de todos los países” que la libertad no es un don, sino una acción feroz que se arranca a los opresores. Por eso en sus páginas se amontonan escenas de atrocidades, ejecuciones, incendios, batallas y venganzas, todas presentadas con un tono de terrible certidumbre. Nada de lo narrado —aseguraba— era invento, ningún crimen exagerado; temía incluso que las naciones civilizadas no pudieran creer la magnitud de lo cometido por el ejército colonial.

Uno de los ejes narrativos del libro es la construcción del heroísmo de Dessalines. Boisrond-Tonnerre lo presenta como el único jefe capaz de infundir pánico a los franceses, el estratega infatigable que incendia su propia casa antes de permitir la captura de Saint-Marc, el conductor que organiza la insurrección en el Artibonite repartiendo rifles que no tenía, el comandante que, en Crête-à-Pierrot, enfrenta quince mil hombres con apenas setecientos y los hace huir en desorden. A su lado, figura también el heroísmo de Lamartinière, de Capoix-La-Mort, de Pétion, de Geffrard, aunque siempre bajo la sombra de la grandeza mayor del general en jefe. El libro es, así, una epopeya militar, pero escrita desde el rencor ardiente del vencido que termina vencedor.

Y sin embargo, cuando Saint-Rémy decide publicar las memorias, siente también la obligación de presentar al público quién había sido realmente ese narrador de prosa incendiaria. Su retrato de Boisrond-Tonnerre es despiadado, casi un acto de ajuste de cuentas.. Lo acusa de ser uno de los peores criminales del período revolucionario, un hombre sin moral, con una absoluta falta de respeto por la vida , llevado por consejero, el motor de la masacre  de los 3000 a 5000 colonos franceses en 1804 y, después, perseguidor de sus propios compatriotas. Con Mentor —escribe— formó la pareja diabólica– que empujaron a Dessalines hacia el abismo en el que terminaría cayendo.

Pero Saint-Rémy no se limita a fustigar al hombre. También critica duramente la historiografía que produjo. Aun reconociendo que las Mémoires contienen “revelaciones preciosas” sobre la independencia, señala que el texto es un canto cortesano a Dessalines, una visión sesgada que reduce o distorsiona el papel de grandes figuras como Pétion, Capoix o Geffrard. Denuncia sus errores, su parcialidad, sus injusticias hacia Toussaint Louverture —a quien el propio Saint-Rémy considera superior en genio y heroísmo— y advierte al lector moderno que no acepte sin cautela los juicios del autor. Las memorias, afirma, son el producto de un hombre arrastrado por los odios del momento, un hombre que veía en el movimiento igualitario no una promesa, sino una ocasión para dar rienda suelta a su resentimiento.

Y sin embargo, pese a esa crítica feroz, las Memorias sobreviven como una obra fundacional. No solo por ser el primer intento haitiano de escribir la propia historia, sino porque constituyen un artefacto político excepcional: allí se formula, quizá por primera vez, una idea embrionaria de negritud, una afirmación radical de que el negro no solo puede gobernarse a sí mismo sino que debe hacerlo mediante la ruptura total con la civilización que lo esclavizó.

El célebre exabrupto de Boisrond-Tonnerre durante la redacción del Acta de Independencia — para redactar el acta de independencia fue necesario “la piel de un blanco como  pergamino, su cráneo como tintero, su sangre como  tinta y como pluma una bayoneta”—, planteaba la imposibilidad de convivencia entre negros y blancos en un mismo territorio.Toda la tendencia negrocéntrica que prohibía el derecho de propiedad a los blancos y el acceso a la nacionalidad nace de este fanatismo. No se trataba de una tragica hiperbole, sino de una visión que lleva al racismo antiblanco, a la aniquilación y al asesinato de los blancos dispersos aun en las reconditas comarcas haitianas.  Saint-Rémy sostiene que  después de echar a los blancos, en un segundo momento pasó a  "proscribir a los mulatos y a los negros ilustrados". Esta fue la razón por la que Saint-Rémy lo consideró "más funesto que útil".

Su formación explica parte de su trayectoria. Nacido en Saint-Louis-du-Sud, estudio en Paris en el college de la marché, enviado por su tio paterno Louis Francois Boisrond , Saint Remy subraya que no era un estudiante particularmente dotado,educado en medio de un régimen donde la escala social estaba marcada por el color de la piel, comprendió desde temprano que la sociedad colonial se sostenía en una ficción de superioridad racial que él aprendió a detestar con razón. Pero de ese odio legítimo nació, en su juventud, una visión absoluta, impermeable, incapaz de admitir la complejidad de las fuerzas que determinarían el destino del país. Su ingreso al círculo de Dessalines durante la expedición de Leclerc lo transformó en el teórico de una revolución que ya no podía ser moderada. Y con las Mémoires —escritas entre el deseo de justificar al emperador y la necesidad de incriminar a sus adversarios— trató de fijar en el papel la versión oficial de los hechos, ignorando que la historia, al fin, se burla de toda propaganda oficial.

La figura de Boisrond Tonnerre, lejos de ser un accidente, es un síntoma. Representa la tragedia del revolucionario cuya virtud es también su perdición: la incapacidad de comprender que la guerra produce libertad, pero la política produce Estado; que el heroísmo, necesario en la lucha, puede ser un veneno en la paz; y que el odio, aun cuando se origina en la opresión, no basta para construir  ese Estado..

Louis Boisrond-Tonnerre encarna esa fauna de revolucionarios que la historia genera con alarmante facilidad: espíritus inflamados que confunden la vehemencia con el razonamiento y la estridencia con la inteligencia. Que los manuales escolares lo presenten como símbolo del fervor revolucionario, fervor que  siempre ha sido más cómodo de celebrar que de pensar. Pero basta mirarlo con la serenidad que él jamás practicó para advertir que su papel en la independencia haitiana no fue el de constructor de un Estado, sino el de incendiario intelectual que ayudó —sin advertirlo— a dinamitar las bases del país que pretendía salvar.

Saint-Rémy lo calificó en 1851 como “personaje horrible”. La expresión, lejos de excesiva, es piadosa. Boisrond Tonnerre no fue horrible por maldad, sino por esa forma tóxica de idealismo que convierte la pasión en dogma y el dogma en devastación. Creía que la historia debía ajustarse a los impulsos del momento y que, si se resistía, podía corregirse con la espada o con la imprenta.

El contexto, por brutal, explica pero no absuelve. Haití, recién independizado, necesitaba prudencia, imaginación institucional, diplomacia mínima. Obtuvo a un fanático convencido de que los enemigos desaparecen por decreto y de que la legitimidad brota de la intensidad. Su radicalismo alimentó la división del país, exacerbó el aislamiento internacional y consolidó una cultura de poder basada exclusivamente en la fuerza. Tras el asesinato de Dessalines en Pont Rouge, el país no se partió en dos por azar: Boisrond contribuyó, con su doctrina de pureza inflexible, a que la república vitalicia del Sur y la monarquía del Norte fueran casi inevitables. Nada divide tanto como un profeta convencido.

Sus Mémoires lo delatan mejor que cualquier adversario. No narra: sentencia. No analiza: condena. Transformó la complejidad de la revolución en un panfleto moralista donde Dessalines es santo y Louverture, villano. Ese maniqueísmo —útil para agitar multitudes, inútil para gobernar países— no solo distorsionó el pasado, sino que condicionó políticas enteras. Mientras Louverture entendió que la libertad exige administrar una economía, y Dessalines que expulsar a Francia era apenas el comienzo, Boisrond Tonnerre no entendió nada. Pero escribió mucho. Ese fue su mayor peligro.

El precio no tardó en llegar. En un mundo dominado por potencias esclavistas que veían a Haití como un desafío intolerable, él optó por la retórica del antagonismo absoluto.

Su final no fue una injusticia histórica, sino la consecuencia lógica de su propio credo. Quien predica que el desacuerdo es traición no puede sorprenderse cuando la política aplica la misma regla. Boisrond Tonnerre murió víctima del radicalismo que él mismo sembró.

El 17 de octubre de 1806  un grupo de generales encabezados por Petion, Guerin, y Christophe le tendieron la emboscada de la muerte al  emperador Jacques I  y lo destazaron. El cadáver de Dessalines, ya todo mutilado, fue recogido y transportado al cementerio interior por una vieja loca llamada Défilée. Boisrond Tonnerre y Etienne Mentor habían acompañado al emperador en el desplazamiento, ambos presenciaron impasibles el magnicidio, y regresaron a Puerto Principe con los conjurados, gritando: Abajo la tiranía. Trataron con marrullerías de sumarse al carro del triunfo.  Pero el pueblo pidio justicia para los cabecillas de todo el daño que había infligido el emperador y fueron encerrados en calabozos y el 24 de octubre fueron asesinados a bayonetazos.

Lejos de las devociones escolares, emerge su verdadero retrato: no el héroe ni el monstruo, sino una figura más peligrosa por común —el intelectual irresponsable. Ese tipo que confunde la intransigencia con la lucidez, que cree que la realidad debe obedecer a sus principios, y que cuando no lo hace la acusa de cobardía. Los tiranos destruyen cuerpos; los iluminados destruyen naciones enteras con la pluma.

Boisrond Tonnerre quiso purificar la revolución y consagró la sospecha perpetua. Quiso castigar al opresor y terminó castigando a su propio pueblo con una retórica que hacía ingobernable cualquier Estado naciente. Su vida nos enseña que las revoluciones no se ganan solo con odio, sino con visión. Que la justicia no se construye sobre tumbas, sino sobre instituciones. Y que el verdadero desafío de la libertad no es derrocar a los opresores, sino construir algo durable en su lugar.

Haití pagó un precio altísimo por su radicalismo.

¿Si hubiera entendido que la verdadera revolución no termina con la independencia, sino que empieza con ella? La historia no tiene respuestas fáciles, pero su ejemplo sigue siendo una advertencia: el fuego que quema al opresor puede, si no se controla, consumir también al revolucionario.

La comparación con Toussaint Louverture es instructiva y brutal. Toussaint, con todas sus limitaciones, comprendió una verdad que Boisrond Tonnerre jamás sospechó: que sin los blancos no había economía, ni diplomacia, ni conocimiento técnico suficiente para estabilizar un país devastado. Por eso los integró a su gabinete; por eso permitió el retorno parcial de plantadores; por eso buscó mantener la producción azucarera bajo nuevas reglas; por eso insistió en negociar con Francia, incluso cuando Francia ya había traicionado. Su proyecto era multirracial, estatal, organizado. No porque fuera “suave”, sino porque era lúcido.

Boisrond Tonnerre y el círculo radical que lo rodeaba despreciaban esa visión. Para ellos, cualquier acercamiento a los blancos —incluso a los que no habían sido esclavistas— era una forma de traición moral. La revolución, en vez de ser un proceso de liberación, se convirtió en una liturgia de pureza identitaria. Cuando la identidad se vuelve un dogma, la política deja de existir y solo queda la exclusión como herramienta y como fin.

Así se produjo un fenómeno que la historiografía haitiana a veces evita nombrar: el enquistamiento negrocéntrico, es decir, la afirmación de que la legitimidad del Estado dependía de la exclusión total del blanco, como si las naciones se construyeran por amputación. La tríada Dessalines–Boisrond Tonnerre–radicales del momento dio forma a ese imaginario. Y la comunidad internacional, que observaba horrorizada las matanzas de 1804, encontró en ese discurso el pretexto perfecto para aislar a Haití bajo la fórmula de que “no era un país civilizable.

El resultado fue doble:
  1. Aislamiento diplomático, que no fue una fatalidad natural sino el reflejo directo del discurso que Haití proyectó hacia afuera.
  2. Ruptura con los sectores que podían haber reconstruido la economía. Al expulsar o exterminar a la población blanca —incluyendo técnicos, comerciantes, artesanos, abogados, médicos—, la joven nación perdió una parte de su capital humano más difícil de reemplazar en el corto plazo. Era la población que habia fundado la colonia, los primeros habitantes de Saint Domingue, a los que se trataba, increible, de extranjeros.

Ese vacío se llenó con improvisación, militarización permanente y una cultura política obsesionada con la sospecha. Boisrond Tonnerre no creó esos problemas, pero los fijó en el lenguaje oficial, dándoles la dignidad del principio inalterable.

Referencias bibliograficas

Boisrond-Tonnerre, L. F. M. (1851). Mémoires pour servir à l’histoire d’Haïti, précédés de différents actes políticos dus à sa plume et d’une étude historique et critique (J. Saint-Rémy, Ed.). París, Francia: Librairie France.

Boisrond-Tonnerre, L. F. M. (2016). Mémoires pour servir à l’histoire d’Haïti (Reedición de la edición de 1851). Port-au-Prince, Haití: Éditions Fardin.

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Manuel Núñez Asencio

Lingüista

Lingüista, educador y escritor. Miembro de la Academia Dominicana de la Lengua. Licenciado en Lingüística y Literatura por la Universidad de París VIII y máster en Lingüística Aplicada y Literatura General en la Universidad de París VIII, realizó estudios de doctorado en Lingüística Aplicada a la Enseñanza de la Lengua (FLE) en la Universidad de Antilles-Guyane. Ha sido profesor de Lengua y Literatura en la Universidad Tecnológica de Santiago y en el Instituto Tecnológico de Santo Domingo, y de Lingüística Aplicada en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Fue director del Departamento de Filosofía y Letras de la Universidad Tecnológica de Santiago y fue director del Departamento de Español de la Universidad APEC. Autor de numerosos textos de enseñanza de la literatura y la lengua española, tanto en la editorial Susaeta como en la editorial Santillana, en la que fue director de Lengua Española durante un largo periodo y responsable de toda la serie del bachillerato, así como autor de las colecciones Lengua Española y Español, y director de las colecciones de lectura, las guías de los profesores y una colección de ortografía para educación básica. Ha recibido, entre otros reconocimientos, el Premio Nacional de Ensayo de 1990 por la obra El ocaso de la nación dominicana, título que, en segunda edición ampliada y corregida, recibió también el Premio de Libro del Año de la Feria Internacional del Libro (Premio E. León Jimenes) de 2001, y el Premio Nacional de Ensayo por Peña Batlle en la era de Trujillo en 2008.

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