En la República Dominicana existe una marcada diferencia entre las calificaciones que los estudiantes reciben de sus maestros durante el año escolar y los resultados que obtienen en las Pruebas Nacionales, los exámenes estandarizados que aplica el Ministerio de Educación al finalizar la secundaria. Esta discrepancia constituye un serio llamado de atención. No se trata de un simple problema técnico entre dos formas de evaluar, sino de un síntoma de inconsistencias más profundas en la enseñanza y en la cultura evaluativa, con consecuencias directas para el futuro de nuestros jóvenes y para la credibilidad del sistema educativo.
Durante años, miles de estudiantes han recibido notas que sugieren dominio de las materias, pero al llegar a la evaluación de las pruebas nacionales muestran aprendizajes insuficientes. Esta paradoja desnuda dos problemas centrales: un currículo que muchas veces no se cubre en toda su extensión y una cultura evaluativa que, por presión o costumbre, tiende a sobrevalorar el rendimiento. El resultado es una ilusión de éxito académico que condena a muchos estudiantes a enfrentar los estudios superiores o el mercado laboral con competencias frágiles.
La conclusión es clara y contundente: solo enfrentando con honestidad las inconsistencias del sistema podremos construir una educación más robusta, donde la promoción escolar vaya de la mano con la apropiación de saberes y capacidades. No basta con celebrar tasas de aprobación elevadas si estas esconden vacíos de aprendizaje. La verdadera justicia educativa no se alcanza con indicadores complacientes, sino garantizando que cada niño, niña y adolescente reciba la oportunidad real de aprender lo que necesita para desarrollarse como ciudadano y profesional en el siglo XXI.
La evidencia disponible es consistente. En promedio, existe una diferencia de alrededor de 30 puntos entre las notas de presentación otorgadas por los docentes y los resultados que alcanzan los estudiantes en las Pruebas Nacionales. Dicho de otra forma: un alumno que recibe 85 puntos en la nota de presentación de la escuela suele obtener apenas 55 en la prueba nacional estandarizada. La brecha es todavía mayor en el sector público, en la modalidad académica, en la tanda nocturna y en regiones con mayor vulnerabilidad socioeconómica.
Esto no es un detalle menor. Al representar la nota de presentación el 70 % del promedio ponderado para la promoción, miles de jóvenes avanzan de grado —e incluso culminan la secundaria— sin haber alcanzado las competencias mínimas que el currículo nacional por competencias establece. El resultado es que muchos de ellos se ven obligados a enfrentar la educación superior o el mercado laboral con serias carencias formativas, lo que limita sus oportunidades y profundiza las desigualdades
Es especialmente importante subrayar que esta práctica de inflar o suavizar calificaciones afecta con mayor severidad a los sectores más vulnerables. Los estudiantes de familias con mayores recursos pueden compensar las deficiencias con clases privadas, tecnología, materiales adicionales y entornos familiares estimulantes. En cambio, los jóvenes de entornos desfavorecidos dependen casi exclusivamente de la escuela.
Cuando a estos últimos se les otorgan calificaciones que no reflejan su nivel real de desempeño, se les priva de la retroalimentación necesaria para mejorar y se les expone a un futuro de frustraciones y limitaciones. La ilusión de éxito académico no solo es técnicamente ineficaz: es también éticamente indeseable, porque perpetúa inequidades bajo la apariencia de éxito. Se trata, en los hechos, de una injusticia social que penaliza doblemente a quienes más necesitan una escuela exigente y transformadora.
Los hallazgos recientes que hemos obtenido en una investigación sobre las Pruebas Nacionales son muy elocuentes y esperamos presentarlos próximamente al país. Los resultados confirman que la brecha entre la Nota de Presentación (NP) y la calificación obtenida en las Pruebas Nacionales (PN) es amplia y persistente, y que se combina con una desconexión preocupante entre las tasas de promoción y los niveles reales de desempeño.
En otras palabras, mientras más del 75 % de los estudiantes son promovidos cada año, la mayoría de ellos se concentra en los niveles I y II de desempeño de las Pruebas Nacionales, que reflejan aprendizajes incipientes o básicos. Muy pocos alcanzan el Nivel IV, que corresponde a un dominio avanzado de las competencias. La tasa de promoción, por sí sola, se ha convertido en un indicador poco confiable de la calidad educativa.
La respuesta a este desafío debe tener en el centro los principios de equidad y calidad. Equidad, porque todos los estudiantes —independientemente de la escuela, la modalidad o la región en la que estudien— merecen estándares claros y justos. Calidad, porque un sistema educativo sólido no se conforma con calificaciones infladas, sino que asegura que los logros de aprendizaje sean consistentes, verificables y útiles para la vida académica, laboral y ciudadana.
No se trata de hacer las pruebas más fáciles ni de endurecer las calificaciones internas de forma mecánica. Se trata de construir un sistema donde aprobar sea sinónimo de aprender; donde la calificación otorgada por la escuela refleje con honestidad lo que los estudiantes saben y saben hacer; donde la evaluación sea un espejo fiel de la enseñanza y no un maquillaje para ocultar debilidades.
Las propuestas para cerrar esta brecha son conocidas y factibles:
- Reforzar la alineación entre currículo, enseñanza y evaluación, de manera que lo que se enseña en las aulas sea lo mismo que se evalúa en las pruebas nacionales.
- Monitorear de forma sistemática la brecha NP–PN en cada centro educativo, distrito y región, y usarla como indicador clave de gestión para orientar apoyos diferenciados.
- Fortalecer la formación docente en evaluación por competencias, dotando a los maestros de herramientas prácticas para diseñar instrumentos objetivos y alineados a los estándares nacionales.
- Revisar la política de promoción, considerando ajustes en la ponderación 70/30 y el establecimiento de requisitos mínimos en las Pruebas Nacionales para aprobar.
- Focalizar recursos adicionales en las escuelas y regiones más vulnerables, allí donde las brechas son mayores y la inequidad más profunda.
La tarea es desafiante, pero impostergable. El país no puede permitirse seguir promoviendo generaciones con títulos que no corresponden a competencias reales. El costo social de esta práctica es demasiado alto: jóvenes que llegan a la universidad sin bases sólidas, trabajadores que enfrentan empleos con escasas oportunidades de movilidad, ciudadanos que carecen de herramientas críticas para participar plenamente en la vida democrática.
Sin embargo, el desafío es también una oportunidad. Si asumimos con honestidad esta agenda, podremos transformar debilidades en fortalezas y avanzar hacia una educación más justa, exigente y transformadora. Una educación que devuelva sentido a la promoción escolar, que premie el esfuerzo y el aprendizaje real, que abra oportunidades y no las cierre.
La conclusión es ineludible: cerrar la brecha NP–PN no es un fin en sí mismo, sino un medio para garantizar el derecho a una educación de calidad con equidad. Al reducir esta brecha, aseguramos que una calificación aprobatoria signifique competencia adquirida, y que ningún estudiante sea engañado con una falsa aprobación que luego derive en fracaso.
Solo enfrentando con honestidad nuestras inconsistencias podremos construir una educación más robusta, donde la promoción escolar vaya de la mano con la apropiación de saberes y capacidades. Ese esfuerzo requiere mantener en el centro los principios de equidad y calidad, reconociendo que no se trata solo de mejorar puntajes en pruebas, sino de garantizar que cada estudiante aprenda, crezca y tenga éxito, respaldado por un currículo bien enseñado y una evaluación justa.
El reto es grande, pero impostergable. La evidencia está sobre la mesa. Ahora corresponde convertirla en acción sostenida y transformadora, capaz de asegurar el futuro de las nuevas generaciones.
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