El debate político moderno ha distinguido entre autoritarismo y totalitarismo, dos modelos de concentración del poder que, aunque comparten la negación de las libertades fundamentales, se diferencian en su alcance y en los mecanismos de control que emplean. Comprender esa distinción resulta clave para interpretar tanto la historia reciente como el rumbo que lleva el siglo XXI.

I.                        Dos formas del poder absoluto

El autoritarismo puede definirse como un sistema político en el que el poder se concentra en un líder, una élite o un partido, restringiendo las libertades políticas, limitando la participación ciudadana y sofocando la disidencia. No obstante, a menudo permite ciertos espacios económicos o sociales fuera del control directo del Estado, siempre que no amenacen al régimen.

Juan Linz (1926-2013), uno de los teóricos que más ha trabajado el concepto, sostiene que el autoritarismo se caracteriza por la existencia de “pluralismo político limitado, ausencia de ideología elaborada, ausencia de movilización política intensa, y un líder o pequeño grupo que ejerce el poder dentro de límites mal definidos pero predecibles”. El objetivo central es garantizar la estabilidad y obediencia, sin necesidad de transformar radicalmente la sociedad.

Ejemplos contemporáneos de autoritarismo –hasta prueba en contrario– son Rusia bajo Vladimir Putin donde existen elecciones y partidos de oposición, pero bajo un control férreo de los medios y represión de críticos; Turquía bajo Recep Tayyip Erdoğan, con concentración presidencialista y censura; o en América Latina, Nicaragua con Daniel Ortega y Venezuela con Nicolás Maduro, que conservan formas democráticas sin libertades reales.

El totalitarismo busca el control absoluto, no solo de la esfera política, sino que busca dominar la totalidad de la vida social, cultural, económica y hasta íntima de los individuos. Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo (1951), definió estos sistemas como “movimientos que subordinan absolutamente la vida de los ciudadanos a una ideología única y que utilizan el terror como método de gobierno.

En consecuencia, ese régimen requiere tres condiciones: una ideología oficial que pretende explicar y guiar todos los aspectos de la realidad, un partido único, usualmente bajo un líder carismático, que monopoliza el poder y, por supuesto, un sistema de terror y propaganda que busca moldear la mente y el comportamiento de la población.

El ejemplo paradigmático fue la Alemania nazi, con su proyecto de “renovación racial” sustentado en la ideología supremacista. Otro fue la Unión Soviética de Stalin, con censura, purgas y control total de la economía. En el presente, Corea del Norte representa el caso más cercano a un régimen totalitario, donde la ideología juche y el culto al líder dominan todos los ámbitos de la vida.

Ambos sistemas comparten la minusvaloración de cuanta variante exhiba la democracia liberal, así como el rechazo del contrapeso republicano de los poderes del Estado. Por eso podría afirmarse que el autoritarismo es una forma de dominación pragmática, mientras que el totalitarismo es una forma de dominación totalizante. Uno se preocupa por controlar el presente; el otro pretende adueñarse también del futuro, moldeando la conciencia y la cultura.

Ahora bien, algo nos enseña la historia universal. La libertad, en sus diversas acepciones, se reinventa frente a toda vocación absolutista. Si el autoritarismo sofoca libertades políticas, el totalitarismo amenaza con anular la autonomía humana en todas sus dimensiones. Pero ambos comparten un talón de Aquiles: la incapacidad de reprimir indefinidamente la aspiración de libertad, siempre presente en las sociedades humanas.

  1. Libertad e insurgencia de la razón 

Para pensar críticamente el presente, resulta fértil reunir en diálogo a tres figuras que, desde tradiciones y épocas diferentes, ofrecen herramientas conceptuales y éticas para enfrentar los excesos despóticos. Ellos son Baruch Spinoza (1632–1677), Octavio Paz (1914–1998) y Enrique Krauze (1947). Juntos constituyen una tríada intelectual que ilumina los caminos de resistencia frente a los regímenes autoritarios y totalitarios de nuestro tiempo.

– Para Baruch Spinoza, la noción de libertad está anclada en su filosofía racionalista y en su visión panteísta de la realidad, donde todo lo que existe es expresión de una única sustancia infinita: Dios o la Naturaleza (Deus sive Natura). Dado ese monismo, el hombre libre es el que entiende que todo lo que ocurre tiene su causa en la necesidad de esa única sustancia. Nada sucede por azar. “La libertad no es un libre albedrío, sino la comprensión de la necesidad”.

En su Ética, Spinoza explaya su concepción. “El hombre se cree libre porque es consciente de sus acciones, pero no lo es porque desconoce las causas que lo determinan”. Con esta frase, rechaza la idea tradicional del libre albedrío como una facultad absoluta de elegir sin condicionamientos. Para él, todo ser actúa necesariamente de acuerdo con su naturaleza y bajo la cadena causal que gobierna el universo.

En ese marco de referencia, la verdadera libertad consiste en conocer las causas que nos determinan y actuar de acuerdo con la razón. Cuanto más nos guiamos por las pasiones —como el miedo, el odio o el deseo ciego—, más esclavos somos, porque actuamos arrastrados por fuerzas externas. En cambio, cuanto más dejamos que la razón oriente nuestras acciones, más libres nos volvemos, porque actuamos según nuestra esencia y no según accidentes externos.

En el terreno político, esa concepción se traduce en la defensa de la libertad de pensamiento y de expresión. En su Tratado teológico-político (1670), Spinoza sostiene que el fin del Estado no es reprimir a los ciudadanos, sino garantizar que puedan vivir seguros y ejercer su razón sin miedo. “En un Estado libre, se permite a cada cual pensar lo que quiera y decir lo que piensa”.

En resumen, para Spinoza la libertad es un proceso de autoconocimiento y emancipación de las pasiones irracionales. No consiste en elegir arbitrariamente, sino en actuar con necesidad racional, de acuerdo con la naturaleza propia y universal. Es, al mismo tiempo, un ideal personal —vivir según la razón— y un ideal político —garantizar instituciones que permitan la libre expresión y la búsqueda del conocimiento.

Con razón, Jorge Luis Borges reconoció que “Spinoza ha tenido la virtud de inspirar devociones”. Veamos algunos de esos apegos, pero no a la luz del viejo continente, sino desde la del engreído y nuevo mundo, donde la tensión entre libertad y el engaño del autoritarismo ha pasado a ser una constante en la historia política y filosófica de esos pueblos.

– Octavio Paz, poeta y ensayista mexicano, asumió la libertad como principio vital y político. Sus posiciones críticas enrostraron, tanto a las dictaduras de derecha, como a los regímenes comunistas de izquierda. En El ogro filantrópico (1979) afirmó: “El dogma es enemigo de la libertad. Y no hay peor dogma que el que se presenta como verdad científica o moral infalible. Por eso, la lucha contra el totalitarismo es una lucha por la pluralidad.”

Conviene destacar su trayectoria. Paz conoció de cerca la experiencia revolucionaria y simpatizó con la izquierda. Sin embargo, pronto se desencantó al observar cómo la promesa emancipadora se convertía en nueva servidumbre y, en nombre de algún líder y su ideología, en un acto opresivo de purificación.

He aquí su confesión. En Itinerario (1991) afirma: “Creí en la revolución; me desencanté al ver en qué se convirtió. Una ortodoxia más, una religión sin dioses.”

Su crítica no se limitó a la política. En El laberinto de la soledad (1950) había explorado cómo los nacionalismos excluyentes esconden vacíos de identidad, generando un rechazo al otro que se disfraza de defensa de lo propio. Así anticipó el peligro del monismo identitario y autocrático contemporáneo; léase bien, tanto los de derecha como los de izquierda.

La contribución de Paz es clara y evidente. Allí donde Spinoza ofrece una filosofía racional de la libertad, Paz añade la dimensión estética y cultural de la pluralidad. Su apuesta por la democracia liberal no fue ingenua: la entendió como imperfecta pero perfectible, siempre abierta al diálogo y al disenso.

– Enrique Krauze, discípulo intelectual de Octavio Paz, ha continuado la defensa de la libertad y de la democracia frente a las nuevas amenazas del mesianismo político en nuestro tiempo. Como historiador y ensayista, ha estudiado la historia política de México y de América Latina para advertir sobre los peligros del caudillismo autocrático y del populismo.

En El poder y el delirio (2008), refiriéndose al gobierno de Hugo Chávez, escribió: “El caudillo no gobierna: predica, redime, castiga. Se asume encarnación del pueblo y niega la legitimidad de sus adversarios.

Ese tipo de liderazgo representa una forma moderna de autoritarismo que reemplaza el debate democrático por la prédica moral, la legalidad y la legitimidad por el voluntarismo, y el pluralismo por el unanimismo forzado.

Krauze insiste, por su parte, en que la democracia liberal requiere instituciones fuertes, división de poderes republicanos, ciudadanía educada y libertad intelectual. Solo así puede resistir los embates del populismo de izquierda, igual que los de los nacionalismos de derecha. Su obra es una advertencia contra los mesías políticos que prometen redención a cambio de purificación doctrinaria y sumisión popular.

La gran trinchera

Reunidos en un mismo marco de análisis, Spinoza, Paz y Krauze constituyen una tríada adecuada para enfrentar autoritarismos y totalitarismos. Cada uno aporta un prisma necesario: Spinoza, la fundamentación filosófica; Paz, la dimensión ética y cultural; Krauze, la visión histórica y política.

En ese tenor, y provistos de sus respectivos prismas, ellos defienden la libertad de expresión y de acción, de modo que estimulan la participación ciudadana en la vida pública y contribuyen a superar notables limitantes deliberativas de los ciudadanos en regímenes de democracia representativa, incluyendo el dominicano, por ejemplo. Su pensamiento demuestra que el autoritarismo y el totalitarismo —sin importar el prejuicio o ideología que los sustente— no son accidentes del pasado, sino riesgos permanentes de la vida política.

Por consiguiente, ellos —y muchos otros a quienes no puedo hacer plena justicia en este espacio— enfrentan a el fantasma de nuestro mundo: el prejuicio [1], en todas sus variantes. Lo hacen desde distintas trincheras del siglo XXI, en abierta oposición a los delirios contemporáneos que buscan aferrarse al poder absoluto para manejar el supuesto destino de la humanidad.

[1] Ver, en Acento.com del 22 de agosto de 2025: https://acento.com.do/opinion/el-fantasma-de-nuestro-mundo-el-prejuicio-9540313.html

Fernando Ferran

Educador

Profesor Investigador Programa de Estudios del Desarrollo Dominicano, PUCMM

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