La República Dominicana vive una fase de posibilidad histórica. En las últimas dos décadas ha logrado estabilidad macroeconómica, expansión educativa, crecimiento digital y una modernización institucional progresiva. Hoy dispone de una base educativa más amplia, una economía de servicios dinámica y una juventud conectada digitalmente: un capital humano y social sin precedentes. Sin embargo, persiste una paradoja que define nuestro tiempo: hemos ampliado las capacidades educativas y tecnológicas, pero aún no logramos traducirlas en innovación productiva ni científica. Superarla exige transformar esa brecha en agenda compartida, articulando la educación, la ciencia y la tecnología dentro de una institucionalidad que aprenda y de una estrategia nacional orientada a convertir el conocimiento en valor económico y social.

El Índice Global de Innovación 2025 (GII) —publicado recientemente por la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), en colaboración con la Universidad de Cornell y el INSEAD— confirma lo que muchos analistas han advertido: nuestro sistema nacional de innovación no está funcionando. De los 139 países evaluados, la República Dominicana ocupa el puesto 97. No es solo una cifra: es un espejo que refleja con crudeza nuestras limitaciones estructurales.

Más preocupante que la posición es la brecha entre lo que invertimos y lo que obtenemos. El GII distingue entre insumos de innovación (condiciones y recursos) y resultados de innovación (productos científicos, tecnológicos y creativos). En insumos, el país se ubica en el puesto 84; en resultados, cae al 102. Tenemos condiciones, pero no resultados. La capacidad institucional, educativa y digital no logra traducirse en conocimiento aplicado, patentes o emprendimientos innovadores.

El informe añade un dato inquietante: no existen registros oficiales sobre el gasto nacional en investigación y desarrollo (I+D). El indicador aparece como “no disponible (n/a)”, señal de la falta de información sistemática. Esta carencia impide medir el esfuerzo nacional y revela una debilidad institucional en la gestión del conocimiento. A ello se suma el bajo número de investigadores a tiempo completo, la concentración de la producción científica en pocas universidades y los vínculos todavía incipientes entre academia, sector productivo y Estado.

Tenemos condiciones, pero no resultados: la capacidad educativa y digital aún no se traduce en innovación aplicada.

La paradoja es evidente: contamos con una base educativa más amplia que nunca, una economía de servicios dinámica y una juventud conectada digitalmente. Estas capacidades dispersas son, en realidad, las palancas para un salto de productividad si se alinean en torno a misiones con metas verificables y financiamiento competitivo.

Como subraya la OCDE (2023), el desarrollo futuro dependerá menos de la capacidad de producir y más de la capacidad de aprender, adaptarse e innovar. La innovación es, en el fondo, una política del aprendizaje: aprender de los errores, conectar saberes y anticipar los cambios.

El desafío, por tanto, ya no es solo educativo, sino institucional. El país necesita estructuras capaces de generar, articular y aplicar conocimiento de forma estratégica y sostenida. Esa es la gran tarea pendiente: pasar de una política centrada en la expansión educativa a una política científica, tecnológica e innovadora con visión de largo plazo, coordinación interinstitucional y autonomía efectiva.

En este contexto, el debate sobre la posible fusión del Ministerio de Educación (MINERD) con el Ministerio de Educación Superior, Ciencia y Tecnología (MESCYT) adquiere una relevancia mayor. No se trata solo de reorganizar estructuras, sino de definir cómo gobernamos el conocimiento. Para algunos, la integración representaría una oportunidad de coherencia; para otros, el riesgo de diluir la ciencia y la innovación dentro del aparato educativo.

Pero el problema de fondo no es la fusión, sino la ausencia de una arquitectura institucional que coloque la ciencia, la tecnología y la innovación en el centro del desarrollo nacional.

Las experiencias internacionales ofrecen lecciones valiosas. Chile no fortaleció su capacidad científica fusionando ministerios, sino creando el Ministerio de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación y la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo (ANID). Colombia dio un paso similar con Minciencias, dotándolo de una hoja de ruta hasta 2031. El Reino Unido consolidó la UK Research and Innovation (UKRI), una entidad con autonomía operativa y supervisión técnica independiente. El denominador común es la autonomía funcional: no se trata de multiplicar estructuras, sino de construir instituciones capaces de pensar estratégicamente, ejecutar con eficiencia y evaluar con independencia de los ciclos políticos.

Esa es precisamente la lección que la República Dominicana debería extraer. En la evidencia aportada por el Índice Global de Innovación 2025 y en las mejores prácticas internacionales converge una misma conclusión: el país necesita una Agencia Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación (ANACTI). No se trata de crear otro ministerio, sino una institución pública autónoma, con personalidad jurídica y patrimonio propio, concebida para actuar como puente entre el conocimiento y la economía, y como motor del Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación (SNCTI), integrando los esfuerzos de universidades, empresas y Estado.

Para cumplir su propósito, la ANACTI debería:

  1. Financiar la investigación básica y aplicada mediante fondos competitivos y transparentes.
  2. Promover la vinculación universidad–empresa–Estado, impulsando clústeres y proyectos conjuntos.
  3. Coordinar misiones nacionales de innovación en sectores clave: transición verde, transformación digital, agrotecnología, salud pública y manufactura avanzada.
  4. Evaluar el impacto de la inversión en CTI mediante indicadores vinculados al GII.
  5. Desarrollar nodos regionales de innovación para descentralizar las oportunidades científicas y tecnológicas.
  6. Consolidar redes de Oficinas de Transferencia de Tecnología (OTT) para transformar el conocimiento académico en patentes, licencias y emprendimientos.

Una agencia de esta naturaleza no se improvisa: requiere una ley especial que la reconozca como parte esencial del desarrollo nacional y le otorgue financiamiento estable, mecanismos de evaluación rigurosos y una estructura de coordinación interministerial. Solo así la ciencia, la tecnología y la innovación podrán convertirse en verdaderos ejes de la estrategia de desarrollo del país.

En la literatura sobre gestión y políticas públicas y gestión organizacional en general, se habla de las “organizaciones que aprenden”: instituciones capaces de transformar información en conocimiento y conocimiento en acción (Argyris & Schön, 1978; Senge, 1990; Garvin, 1993). Michael Fullan aplicó este concepto al ámbito educativo; aquí, su sentido se amplía al Estado: construir una institucionalidad pública que aprenda de sus resultados, genere evidencia y ajuste sus políticas sobre la base de lo aprendido. Esa es la verdadera modernización: un Estado que aprende, no que repite.

La verdadera revolución del conocimiento comienza cuando Estado, universidades y empresas trabajan como un sistema articulado.

La creación de la ANACTI no debe verse como una iniciativa técnica o sectorial, sino como un pilar de política de Estado. Su institucionalización legal garantizaría continuidad más allá de los cambios de gobierno y permitiría articular los esfuerzos de las principales instancias públicas responsables del desarrollo económico, educativo, científico y tecnológico en torno a metas comunes de largo plazo. Esa coordinación podría materializarse en un Consejo Nacional de Innovación o algo parecido, presidido por el Poder Ejecutivo e integrado por representantes de dichas instancias, junto con universidades, empresas y sociedad civil, encargado de asegurar que la innovación no sea solo un discurso, sino un eje transversal y coherente de la política pública.

La República Dominicana está ante una disyuntiva histórica. Puede seguir avanzando lentamente con políticas fragmentadas y gasto simbólico en ciencia, o puede dar el salto hacia un modelo de desarrollo basado en conocimiento, innovación y sostenibilidad.
El Índice Global de Innovación 2025 lo muestra con claridad: no basta con tener buenas escuelas y conectividad; la verdadera revolución del conocimiento comienza cuando Estado, universidades y empresas trabajan como un Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación (SNCTI) coherente y articulado.

Crear una Agencia Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación no es un acto administrativo: es una decisión estratégica de país. Es apostar por un futuro en el que la inteligencia dominicana no solo consuma tecnología, sino que la produzca; en el que la investigación no sea un lujo, sino un bien público; y en el que la innovación deje de ser discurso para convertirse en motor real del desarrollo.

Apostar por la ciencia no es un gasto: es una inversión en soberanía, prosperidad y dignidad. Ese es el salto que, más temprano que tarde, la República Dominicana deberá dar.

Referencias

  • Argyris, C., & Schön, D. A. (1978).  Organizational learning: A theory of action perspective.  Addison-Wesley.
  • Fullan, M. (2010).  The six secrets of change: What the best leaders do to help their organizations survive and thrive. Jossey-Bass.
  • Garvin, D. A. (1993). Building a learning organization.  Harvard Business Review, 71(4), 78–91.
  • OCDE. (2023).  Science, technology and innovation outlook 2023.  OECD Publishing.
  • OMPI, Universidad de Cornell e INSEAD. (2025).  Índice Global de Innovación 2025: El futuro impulsado por el conocimiento.  Ginebra: Organización Mundial de la Propiedad Intelectual.
  • Senge, P. M. (1990).  The fifth discipline: The art and practice of the learning organization.  Doubleday.

Radhamés Mejía

Académico

Educador. Profesor Emérito de la PUCMM ExVicerrector de la PUCMM por más de 35 años y exrector de UNAPEC. Actualmente es Coodinador de la Comisión de Educación de la Academia de Ciencias de la República Dominicana (ACRD). En la actualidad es Director del Centro de Investigación y Desarrollo Humano (CIEDHUMANO)-PUCMM.

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