Un conocido mío, de nacionalidad australiana, vende equipos de buceo en nuestro país; de muy buena calidad, por cierto. El hombre está feliz: solamente en la ciudad de Sosúa cubre su cuota para toda Latinoamérica. Ahora vive allí entre sus magníficas ventas, baños de mar, el paisaje, y paseos por el medio kilómetro de calle repleta de prostitutas. Se ha olvidado de Australia.

La suerte ha sido su amiga, pues la forma singular en que los sosueños rinden culto domingos y fiestas de guardar les hace grandes consumidores de chapaletas, escafandras, tubos de respiración, tanques de oxígenos, cinturones de plomo, y trajes térmicos de goma. Se esmeran coquetos en escoger modelos de trajes de baños domingueros de colores recatados; por eso el vendedor también ofrece variedad de bañadores a precios razonables.

No se arrepentirán si uno de estos domingos se acerca por la bellísima playa de Sosua: verán de primera mano a los lugareños camino al mar, ataviados en sus parafernalias de submarinistas. Un espectáculo que recordarán mientras vida tengan; una escena que solo cabe en la mente creativa del maestro del “performance” Leopoldo Maler. Es impactante ver cómo, en cuestión de minutos, la multitud desaparece bajo el agua. Unos son católicos y otros evangélicos.

Esos fieles del pueblo norteño nadan dentro del océano disfrutando de corales, pececillos de colores, enormes mantarrayas y submarinistas extranjeros; saben que son observados por tiburones en busca del almuerzo. Antes de llegar al destino, todavía con suficiente oxígeno en los tanques, admiran la gigantesca estatua de la diosa Atabey, madre de la naturaleza y la fertilidad, adorada siglo ha por arahuacos y tainos.

El impresionante ídolo es un memorial a la mitología de quienes fueran dueños de esas playas y esos mares; una pieza de arte sumergida en honor a la cultura indígena, que, a la vez, promueve el crecimiento de corales y deleita a los submarinistas.

Tanto el párroco como el pastor evangélico, encasquetados en sus impecables escafandras, notaban, semana tras semana, que esos feligreses sumergidos se detenían a chapaletear alrededor de la impertérrita Atabey.  Cada vez lo hacían en mayor número y por más tiempo; incluso llegaban tarde al servicio acuático dominical.

Preocupados, ambos oficiantes pusieron aparte sus rivalidades y conversaron. Llegaron a la conclusión, suspicaces como eran, de que esas vueltas alrededor de la divinidad indígena no tenían el propósito de mirar corales ni plantas marinas. No. Esos fieles sentían cierta admiración por la empapada diosa. Un comportamiento intolerable y peligroso. Una amenaza para la fe cristiana.

Adorar a un falso Dios debajo del agua es adorar a todos los dioses falsos de la superficie; incluidos el de los musulmanes, orientales, Chango y Yemalla. ¡Todos falsos! El único verdadero es el de la biblia, afirmaron. Así aterrados, decidieron que una vez terminado el húmedo y sumergido ceremonial visitarían al síndico de la ciudad (quien no suele sumergirse los días de culto; prefiere beberse unos tragos sentado en la arena entre correligionarios y amigos).

Emergieron chorreando agua salada y buscaron al síndico por la playa. Se había marchado -nunca llegaba tarde a su acostumbrado arroz con pollo dominguero. Angustiados por lo que habían presenciado debajo del agua, el cura y el pastor, sin quitarse las chapaletas, corrieron al vehículo del sacerdote decididos a localizar al funcionario electo. Pudieron encontrarlo, a punto de mordisquear un muslito de ave sofrita, en el patio de su compadre.

A todo esto, el vendedor australiano, sentado en el hotel del acantilado, presenció como de costumbre al pueblo sumergirse con los equipos que había vendido. Luego se marchó a jugar golf. Ignoraba la crisis religiosa desatada; al fin y al cabo, a él sólo le interesaba vender y esperar a que los niños crecieran para necesitar equipos submarinos, igual que sus mayores.

Iracundos, el cura y el pastor, narraron al político la catástrofe religiosa que se avecinaba; advirtieron sobresaltados el inicio del politeísmo en Sosua. Le exigieron telefonear a la marina de guerra y contratar varias grúas. Era necesario sacar del fondo del mar a la diosa Atabey sin pérdida de tiempo. Urgía deshacerse del ídolo que se convertía, a nados acelerados, en una amenaza espiritual debajo del agua. Temían que antes de fin de año los cristianos consumirían más oxigeno alrededor de la estatua pagana que en sus altares. Una verdadera hecatombe de proporciones bíblicas.

Temiéndole al verdadero Dios, a la Iglesia y a los evangélicos, el síndico convocó el cabildo para el lunes a primera hora. No se arriesgaría a perder votos; además, venía en deuda con ambos representantes del más allá desde los días en que anunció su candidatura.

Esa mañana, para alivio del párroco y del ministro evangélico, logró que el pleno decidiera mandar al carajo la regeneración de corales, el medio ambiente, el recuerdo indígena y el interés turístico. Convenia tener de su lado las iglesias. Así, a las pocas semanas, el ídolo fue destruida a mazazo limpio, y ahora- dicen los chismosos sin haberse comprobado- los fragmentos de Atabey forman parte del empedrado de una acogedora capilla.

Desde entonces, cada domingo, debajo del mar atlántico siguen congregándose los fieles del pueblo vestidos de buzo; nadan con el único propósito de adorar a un solo Dios, asistidos por sus guías espirituales. Debo decir, pues me sumergí a verlos, que ambos lucían, a través de sus escafandras oxigenadas, felices y relajados. Es de entender, pues ya no los amenaza la diosa indígena.

Mientras tanto, mi amigo el vendedor australiano, ¡sigue prosperando! ¡Se han disparado las ventas de equipos marinos!  Llegan a Sosua centenares de turistas, ávidos de bucear para ver adorar a Dios en las profundidades del océano.

Segundo Imbert Brugal

Médico psiquiatra

Psiquiatra, observador socio- político, opinador. Aficionado a las artes y disciplinas intrascendentes de trascendencia intelectual.

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