Entre el peso de la desdicha, la coerción y el fantasma del horror, corrían   los años 70 del siglo pasado, cuando en una ocasión (memorable como inolvidable), poco más de las 6:00 pm, en la zona norte del Distrito Nacional, un grupo de personas escuchamos, atentamente, al doctor José Rafael Abinader, cuando, entre otras muchas cosas, habría dicho, con suavidad y calma reposada:

Yo creo en la democracia y me considero, por tanto,   demócrata a carta cabal; también creo en la educación,  los derechos humanos, la justicia y la libertad”.

La democracia, como tal, tiene sentido cuando garantiza la libertad y el respeto a los derechos de los ciudadanos.

Ahora bien, de todas las preguntas que se pudiesen hacer, cabría formular la siguiente: ¿en qué consiste la libertad?

Para Kant sería, nada más y nada menos, que la capacidad del  sujeto  para autodeterminarse y ser, ante todo, dueño de sus propias decisiones.

Si no fuese así, carecería de autonomía, en tanto su voluntad   habría de ser  heterónoma.

De ahí que estuviese condenado, aunque no lo quisiese, a vivir la amarga experiencia del oscurantismo y la espantosa sombra de lo desconocido.

Dicho oscurantismo sería obstáculo para que no lograse  metas deseadas.

El doctor Abinader, lúcido e inteligente, hizo buen uso de la razón. De ahí  que supiese interpretar y comprender el porqué de las cosas.

Todavía más: también reflexionaría la realidad, los fenómenos políticos, económicos y sociales de su contexto epocal.

Y lo más importante:  lo haría desde una perspectiva lógica, ética y política, humana, demasiado humana.

Por esos y otros motivos, habría de ser considerado, no sin razón, admirable pensador de amplia y aguda percepción racional.

En todo momento ( aún en los más engorrosos) mantuvo la cordura y el equilibrio racional.

Nunca le temblaría un solo nervio del rostro; tampoco emitiría  quejidos algunos de airada desesperación.

Al  contrario: mantendría la calma, serenidad y prudencia; difíciles de alcanzar, como se habría de saber, en medio de  cambios enigmáticos, incertidumbres y permanentes dubitaciones.

Sus acciones, tanto públicas como privadas, no serían fruto del azar, sino de la razón preclara y  dadora de  capacidad analítica para entender  los constructos conceptuales forjados sobre la realidad.

Además, cabría recordar, que su vivir, sentir y pensar, no se puede menos que decir, no fueron sino iluminados por la luz de la razón y la sabiduría milenaria de la filosofía.

Sócrates habría dicho, alguna vez, que una vida no examinada no merece la pena ser vivida.

Al respecto, el sabio filósofo griego tuvo sobrada la razón.

Por eso, el doctor Abinader  recordaría tan brillante frase.

Y no solo eso. Más aún: siempre la reflexionaría y, muy a menudo, la tendría en cuenta para interpretar la vida y sus actitudes conductuales, de manera tal, que pudiese perfeccionarla cada vez más.

En efecto, si no hubiese sido por sus amplios conocimientos sobre la ilustración, no tendría  conciencia del hacer, vivir, pensar.

En su importante obra” El espíritu de la Ilustración, Tzvetan Todorov expresaría:

La Ilustración es racionalista y empirista a la vez, tan heredera de Descartes como de Locke. Acoge en su seno a los antiguos y a los modernos, a los universalistas y a los particularistas. Se apasiona por la historia y por el futuro, por los detalles y por las abstracciones, por la naturaleza y por el arte, por la libertad y por la igualdad”.

Tales palabras, además de claras y precisas,  son verdaderas, sobrias y auténticas.

La Ilustración, entre otras cosas, enarboló  la libertad, la educación, la voluntad autónoma, la igualdad de derecho y la unión entre razón y experiencia.

Ambas son fundamentales para que sea posible el conocimiento.

Tanto racionalistas como empiristas creyeron ser poseso del saber objetivo.

Los racionalistas, por ejemplo, pensaron que la razón es fuente de  conocimiento; mientras los empiristas tuvieron convencido de que lo era la experiencia.

Dichos pareceres  no serían  sino absurdos, ya que la relación entre razón y experiencia es causa fundamental de todas clases de conocimientos.

Immanuel Kant, prontamente, reconocería que es así. De ahí que dijese que" La razón sin la experiencia es vacía” y a la inversa: “La experiencia sin la razón es ciega”.

No obstante, cometería el error garrafal  de postular que “La cosa- en sí” es incognoscible.

De ese modo, quizás sin pretenderlo, caería en lo que bien se ha dado  el agnosticismo.

De más en más, el doctor Abinader creería que la experiencia y la razón son determinantes esenciales del saber.

Por sus arraigadas convicciones humanistas-ilustradas, cultivó la política, la economía, el derecho, la educación, las finanzas, la administración pública, la historia y la escritura, en su más diversas manifestaciones.

Como se puede apreciar, sus saberes fueron amplios y variados.

De ahí que pudiese interpretar y comprender  diferentes procesos, objetos, hechos, fenómenos y  acontecimientos de la realidad material y espiritual, al tiempo que forjaría una concepción  clara y acabada de todo cuanto vio, sintió, leyó, imaginó y razonó.

En ello reside, sin duda alguna,  la vitalidad de toda su certeza visionaria y cognoscitiva.

Joseph Mendoza

Joseph Mendoza. Comunicador social y filósofo con postgrado en Educación Superior, obtenidos en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Magister en filosofía en un Mundo Global en la Universidad del País Vasco (UPU) y la UASD. Además, es profesor de la Escuela de Filosofía de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Tiene varios libros, artículos y ensayos publicados y dictados conferencias en la Academia de Ciencias de la República Dominicana.

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