Les voy a ser muy sincero: existen historias que no solo se escuchan, se sienten. Historias que entran como un golpe en el pecho, que abren una grieta en uno y obligan a mirarnos por dentro. Eso me pasó la primera vez que conocí la historia de Giordano Bruno. No la aprendí en la escuela. No la vi en un libro de texto. La descubrí de adulto, viendo la serie Cosmos con mi hija. Y desde entonces, cada vez que pienso en ese hombre —amarrado a un poste, quemado vivo en el año 1600 por atreverse a soñar un universo más grande que las certezas de su tiempo— siento un dolor que nunca se me va.
A veces intento imaginar ese momento.
No el de los libros.
No el de los manuales académicos.
El del ser humano.
Bruno respirando por última vez, oliendo el humo de su propia carne, escuchando los rezos coléricos de quienes celebraban su muerte, mirando el cielo —ese mismo cielo que él imaginó lleno de mundos y posibilidades— sabiendo que lo iban a silenciar para siempre.
No hubo honor.
No hubo rescate.
No hubo perdón.
Solo fuego.
Por pensar.
Y entonces me veo hoy, cuatro siglos después, sentado en mi sala, encendiendo un televisor donde existen más de 27-30 temporadas de programas dedicados al morbo, la ostentación y la vida vacía de personas grabadas conviviendo en casas diseñadas solo para mantenernos entretenidos… y solo tres temporadas de Cosmos, una obra que intenta explicarnos el origen del tiempo, del espacio, de la vida, de la conciencia.
Tres temporadas para el universo.
Décadas de contenido para la superficialidad.
Ese contraste dice más de nosotros que cualquier discurso.
Y no lo digo para atacar a nadie. Lo digo porque si podemos nombrar sin esfuerzo a figuras que no aportan nada a la historia humana, pero no sabemos quién fue Carl Sagan, ahí ya hay una grieta cultural. Y si conocemos a varios influencers cuya “influencia” ni nosotros mismos sabríamos explicar, pero jamás habíamos escuchado el nombre de Giordano Bruno, esa grieta se vuelve abismo.
Pero no se trata de culpar a la gente por lo que ve.
Se trata de entender qué dice eso de nosotros.
Porque lo más crudo de nuestra época es esto: somos herederos de sacrificios que no agradecemos y beneficiarios de ideas que no comprendemos. Cientos murieron para ampliar el pensamiento humano y nosotros, sentados con un celular en la mano, rodeados de satélites, algoritmos, hasta computadoras cuánticas y telescopios espaciales, elegimos empequeñecerlo voluntariamente.
Y sin embargo, lo que más me hiere no es la ignorancia.
Es nuestra indiferencia.
Giordano Bruno imaginó un universo infinito cuando aún se castigaba la audacia de imaginarlo.
Él no estaba loco.
Él estaba adelantado.
Y no murió por equivocarse: murió porque tuvo razón demasiado pronto.
Mientras conversaba sobre todo esto con mi esposa —y surgió uno de esos comentarios que te obligan a detenerte y repensarlo todo— entendí algo fundamental: Giordano Bruno jamás debatió sobre la forma de la Tierra. Ese tema llevaba más de 1,800 años resuelto. Los griegos lo demostraron en el siglo III a. C., y Eratóstenes, con una claridad metodológica que hoy sigue siendo asombrosa, calculó la circunferencia terrestre con una precisión que avergonzaría a más de un estudiante universitario contemporáneo.
El debate del siglo de Bruno no era si la Tierra era redonda o no.
Era muchísimo más profundo, filosófico y humano:
¿teníamos un lugar especial en el universo?
¿éramos el centro de algo?
¿teníamos derecho a pensar más allá de lo permitido?
Bruno fue quemado no porque retrocedíamos, sino porque avanzábamos demasiado para la comodidad de algunos.
Por eso nuestra regresión intelectual —la que sí da vergüenza— es la del siglo XXI, no del siglo XVI.
Porque uno abre WhatsApp, TikTok o YouTube y se topa con un adulto —sí, un adulto con educación, cédula y acceso a todo el conocimiento de la humanidad— acumulando millones de reproducciones y comentarios de apoyo afirmando, con una seguridad casi temeraria: ‘La Tierra es plana’.
La ironía es tan grande que provoca risa… hasta que duele. Porque ese adulto usa un teléfono cuyo GPS depende de relatividad, satélites que orbitan una esfera, y redes hechas con física, matemática y astronomía. Pero confiamos más en un video dudoso que en todo el esfuerzo y sacrificio acumulado de la humanidad.
Lo absurdo llega más lejos. Una encuesta nacional realizada en Estados Unidos en 2022 halló que cerca de un 10 % de los encuestados aceptaban afirmaciones conspirativas como que “la Tierra es plana”. Estudios anteriores muestran que en 2018 un 2 % de los adultos declaraba creer firmemente en esa hipótesis, mientras que entre los jóvenes de 18 a 24 años la cifra de quienes manifestaban convicción sobre la redondez de la Tierra bajaba al 66 %.
No hablamos de una minoría anecdótica. Hablamos de un segmento lo suficientemente numeroso como para que la pseudociencia se sostenga como identidad en medio de una era saturada de información, satélites, vuelos alrededor del mundo, datos astronómicos y avances científicos.
La imagen de un hombre moderno —con smartphone, GPS, satélites orbitando sobre su cabeza— afirmando, con cientos de miles de seguidores, “la Tierra es plana” deja de ser una ironía leve. Se convierte en un síntoma social: desconfianza, resentimiento cultural, soledad, búsqueda de pertenencia y sustitución del pensamiento crítico por viralidad.
Que este fenómeno persista no significa que la ciencia esté en disputa. Significa que la ignorancia persistente —o la negación deliberada— sigue encontrando terreno fértil, sobre todo cuando la educación, la curiosidad y la memoria histórica han sido descuidadas.
Lo repito: la Tierra plana no regresó porque faltaran datos. Regresó porque faltó cultura científica, pensamiento crítico y un sentido mínimo de responsabilidad intelectual.
¿Cómo llegamos aquí?
¿Cómo, con telescopios que ven el principio del universo, sondas que han salido del sistema solar, imágenes del James Webb, vuelos que circunnavegan el planeta y mediciones milimétricas de la curvatura terrestre, todavía hay quienes creen que vivimos sobre una tabla gigantesca sostenida por no se sabe qué?
La ciencia no tiene la culpa.
El problema es humano.
Nos duele aceptar que somos pequeños.
Nos asusta saber que no somos el centro de nada.
Por eso algunos prefieren las conspiraciones reconfortantes, las mentiras tranquilizadoras, la comunidad que abraza al que repite lo que ningún libro serio respalda.
Porque es más fácil sentirse parte de un grupo que entender un cosmos.
Y aquí vuelvo a Bruno, no como académico, sino como ser humano.
Cuando conocí su historia por primera vez, pensé:
“Ojalá la humanidad no olvide nunca a los que murieron por abrirnos los ojos.”
Pero lo hemos olvidado.
Dolorosamente, lo hemos olvidado.
Hemos olvidado a Semmelweis, que murió en un manicomio por pedir que los médicos se lavaran las manos.
Hemos olvidado a Rosalind Franklin, que murió sin saber que su fotografía 51 sostendría la genética moderna.
Hemos olvidado a Turing, cuya mente salvó millones pero que fue destruido por su propio país.
Hemos olvidado a Hypatia, despedazada por enseñar matemáticas.
Hemos olvidado a los científicos del Instituto Vavílov, que murieron de hambre rodeados de alimento sin tocarlo, para que el mundo —incluyéndonos— pudiera sobrevivir.
Todos pagaron un precio altísimo por darnos certezas que hoy desperdiciamos entre memes, algoritmos, teorías absurdas y horas de contenido vacío.
Y si olvidamos sus nombres, olvidamos también el precio del conocimiento.
Y si olvidamos el precio, dejamos de valorarlo.
Y si dejamos de valorarlo, estamos condenados a traicionarlo.
Por eso este artículo no es simplemente un homenaje,
es un reclamo emocional,
un grito nacido del respeto a la ciencia y de la indignación más humana.
Una súplica para que recordemos que cada idea que hoy damos por sentada costó una vida que nunca conoceremos.
Giordano Bruno murió por afirmar que el universo era infinito y que no éramos el centro de absolutamente nada.
Cuatrocientos años después, su hoguera debería seguir iluminándonos. Pero muchos prefieren ver programas donde se discute en casas vacías de contenido, mientras ignoramos la historia de quienes murieron para que pudiéramos entender nuestro lugar en el cosmos.
A veces pienso que, si Bruno pudiera vernos ahora, no sentiría rabia.
Sentiría tristeza.
Porque el universo que él soñó infinito lo es…
pero nuestra gratitud, no.
Y aun así, creo que podemos cambiar.
Que todavía podemos construir una generación que vea Cosmos antes que otra temporada más de ruido, que conozca a Sagan y a Neil antes que, a cualquier figura fugaz de redes, que entienda que la ciencia no es fría: es profundamente humana, profundamente poética, profundamente heroica.
Todavía podemos enseñar que la verdad no es un lujo: es un legado.
Y que quienes murieron por ella apenas esperan de nosotros una sola cosa:
que nunca más encendamos hogueras contra la razón,
sino lámparas que iluminen el futuro.
Y ojalá —de corazón lo digo— que esas lámparas comiencen a encenderse en manos de los jóvenes dominicanos. Porque si ellos cargan la luz, este grandioso país, este siglo y este mundo todavía tienen esperanza.
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