El sistema financiero dominicano nació como un puente entre el ahorro y el desarrollo. Durante décadas, su función esencial fue captar recursos del público, evaluarlos con rigor y transformarlos en financiamiento para empresas, hogares y proyectos que generaran empleo y crecimiento. Esa era —y debería seguir siendo— la misión fundamental de la banca: ser un motor de desarrollo económico.
Hoy, la banca dominicana está dejando de intermediar recursos hacia los sectores productivos. Cada vez más se ha convertido en un gestor profesional de la liquidez del Estado, inclinándose hacia la compra masiva de bonos del Ministerio de Hacienda y del Banco Central. Y lo hace no porque haya falta de capacidad técnica, sino porque el sistema de incentivos regulatorios, fiscales y monetarios premia abrumadoramente la inversión en deuda pública por encima del crédito productivo y de consumo.
La diferencia es enorme y profundamente distorsionante. Para otorgar un préstamo, un banco debe financiar una estructura costosa y compleja: departamentos de análisis de crédito, áreas de evaluación de riesgos, tasadores, unidades legales que verifican títulos y garantías, equipos de cumplimiento para cumplir con normas cada vez más estrictas, comités de aprobación, departamentos de cobros y recuperación, procesos legales para ejecuciones, personal para gestionar pagos presenciales y digitales, plataformas tecnológicas de seguimiento y un sinnúmero de controles. A esto se suman las provisiones que exige la regulación, el consumo de capital regulatorio y los riesgos inherentes a cada cliente o proyecto.
En contraste, administrar miles de millones de pesos en bonos soberanos requiere una estructura mínima: una mesa de tesorería bien entrenada, un sistema de negociación de valores y una estrategia conservadora. Nada de provisiones, nada de riesgos crediticios, nada de comités complejos, nada de demandas ni de procesos de recuperación. Y para completar el cuadro, los títulos del Ministerio de Hacienda y del Banco Central ofrecen tasas más altas —o por lo menos iguales— que las del crédito privado, acompañadas de una regulación que los clasifica con ponderación de riesgo cero y exentos de provisiones. Son, para la banca, la inversión perfecta: rentables, seguros, líquidos y baratos de administrar.
Es lógico entonces que la banca se incline hacia donde el marco regulatorio la empuja. Y la evidencia cuantitativa lo confirma con contundencia. En los últimos cinco años, la banca dominicana ha reducido de manera gradual la proporción de sus activos destinada al crédito productivo: la cartera de préstamos, que rondaba entre el 57 % y el 58 % de los activos en 2019, ha caído a alrededor del 54 % al 56 % en 2024, reflejando un estancamiento claro en el dinamismo del financiamiento privado. Paralelamente, ha crecido de forma sostenida la participación de las inversiones en instrumentos del Estado: los bonos del Banco Central y del Ministerio de Hacienda han pasado de representar cerca del 10 %–12 % de los activos bancarios en 2019 a situarse entre un 14 % y un 18 % en 2024, duplicando prácticamente su peso relativo. Esta reorientación evidencia un sistema financiero que ha perdido vigor crediticio y que funciona cada vez más como comprador primario de deuda pública, desplazando su función esencial de intermediación hacia el sector productivo.
A esta distorsión cuantificable se suma un componente estructural mucho más profundo: el déficit cuasifiscal del Banco Central. Durante décadas, las pérdidas acumuladas por rescates bancarios, esterilizaciones monetarias y operaciones de mercado abierto han obligado al Banco Central a emitir constantemente nuevos instrumentos financieros para cubrir sus obligaciones. Para colocarlos debe ofrecer tasas elevadas, superiores al rendimiento promedio de la economía real, creando así un incentivo irresistible para la banca: prestar al Estado, no al país productivo. Mientras esta realidad persista, la banca seguirá participando en un círculo donde la financiación de la deuda pública desplaza la financiación de empresas, hogares y sectores productivos.
La solución de fondo pasa por revisar, actualizar y cumplir estrictamente el Programa de Capitalización del Banco Central, garantizando aportes fiscales suficientes que permitan reducir el déficit cuasifiscal y, en el mediano plazo, eliminarlo. Un Banco Central adecuadamente capitalizado podría conducir una política monetaria menos dependiente de emisiones caras, permitiendo una normalización de las tasas de interés y devolviendo al sistema financiero el espacio natural para expandir el crédito.
Las consecuencias actuales de esta distorsión son visibles en todos los rincones de la economía. La construcción se desacelera porque no hay financiamiento suficiente para iniciar nuevos proyectos. Las pequeñas y medianas empresas enfrentan tasas prohibitivas o simplemente no califican porque la banca no tiene incentivos para arriesgarse cuando puede obtener un rendimiento seguro financiando al Estado. La industria pierde competitividad por falta de capital de trabajo accesible. El consumo interno se enfría porque el crédito a los hogares se vuelve más caro y más difícil de obtener. La inversión privada se pospone, se ralentiza o se desvanece.
Un país donde la banca no presta, no crece. Y un país donde la banca financia principalmente al Estado entra en una dinámica peligrosa: el ahorro nacional deja de convertirse en desarrollo y pasa a convertirse en combustible para sostener déficits, no para construir futuro.
La banca dominicana es sólida, eficiente, moderna y rentable. Pero está siendo utilizada por el Estado como un vehículo permanente de financiamiento. La culpa no es de la banca: es del sistema de incentivos. Si el Gobierno paga más, asume todo el riesgo y no exige provisiones ni capital, los bancos están actuando de la manera que su regulación les premia actuar. El problema no es técnico; es sistémico.
Corregir esta distorsión requiere visión y disciplina. Significa capitalizar el Banco Central para terminar con el déficit cuasifiscal. Significa reorientar la regulación para que el crédito productivo no sea el patito feo del sistema. Significa devolver al sector privado la capacidad de competir por el ahorro nacional. Significa permitir que el multiplicador bancario vuelva a funcionar como motor de crecimiento.
República Dominicana no podrá alcanzar un desarrollo sostenido mientras su sistema financiero esté orientado a financiar al Estado en lugar de financiar al país. La economía necesita que la banca vuelva a su misión original: transformar el ahorro de los dominicanos en progreso, productividad y oportunidades. Y lo más preocupante es que esos recursos no están siendo dirigidos hacia inversión pública de calidad, sino hacia un Estado que gasta de manera desbordada en publicidad, nóminas supernumerarias, ayudas sociales sin criterios técnicos y pensiones otorgadas sin cumplir requisitos, mientras lo poco destinado a obras de capital avanza lento, se deja inconcluso o presenta vicios de construcción.
Ese es el verdadero desafío. Y cuanto antes lo enfrentemos, mejor.
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