El poder desnudo es más temible que el poder disfrazado, porque ya no necesita justificarse. —Hannah Arendt.

A veces, según coinciden numerosos analistas, tendemos a describir la figura de Donald Trump como la de un torbellino político, un actor imprevisible que, con sorprendente eficacia, altera o sacude la escena internacional —y los mercados bursátiles— con el simple enunciado de frases rimbombantes, amenazas súbitas y decisiones que parecen brotar más del impulso que de la estrategia. Sin embargo, un examen desapasionado revela que no se trata de un caos aparente ni de decisiones ingenuas, idealizadas o carentes de realismo, propias de un hombre romántico o emocionalmente distante de la razón. Es solo apariencia, y por eso, como enseñaba Gracián, siempre conviene ejercer segundas miradas atentas y escudriñadoras.

La apariencia de caos en Trump es menos desorden y más una forma deliberada de poder

Diversos analistas coinciden en que Trump no creó una nueva política exterior estadounidense, sino que le arrancó el barniz moral y dejó al descubierto la estructura desnuda del poder, amplificando una lógica que existía mucho antes de él. En otras palabras, hizo más descarnada y visible —aunque aún está por demostrarse si ese giro resulta más eficaz o conveniente— la dinámica funcional del gran imperio.

El experto ruso Fiódor Lukiánov (a muchos no les agradan las referencias a pensadores rusos), analista de alto nivel, editor en jefe de Russia in Global Affairs y presidente del Presídium del Consejo de Política Exterior y de Defensa de Rusia, lo sintetiza con precisión. Trump no transformó a Estados Unidos y más bien lo despojó de su máscara liberal, revelando el núcleo real del comportamiento estadounidense.

Para Lukiánov, la teatralidad trumpista no es una excentricidad, sino un amplificador que vuelve visible lo que antes se mantenía entre telones diplomáticos.

Fuentes occidentales refuerzan este planteamiento. Investigadores de Brookings Institution y Chatham House coinciden en que Trump actúa bajo una premisa básica según la cual Estados Unidos siempre será más fuerte en escenarios bilaterales que en marcos multilaterales, porque en un mano a mano ningún país puede contrarrestar su peso estratégico. De ahí su irritación con la OTAN como estructura, su frialdad frente a las instituciones globales (algunas en realidad servían de manera casi unilateral a sus intereses), su preferencia por acuerdos personales y su rechazo a cualquier forma de coordinación que limite su margen de acción.

El llamado orden basado en reglas, invocado históricamente por Washington, con Trump es solo una camisa de fuerza burocrática útil solo cuando respalda los intereses estadounidenses.

La imprevisibilidad de Trump, analizada por Foreign Affairs como un método con intención, se convierte en una herramienta psicológica para difundir nieblas de incertidumbre y distorsionar o alterar los cálculos de los demás actores. Al exagerar los gestos, improvisar en público, lanzar amenazas volátiles y desdecirse cuando le conviene, Trump conscientemente está construyendo un margen de ambigüedad estratégica donde los adversarios pierden capacidad de anticiparlo y terminan dominados por la perplejidad y el desconcierto. El aparente caos trumpiano, dados sus resultados, es una forma rudimentaria pero eficaz de coerción.

The Economist describe esta conducta, ya mostrada en su primer mandato, como una diplomacia del shock donde no importa construir credibilidad, sino provocar desconcierto.

¿Cómo se manifiesta este patrón en la política interna? Es lo mismo; su proverbial estilo no cambia con los escenarios.El reciente cierre del gobierno estadounidense ofrece un ejemplo elocuente. Mientras líderes republicanos y demócratas, así como otros presidentes norteamericanos en el pasado, intentaban proyectar liderazgo y voluntad de resolver la crisis, Trump decidió mantenerse al margen. No convocó a los líderes demócratas a la Casa Blanca, no visitó el Capitolio para negociar, no buscó ningún gesto de conciliación.

Al parecer, prefería avivar el estancamiento desde las redes sociales, incitando a los republicanos a mantener la línea y presionando en privado a los senadores de su partido para que no cedieran. Incluso sugería desmontar el filibusterismo legislativo (alargar deliberadamente el debate, presentar innumerables mociones o discursos extensos, o recurrir a procedimientos formales que impidan que se llegue a una votación) con tal de evitar que el costo político recayera sobre él. Mientras se anunciaba un acuerdo, Trump estaba en un partido de fútbol americano, limitándose a decir que “parece que estamos muy cerca de que termine el cierre”.

Esa distancia calculada mostraba que para él la negociación no era un gesto institucional, sino una oportunidad de presión, coherente con su visión de que toda relación, externa o interna, es una transacción de poder.

Lo más revelador es que, pese al ruido —a veces de altos decibeles—, Trump siempre vuelve a su centro de gravedad. En su visión del mundo, toda relación es una transacción y todo vínculo se mide por el poder relativo que otorga.

Europa, como advierten analistas del European Council on Foreign Relations, cometió un error ingenuo al suponer que podía encaminarlo hacia la defensa del orden liberal. No comprendieron que la esencia inapelable del trumpismo consiste en desmontar cualquier arquitectura que limite la acción unilateral de Estados Unidos. De ahí su irritación constante con una Alemania cada vez más belicosa, su rechazo al multilateralismo y su obsesión por reducir la diplomacia a encuentros bilaterales donde él mismo fija las condiciones.

Julio Santana

Economista

Economista, especialista en calidad y planificación estratégica. Director de Planificación y Desarrollo del Ministerio de Energía y Minas.

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