Haití es la prueba viva de que la historia no se acomoda al sentido común, tampoco a los deseos individuales y aún menos a la buena voluntad de quien sea, sino a la crudeza de los hechos. De hecho, su situación actual es desoladora. Peor aún, “Haití se está desmoronando”, tal y como afirmó Nathalye Cotrino, investigadora principal de Human Rights Watch, antes de concluir con un rotundo “no sé qué más quieren que ocurra”.

Bueno, no lo sabrá ella, pero el encauzamiento de los acontecimientos en suelo haitiano indica que vamos, a paso de perdedores, hacia un país en el que bandidos y mercenarios han de batirse, como se decía antes, hasta la victoria final.

En todas las hipótesis, las alertas y las sirenas de urgencia se justifican por el desafío de las bandas —“terroristas”— que de hecho controlan el territorio haitiano.

Por demás, también apremia la finalización del compromiso de la Misión Multinacional de Apoyo a la Seguridad, el próximo mes de octubre del año en curso. Esa misión está compuesta mayoritariamente por agentes de la policía keniana, que llegaron a Haití hace ya 11 meses con la encomienda fallida de reducir el crimen e iniciar una “transición democrática” en ese país antillano.

De ahí la prisa que acicala a la Organización de Estados Americanos, OEA, enrostrada ahora por personeros del Departamento de Estado estadounidense. Tal es la premura de todas las partes que, en tiempo récord, la OEA diseñó y aprobó un plan de acción, a un costo estimado de US$2,600, para estabilizar la República de Haití.

Con su plan, la entidad hemisférica parece estar auxiliando a la ONU, concentrada como está en la mesa de difíciles concertaciones de su Consejo de Seguridad. Allí continúan las conversaciones diplomáticas para lograr, según fidedignas filtraciones de prensa, que tanto Rusia como China no veten el susodicho plan o, al menos, que se abstengan de recurrir a su derecho al veto de lo que objetan –por la razón que sea– en ese Consejo.

Mientras se amontonan los acontecimientos, detrás de bambalinas, se percibe mucha inquietud y no poco trajín. El corre-corre de repente es notable. Casi se respira sudor.

En lo que el sector privado haitiano asume la presidencia rotatoria del Estado haitiano, el cabildeo en Washington D. C. cobra impulso. El Consejo Presidencial de Transición de Haití rechaza de plano la propuesta del nuevo secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA), Albert Ramdin, quien sugirió la posibilidad de iniciar un diálogo con grupos criminales con el fin de resolver la crisis que sufre el país. Y, por supuesto, prosiguen las luchas intestinas por el poder.

Al mismo tiempo, alejadas del ojo público del huracán, unas pocas familias asentadas (desde dentro o fuera del país) en el quebrantado pedestal de la economía haitiana velan por su control tradicional de la patria irredenta, haciendo valer los deshilachados entramados del poder de lo que resta de la desgastada e impotente cosa pública en Haití.

En ese estado de cosas, por fin, aflora una gran figura en el telón de fondo internacional.

EE.UU. propone una fuerza antipandillas “más letal” para Haití. Y, como si fuera poco, salido de la nada, un gran bulto: Erik Prince, fundador y expropietario de Blackwater Worldwide, una empresa militar privada (“private military contractor”). Allegado al actual presidente estadounidense, ese emblemático empresario planifica mantener al personal recién contratado para acometer esta misión en Haití: combatir las pandillas y, como si fuera poca cosa, recaudar impuestos en las principales aduanas del país.

Resumido lo anterior en buen castellano, dos de las funciones fundamentales de un Estado, la seguridad y el cobro de impuestos, pasan a ser regentadas por la empresa Vectus Global, de Prince.

Con tanto ajetreo en el lugar de los hechos, Frantz Duval, editor en jefe del diario haitiano Le Nouvelliste, sentencia en uno de sus más recientes escritos editoriales lo siguiente:

Desde la caída de Duvalier, los estadounidenses siempre han tenido una visión clara de sus intereses y de su posición en la relación con Haití. Los haitianos, en cambio, no tanto”.

He ahí por qué, a pesar de la real magnitud de la situación en Haití y la diversidad de tan diversos aprestos internacionales, uno pensaría que el conjunto social haitiano ni siquiera cuenta con una comprensión y posición común para salir del atolladero en el que se encuentra.

A ese particular, Duval, entre otros, advierte que cuando las autoridades e intereses estadounidenses interfieren abiertamente en los asuntos haitianos, “el desequilibrio resultante lo pagamos muy caro. Y cuando, por el contrario, aplican la política de ‘los asuntos de Haití son responsabilidad de los haitianos’, a menudo termina beneficiando a lo peor de nuestra sociedad y garantizando un futuro incierto para el país”.

En conclusión, primero, la colaboración con los restos de la institucionalidad haitiana es cada día más difícil de materializar en suelo haitiano.

Segundo, las intenciones finales de Estados Unidos, a propósito de la República de Haití, son más impredecibles cada hora que pasa. Y, como si eso no fuera de por sí significativo, decisivo, surge en la palestra una tercera variable.

Y, tercero, en función de la ley de la gravedad y debido al efecto de arrastre natural de lo colindante en situaciones de inestabilidad, ya no es solo desde Washington D.C., sino también desde Santo Domingo, que se reevalúa la explosiva onda expansiva de la crisis haitiana. Si antes era un asunto migratorio y, a lo más, de perjuicio al mercado laboral criollo, ahora es, en palabras del presidente dominicano, Luis Abinader, de seguridad nacional. “El problema con Haití no es migratorio, sino de seguridad nacional”. Por vía de consecuencia, supera las dimensiones de inseguridad ciudadana y de los derechos humanos de los concernidos.

Lo único relativamente evidente —a la luz de los más recientes acontecimientos– es que Haití no necesita más compasión perpetua, ni pseudoasistencialismo circunstancial. Necesita instituciones funcionales. Orden objetivo. Estado de derecho adaptado a su idiosincrasia cultural. Y tantas otras cuestiones que no se las puede dar ningún país vecino en particular y tampoco una comunidad internacional, por bien intencionada que esté.

Por consiguiente, por aquello de que solo el tiempo sabe, queda por ver si lo que Haití requiere —con relativa urgencia— lo recibirá, con ayuda del mundo, sí, pero también con suficiente responsabilidad propia. Al fin y al cabo, tal y como nos recuerda Pedro Delgado Malagón, cuando nos brinda su mirada hacia Haití, desde la orilla dominicana, ya lo predijo Jean Price-Mars:

Haití será lo que los haitianos decidan que sea”.

Sea porque aún no lo han decidido, y/o puesto que no los dejan decidirse, el tiempo dirá qué saldrá de un pueblo y una sociedad que se encuentra entre la espada de los mercenarios y el paredón de unos bandidos, ladrones y terroristas, sin valores éticos ni principios democráticos.

Lo que no se puede desconocer, en una perspectiva histórica, es que el reloj corre y el precio de la indecisión le será cobrado a Haití de forma anacrónica y servil. Si no decide pronto su destino, otros lo decidirán por él.

Fernando Ferran

Educador

Profesor Investigador Programa de Estudios del Desarrollo Dominicano, PUCMM

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