Los Estados Unidos de América (USA) ganan hoy día en incertidumbre lo que pierden en confianza. A ese propósito, tres ejemplos y una duda cartesiana

Primer ejemplo, lo que acontece en los mercados bursátiles.

Allí, las caídas del mercado impulsadas por los aranceles enriquecieron a Wall Street. A decir de buenos conocedores del asunto, “Wall Street aprovechó esto” y alguna que otra empresa –como Goldman Sachs, Morgan Stanley, Citigroup y otras– obtuvieron “los mayores ingresos comerciales de la historia”.

Desde las gradas, cualquier espectador pudo haber dicho que la política arancelaria de la administración Trump motivó a ciertos clientes a invertir. Por añadidura, no faltarán quienes acoten que, en medio de tanta incertidumbre, la decisión ganadora fue la de reposicionar carteras y recalibrar los riesgos en las diversas clases de activos, pues todo se reduce a consabidas estrategias, como intermediación entre compradores y vendedores institucionales, financiación de cartera o préstamos a clientes con grandes capitales.

En cualquier instancia, “resulta que los grandes bancos acertaron al mismo tiempo. Por demás, este trimestre récord ofrece a los inversores una lección sobre no temer a los días bajistas, que suelen coincidir con los mejores días”.

Ahora bien, la disyuntiva es inevitable. El meollo del acierto cartesiano en las cuestiones de dichos mercados reside, ¿en la iniciativa presidencial a favor de los aranceles o, a pesar de estos, en el recelo de los inversionistas?

Segundo ejemplo, la contienda sino-estadounidense y el afán por recobrar de nuevo la grandeza perdida.

En la década de 1950, la Unión de Repúblicas Soviéticas (URSS) lanzó al espacio el primer satélite, el Sputnik. Los estadounidenses quedaron sorprendidos y atónitos, prácticamente fulminados, aunque en un segundo momento reaccionaron con confianza en sí mismos.

En menos de un año, USA creó la NASA y la A.R.P.A. (posteriormente DARPA), la agencia de investigación que, entre otras cosas, contribuyó a la creación de internet. En 1958, Eisenhower firmó la Ley Nacional de Educación para la Defensa, una de las reformas educativas más importantes del siglo XX, que mejoró la formación, especialmente en matemáticas, ciencias e idiomas extranjeros. El presupuesto de la Fundación Nacional de Ciencias se triplicó. Y, en pocos años, el gasto total en investigación y desarrollo de muchas agencias se disparó hasta casi el 12 % del presupuesto federal. (Hoy en día, es de alrededor del 3%). Esta es la razón de esa reacción:

Los líderes estadounidenses comprendieron que la rivalidad entre superpotencias es tanto una competencia intelectual como militar y económica. Se trata de ver quién puede superar en innovación a quién. Por eso, combatieron la amenaza soviética con la educación, con el objetivo de maximizar el talento de nuestro lado.

Ahora bien, durante la contienda con la URSS, USA no actuó, como hoy día, enfrentada con China. Una buena razón por la que la economía estadounidense tuvo una Guerra Fría tan favorable a sus intereses fue que la universidad estadounidense obtuvo una aún mejor. Solo así logró revolucionar la tecnología que transformó las décadas posteriores, llegando a la hora actual en tiempos de la era digital, el sinfín de logaritmos y, más allá, la disputada inteligencia artificial (IA).

En ese entonces, el apoyo federal estadounidense a la investigación académica aumentó de 254 millones de dólares en 1958 a 1,450 millones de dólares en 1970. Al finalizar la Guerra Fría, las universidades estadounidenses reinaban por su respeto. Mientras que hoy, literalmente hoy, se encuentran enredadas en recortes de fondos públicos y trifulcas palaciegas.

Por su lado, China avanza con sigilo y aparente seguridad para conquistar el futuro, especialmente en el ámbito de la innovación y las ideas. La financiación total de China para investigación y desarrollo se ha multiplicado por 16 desde el año 2000. En adición, en estos precisos momentos produce más artículos de investigación de "alto impacto" que los estadounidenses y, según The Economist, dominan por completo la investigación en los siguientes campos: ciencia de los materiales, química, ingeniería, informática, medio ambiente y ecología, ciencias agrícolas, física y matemáticas.

Así, pues, si frente al Sputnik la sociedad y el gobierno estadounidenses respondieron poniendo al hombre en la luna, ¿cómo lo hacen en el presente ante China?

De acuerdo con la evidencia disponible de más de un siglo ya, desconociendo lo que ya era una realidad; a saber, que el dinero del sector público fue y sigue siendo necesario para impulsar la creatividad, tanto en Estados Unidos, como en China.

En efecto, quizás por aquello de que los gobernantes populistas son anti intelectuales, y que el consumismo entraña el comején del “carpe diem”, hoy mismo Trump ha dejado de inyectar fondos para la investigación científica en las universidades y batalla por el financiamiento de las más connotadas universidades de su país. Por eso, en lo que el tiempo va y viene, a modo de nuevo Nerón, observa cómo se acalora el pugilato con el adversario chino e incluso minimiza con la lira de su relato que, de 1,600 científicos “estadounidenses” encuestados por la revista Nature, tres cuartas partes de ellos estén considerando seriamente abandonar la tierra del sueño americano, precisamente, en este primer semestre de 2025.

En resumen, todo da a entender que, en el presente, en lo relativo a la contienda sino-estadounidense por la supremacía, se han invertido los papeles del pasado. Y, por tanto, la pertinencia de esta duda a la usanza cartesiana: se encamina USA a su pretendida grandeza imperial, debido a las decisiones recién adoptadas; o, por el contrario, se descarría y cosecha la derrota, no obstante el trajín cotidiano del líder supremo y del movimiento político que pretende retener su corona imperial.

Tercer ejemplo, qué significa una era de incertidumbres y desconfianza para el mundo, cuando USA apalea el orden global que ayudó a edificar y defender.

De hecho, ese mismo país que décadas atrás ostentaba el privilegio de ser la columna vertebral de los mercados globales y de las instituciones multilaterales, el mismo que desde hace menos de siete días calendario promueve la “stable coin” y que hasta hace poco era  “motor fiable del crecimiento económico mundial y líder del desarrollo  y la aplicación de la mayoría de las innovaciones tecnológicas de toda índole de los últimos tiempos”; es el Estados Unidos que, “ahora, a veces, se asemeja a un país en desarrollo”, tal y como lo describe –sin temor a represalias del altísimo— la revista Foreign Affairs.

En ese contexto, predomina el choque de dos direcciones contrapuestas. Una optimista y otra pesimista. La primera es optimista respecto al rumbo que finalmente tomará el actual y accidentado camino emprendido por Trump.

Según esa visión, él y su administración lograrán reducir la burocracia, eliminar regulaciones innecesarias y recortar el gasto, creando así un gobierno más eficiente y menos endeudado a medida que se acelera el crecimiento. La economía emergerá de la crisis actual con un sector privado desatado, capaz de aprovechar mejor las emocionantes innovaciones que mejoran la productividad en áreas en las que Estados Unidos ya es líder, como la inteligencia artificial, las ciencias de la vida, la robótica y (en el futuro) la computación cuántica. Washington podría seguir teniendo aranceles más altos que antes de la llegada del actual presidente al poder. Pero esos aranceles habrían dado lugar a un sistema comercial más justo, en el que otros países habrían desmantelado sus aranceles más altos y las onerosas barreras no arancelarias, asumiendo al mismo tiempo una mayor parte del coste de la provisión de bienes públicos globales.

La segunda dirección, la pesimista, implica lo contrario. Washington no logra controlar sus crecientes déficits. La confianza en las instituciones continúa erosionándose a medida que aumentan las preocupaciones sobre el Estado de derecho y la extralimitación arbitraria e inconstitucional del poder ejecutivo. USA muestra cada vez menos interés en establecer y cumplir las normas y regulaciones inter y multilaterales. Otros países reconsideran su papel en el orden global. Y, como mínimo, todos se ven obligados a una mayor autoprotección, buscando la mayor resiliencia interna posible en un mundo cada vez más repleto de sociedades tránsfugas e inseguras. Incluso, dado que ahora USA trata a sus aliados como adversarios y a estos como lo que no son, las naciones forzosamente posicionadas frente a la estadounidense previsiblemente terminarán conformando alianzas multinacionales que atenten, en términos económicos y de seguridad nacional, en contra del susodicho país.

Obviamente, la envergadura y el sentido de cada una de esas dos posiciones dependerá del referente o relator.

En resumidas cuentas, preceden tres ejemplos y, en cada uno, solo quedan por esclarecer las antedichas dudas o cuestiones cartesianas porque lo que viene llegará.

En función del primer ejemplo, a pesar del denostado esfuerzo arancelario del Sr. Presidente de los Estados Unidos de América, ganarán los grandes sectores bursátiles. A la sombra del segundo, gracias a las ejecutorias del presidente estadounidense, –aupado por adláteres, al igual que por un conjunto de instituciones y movimientos que lo soportan–, su aventajado adversario chino se aproxima aún más, raudo y  veloz, a alzar el pretendido galardón de una grandeza siempre volátil. Y, por fin, según el último de los tres ejemplos dados, se fortalecerá el desorden mundial y surgirá un nuevo reordenamiento internacional, gracias y a pesar de Trump.

Fernando Ferran

Educador

Profesor Investigador Programa de Estudios del Desarrollo Dominicano, PUCMM

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