IA ubicua en la cibervigilancia

 La noción de ubicuidad ha tenido históricamente una connotación mítica y religiosa. En la Antigüedad, ser ubicuo, es decir, estar en todas partes al mismo tiempo, era prerrogativa de los dioses. Esta condición la poseían:  Zeus para los griegos, Amón para los egipcios, Moloch para los fenicios y Jehová para los judeocristianos. Sin embargo, esta idea de omnipresencia se ha transformado con el tiempo: lo que antes era atributo del poder divino, en la era moderna fue desplazado por la racionalidad científica, y hoy, en la era del cibermundo, por la racionalidad tecnocientífica encarnada en los sistemas de IA. Tal como he señalado en otras reflexiones sobre el sujeto ubicuo (Merejo, 2016a), asistimos a una mutación profunda en la experiencia del poder, que ya no es ejercido por deidades ni tampoco exclusivamente por los Estados, sino que se manifiesta y distribuye a través de redes digitales, dispositivos interconectados, estructuras algorítmicas y plataformas globales de datos.

La IA ubicua designa una presencia constante, discreta y expandida en todos los rincones de la vida cotidiana. Desde los teléfonos móviles que registran cada movimiento hasta los sensores urbanos que monitorean el entorno en tiempo real, pasando por asistentes virtuales, cámaras de vigilancia, tecnologías biométricas y plataformas sociales, se configura un entorno en el que la información circula incesantemente, y el sujeto cibernético es continuamente observado, analizado y anticipado.

Esta omnipresencia tecnológica ubicua redefine nuestras coordenadas de experiencia: lo público y lo privado, lo físico y lo virtual, el espacio y el ciberespacio se entremezclan en un mundo y cibermundo como híbrido planetario. Hace un tiempo escribí cómo se iban entretejiendo todas estas relaciones de poder y vigilancia. En 1991, Mark Weiser anticipó este giro, al imaginar los ordenadores del siglo XXI como entidades fundidas con el entorno humano. Según su visión, los dispositivos estarían tan integrados en la vida cotidiana que se desvanecerían en el trasfondo, sin interferir en las interacciones entre las personas. No tendríamos que pensar en ellos como un paseo por el bosque, simplemente estarían ahí, envolviéndonos con naturalidad.

La lucidez de esta intuición se confirmó en la conferencia de Kunio Nakamura, presidente de Matsushita Electric en 2004, quien describió la sociedad de la ubicuidad como aquella en la que cualquier persona puede acceder, en cualquier momento y lugar, a una amplia gama de servicios mediante dispositivos y redes omnipresentes.

En el escenario contemporáneo, se impone con una fuerza inusitada el fenómeno de la cibervigilancia, que desborda ampliamente las prácticas tradicionales de monitoreo, instaurando un nuevo régimen de vigilancia algorítmica, automatizada y permanente. Ya no se trata de una observación centralizada desde un único punto de control, como bien lo formuló Foucault al interpretar el panóptico de Bentham:

“El panóptico es la figura arquitectónica de esta composición (…). Basta entonces situar un vigilante en la torre central y encerrar en cada celda a un loco, un enfermo, un condenado, un obrero o un escolar (…). El dispositivo panóptico dispone unas unidades espaciales que permite ver sin cesar y reconocer al punto” (Foucault, 2005, p.203).

Sin embargo, lo que hoy enfrentamos es más radical. La cibervigilancia opera de manera dispersa, descentralizada e incluso invisible, procesando datos en tiempo real desde múltiples nodos distribuidos en el tejido social. Esta lógica hiperconectada no reemplaza por completo al panóptico clásico, sino que lo transforma, al integrarlo con nuevas tecnologías de control. De este modo, amplía su alcance tanto en los espacios físicos, en los cuales aún operan mecanismos de control militar y policial, como en los entornos digitales, donde algoritmos y plataformas sostienen una vigilancia constante y sutil

Así, los sujetos ya no son simplemente observados, son permanentemente capturados, analizados, categorizados y eventualmente intervenidos, sin necesidad de ser conscientes de ello. Este escenario no implica una transición de un modelo a otro, sino una superposición letal: el poder no se redistribuye, se multiplica.

Lo que en otrora se presentaba únicamente como ciudades ubicuas, orientadas al confort o la eficiencia (Merejo, 2016b), hoy constituye también un régimen de cibervigilancia constante y un profundo experimento de ciberguerra y de cerco político-militar. La inteligencia artificial ubicua no solo facilita la vida; al inscribirse en cada gesto y anticipar cada deseo, configura una forma de control que no se ejerce mediante la imposición, sino a través de su integración total con la existencia del sujeto.

Como ha señalado Zuboff (2020), esta lógica se enmarca en el capitalismo de la vigilancia, un modelo económico que se basa en la recolección masiva de datos conductuales con el propósito de prever y moldear el comportamiento humano. En este contexto, la vigilancia adquiere una función predictiva, se convierte en una maquinaria de anticipación que no solo registra lo que hacemos, sino que también se adelanta a lo que podríamos llegar a hacer.

Lo complejo de este cambio que manifiesta el cibermundo es que hemos pasado de una etapa en la que se automatizaba la recopilación de información sobre nuestras conductas, a un modelo más sofisticado en el que los dispositivos digitales no solo observan, sino que también influyen activamente en nuestras decisiones, guiándolas conforme a intereses económicos. Esta transformación ha traído una automatización que invade nuestra vida diaria, haciéndonos más consumidores vigilados y controlados por el mercado y la tecnología (cibercapitalismo) que personas libres y autónomas.

Con la creciente ubicuidad de la tecnología, particularmente de la IA, resulta cada vez más difícil escapar de esta red de vigilancia, que opera con una audacia e implacabilidad contra los sujetos cibernéticos que intentan decir no a la desconexión por un día o una temporada. Esta situación plantea serias preocupaciones sobre la privacidad, la autonomía individual y las nuevas dinámicas de poder que emergen en la interacción entre los seres humanos y las tecnologías inteligentes.

En el cibermundo es previsible que emerjan movimientos sociales que busquen resistir la creciente presencia de la IA ubicua como sistemas de vigilancia, especialmente en aquellos orientados a la captura permanente de la atención. No se trata únicamente de oponerse al uso de dispositivos como el teléfono móvil, ni de limitar su presencia entre adolescentes en los centros educativos.

El problema es, ante todo, de orden filosófico-político- tecnológico pues se sitúa en una hondura ontológica: habitamos un mundo cibernético atravesado por lo virtual, donde la subjetividad se degrada en los múltiples entornos del ciberespacio. En estos espacios, algoritmos invisibles y persistentes moldean la experiencia, alimentando sin cesar las preferencias individuales y consolidando hábitos, gustos y comportamientos que erosionan progresivamente la autonomía crítica del sujeto.

En este sentido, Zuboff advierte:

“Los intereses de los capitalistas de la vigilancia han ido desplazándose desde el uso de procesos automatizados de máquinas para conocer nuestra conducta, hacia el uso de esos procesos para moldear nuestra conducta conforme a sus intereses (…). Todo este trayecto, de una duración de década y media, nos ha conducido desde la automatización de los flujos de información sobre nosotros hasta la automatización de nosotros mismos. Y dadas las condiciones de creciente ubicuidad reinantes, se ha vuelto ya muy difícil (cuando no imposible) escapar de tan audaz e implacable red” (Zuboff, 2020, p. 436).

La transformación cibernética se acelerado en el cibermundo hasta llegar a configurarse el ciberpoder algorítmico, el cual no para de recopilar ubicaciones, trayectorias, rostros, emociones, voces, textos y decisiones, y a partir de esos flujos de datos construye modelos de comportamiento que permiten intervenir, sin necesidad de coacción explícita.

La cibervigilancia es el síntoma de una arquitectura del poder, que se infiltra en la vida cotidiana con la legitimidad de la eficiencia y la promesa de la ciberseguridad. Como señalan Bauman y Lyon (2013), ya no se trata de una vigilancia panóptica en sentido clásico, organizada desde una torre central, sino de una vigilancia líquida, difusa, inescapable, ejercida desde cada dispositivo que portamos y cada plataforma que usamos.

Este nuevo régimen de visibilidad se entreteje con nuestras prácticas cotidianas y es muchas veces deseado o incluso promovido por los propios sujetos vigilados. El paradigma de la transparencia, como advierte Han, ha sustituido a la vigilancia coercitiva; ahora somos nosotros quienes nos exponemos voluntariamente, convencidos de que al compartirlo todo ganamos reconocimiento, pertenencia o confort. Pero en esa exposición voluntaria se esconde una forma de sometimiento sutil, una pérdida de control sobre el propio yo, que es continuamente moldeado por retroalimentaciones invisibles.

Esta lógica del control continuo encuentra una formulación más amplia en los planteamientos de Hardt y Negri (2002), quienes en su análisis del Imperio sostienen que el poder contemporáneo ya no opera bajo estructuras fijas de soberanía, sino como una red capilar de dominación dispersa, sostenida por tecnologías de control, biopolítica global y producción inmaterial. En este contexto, la IA se convierte en uno de los principales vectores de ese poder difuso que regula afectos, deseos, movimientos y decisiones, no desde la represión sino desde la conectividad.

A esto se suma la creciente opacidad de los algoritmos que definen los criterios de vigilancia. No sabemos cómo funcionan, qué variables priorizan, ni bajo qué valores etiquetan a alguien como sospechoso o peligroso. Esta opacidad amenaza los fundamentos de los sistemas democráticos y genera un campo fértil para la discriminación automatizada.

La estrategia de cibervigilancia guiada por la inteligencia artificial se cierne como un espectro totalitario sobre el destino humano, una maquinaria sin alma alimentada por algoritmos bélicos y pulsos de muerte que arrastra a la humanidad hacia el abismo del Armagedón nuclear. En su avance despiadado, se multiplican los armamentos inteligentes: sistemas autónomos de destrucción, enjambres de drones letales, plataformas cibernéticas que ejecutan sin mediación humana.

En el cibermundo, la guerra cibernética no apunta a la defensa ni a la disuasión (como en la guerra), sino a la aniquilación programada, eficiente y sin remordimientos. Regiones, naciones, civilizaciones enteras podrían desaparecer en cuestión de minutos, arrasadas por decisiones inscritas en códigos inalterables.

Los centros de poder imperiales juegan con fuego digital sobre un polvorín termonuclear, empujando al planeta hacia un destino sin redención. Lo hacen al servicio de un híbrido mefistofélico: la fusión entre la guerra tradicional y la ciberguerra, una nueva criatura infernal que ya no distingue entre el campo de batalla y la infraestructura civil, entre lo real y lo virtual. Esta simbiosis bélica no busca la victoria, sino la aniquilación como espectáculo global.

El cibermundo, en los gobiernos totalitarios, ha construido su propio relato político que desmorona todo lo que representa el valor humano, el cual está intrínsecamente ligado a la dignidad de cada individuo y, por lo tanto, implica un respeto inherente que debe ser reconocido en todos los escenarios de interactividad humana.

La deshumanización promovida por estos regímenes de corte totalitario se manifiesta con particular crudeza en el trato hacia poblaciones vulnerables, como migrantes, minorías étnicas y personas disidentes. Estas poblaciones son reducidas a lo que Agamben (2016) denomina nuda vida: existencias despojadas de todo valor político, reducidas a mera vida biológica que puede ser controlada, vigilada o incluso eliminada sin consecuencias jurídicas ni éticas.

Con el pretexto de garantizar la seguridad, se instauran mecanismos extremos de monitoreo y represión, muchas veces legitimados por una lógica militarista. Este fenómeno se intensifica en contextos donde gobiernos autoritarios, pese a haber accedido al poder por medios democráticos, buscan desmantelar los principios de la democracia desde dentro, socavando derechos fundamentales y normalizando el estado de excepción como forma de gobierno.

En muchas ciudades norteamericanas, estos dispositivos tecnológicos se han desplegado sin supervisión democrática ni transparencia pública, consolidando un modelo de control preventivo que normaliza la vigilancia masiva en el espacio público. Lejos de ser neutrales, estos sistemas reproducen y profundizan sesgos estructurales, legitimando nuevas formas de discriminación y exclusión social.

La relación entre la IA ubicua y la cibervigilancia nos obliga a repensar profundamente nuestras concepciones de libertad, privacidad, autonomía y subjetividad. El sujeto cibernético ya no es únicamente observado: es anticipado, modelado, clasificado e intervenido, antes incluso de que actúe. Por lo tanto, no estamos simplemente ante un problema de ingeniería, programación o tecnología digital, sino ante una filosofía política, un sistema de control y modulación virtual.

Si bien es cierto que la IA ofrece beneficios indudables en términos de eficiencia, capacidad predictiva y automatización de servicios, es fundamental establecer límites éticos, políticos y jurídicos para su implementación. Instrumentos como el Reglamento General de Protección de Datos en Europa representan avances significativos, pero resultan insuficientes si no se complementan con una cultura de transparencia, una regulación efectiva y una participación de la ciudadanía en la gobernanza tecnológica.

En este contexto convulso, cibernético y transido, se vuelve imprescindible fortalecer la ciudadanía digital (Morduchowicz, 2020; UNESCO). Esto implica no solo garantizar un acceso equitativo a las tecnologías, sino también promover el desarrollo de competencias críticas que permitan a las personas comprender, cuestionar y participar activamente en los procesos ciberculturales que influyen en sus derechos y en su vida cotidiana. Una ciudadanía digital consciente y empoderada es clave para exigir transparencia, influir en la formulación de políticas públicas y asegurar que el desarrollo de la IA se oriente hacia el bien común, respetando los principios democráticos y los derechos fundamentales.

Andrés Merejo

Filósofo

PhD en Filosofía. Especialista en Ciencia, Tecnología y Sociedad (CTS). Miembro de Número de la Academia de Ciencias de la República Dominicana. Premio Nacional de ensayo científico (2014). Profesor del Año de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD).. En 2015, fue designado Embajador Literario en el Día del Desfile Dominicano, de la ciudad de Nueva York. Autor de varias obras: La vida Americana en el siglo XXI (1998), Cuentos en NY (2002), Conversaciones en el Lago (2005), El ciberespacio en la Internet en la República Dominicana (2007), Hackers y Filosofía de la ciberpolítica (2012). La era del cibermundo (2015). La dominicanidad transida: entre lo real y virtual (2017). Filosofía para tiempos transidos y cibernéticos (2023). Cibermundo transido: Enredo gris de pospandemia, guerra y ciberguerra (2023). Fundador del Instituto Dominicano de Investigación de la Ciberesfera (INDOIC). Director del Observatorio de las Humanidades Digitales de la UASD (2015). Miembro de la Sociedad Dominicana de Inteligencia Artificial (SODIA). Director de fomento y difusión de la Ciencia y la Tecnología, del Ministerio de Educación Superior Ciencia y Tecnología (MESCyT).

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