En estos tiempos cibernéticos y convulsos, donde la inteligencia artificial, los algoritmos y las plataformas digitales modelan nuestras formas de existencia, resulta urgente desplazar la mirada del simple funcionamiento técnico del dispositivo hacia la lógica que lo constituye y lo justifica. No se trata únicamente de máquinas, sistema IA, códigos o interfaces, sino de modos específicos de pensar, organizar y gobernar la vida.
Desde la perspectiva filosófica, Foucault (1985) el dispositivo se define como un conjunto heterogéneo de elementos: discursos, instituciones, normas, decisiones y saberes científicos que emergen para responder a necesidades históricas específicas. Estos dispositivos permiten que el poder se articule, se ejercite y se inscriba en los cuerpos.
Para este filósofo del poder, cada dispositivo encarna una racionalidad política: una manera de distribuir el poder, de clasificar los cuerpos, de gestionar los saberes y de orientar las conductas. Lo que parece ser un dispositivo neutro como una aplicación digital, una cámara de vigilancia o un sistema de IA no es en absoluto inocente, ya que está cargado de decisiones sobre qué debe considerarse normal, qué debe ser monitoreado, quién merece atención y cómo debe vivirse el tiempo.
Agamben (2014) profundiza esta idea al señalar que los dispositivos no solo organizan el comportamiento, sino que capturan la vida misma. Todo dispositivo, por simple que parezca, encierra una filosofía: una visión particular del ser humano, del control, del valor y del mundo. Así, cuando afirmo que no es el dispositivo sino su filosofía, estoy llamando a interrogar la lógica invisible que los hace posibles y necesarios. No basta con regular el uso de la tecnología; es fundamental desarticular la economía de poder que presenta ciertos dispositivos como inevitables o deseables. Lo que está en juego no es únicamente el presente cibernético o técnico, sino el porvenir ético y político de nuestras formas de vida.
En un cibermundo donde lo digital y la inteligencia artificial se entrelazan con lo cotidiano y cada gesto humano está mediado por alguna interfaz técnica, es fácil culpar al dispositivo de fenómenos como el aislamiento, la vigilancia o la alienación. Sin embargo, esta lectura resulta limitada. El problema no radica en el dispositivo como tal, sino en la racionalidad filosófica que le da sustento; es decir, en la forma de pensar al sujeto, al poder y al conocimiento que hace posible y deseable su existencia.
El dispositivo representa apenas la manifestación visible de una red más profunda de relaciones entre saber y poder cibernético, en un sistema envuelto entre el control y el mercado (Merejo, 2023a). Como puntualiza Deleuze en su texto Post-scriptum sobre las sociedades de control (1999), el poder contemporáneo ya no necesita del encierro institucional para ejercer su dominio; ahora opera de manera más sutil, continua y dispersa: “el hombre ya no está encerrado sino endeudado” (p. 8). Esto implica una transformación radical en las formas de control: ya no se trata de disciplinar cuerpos en espacios cerrados, sino de gestionar conductas a través de la deuda, la evaluación constante y la captura de datos.
Esta afirmación va en consonancia con lo que el filósofo Guattari (1999, citado por Deleuze) imaginaba: una ciudad en la que cada persona podía salir de su apartamento, de su casa o de su barrio gracias a una tarjeta electrónica, con la cual iba levantando barreras. Sin embargo, podía haber días u horas en los que dicha tarjeta fuera rechazada. “Lo que importa no es la barrera, sino el ordenador que señala la posición, lícita o ilícita, y produce una modulación universal” (ibid., p. 8).
Esta modulación no solo implica un control espacial, sino también un poder de influencia que se extiende al ámbito del consumo. Del mismo modo que el sistema digital puede permitir o restringir el acceso, también puede moldear las decisiones individuales a través de mecanismos de control más sutiles.
En este sentido, la configuración de estos dispositivos —en el caso específico, la tarjeta de crédito— como poder seductor y práctica influyente, es mediada por lo que constituye el cibermarketing (Melo, 2024), una estrategia contemporánea que opera mediante una modulación constante de las preferencias, hábitos y deseos del consumidor.
La modulación, tal como la describe Deleuze, se manifiesta plenamente en el cibermarketing, al operar como una forma de control adaptable y permanente que, mediante dispositivos digitales, no solo regula el acceso a espacios físicos, sino que también modela los deseos y decisiones del sujeto en su condición de ciberconsumidor.
En este contexto, el cibermarketing no se limita a la promoción de productos o servicios, sino que participa activamente en la construcción de identidades digitales, el análisis de datos, el funcionamiento de algoritmos de recomendación y el diseño de plataformas interactivas. Además, interviene en la configuración de nuevas dinámicas de consumo mediadas por dispositivos basados en IA. De este modo, opera como una forma de poder blando, entendido —siguiendo a Joseph Nye (1990)— como la capacidad de influir mediante la atracción, la persuasión y la seducción, en lugar de recurrir a la coacción o la fuerza.
Sin embargo, este modelo de influencia simbólica se enfrenta hoy a tensiones significativas. En un escenario global marcado por el auge de discursos autoritarios y la consolidación de fuerzas de ultraderecha en países clave como Estados Unidos, se observa un desplazamiento hacia formas de poder duro, más explícitas, directas y coercitivas.
Esta tendencia desafía la eficacia del poder blando en el ámbito político. No obstante, en el terreno del marketing cibernético, el cual abarca lo digital y otra variante que tenga que ver con dispositivos de IA; la lógica del poder blando sigue siendo dominante: el cibermarketing no impone, seduce; no obliga, atrae. Se trata de un poder que actúa de forma sutil, a menudo imperceptible, pero con efectos profundos sobre las decisiones y deseos de los ciberconsumidores.
Como bien señala Moisés Naím (2016), el poder blando “es difícil de medir, pero fácil de detectar: el poder de la reputación y la estima, la buena voluntad que irradian las instituciones bien consideradas, una economía en la que resulta deseable trabajar o comerciar, una cultura seductora” (p. 205). En esta línea, el cibermarketing se convierte en una técnica crucial en la economía de la atención, donde captar y retener el interés del sujeto cibernético como simple ciberconsumidor.
Como puede observarse en el cibermundo, el dispositivo no debe entenderse como un objeto aislado, sino como un entramado de tecnologías digitales e inteligentes que configuran nuestra experiencia cotidiana. Esto incluye desde los teléfonos móviles y plataformas virtuales, hasta los algoritmos que clasifican datos y los sistemas de IA que influyen en la toma de decisiones.
No se trata únicamente de teléfonos inteligentes, cámaras o pantallas; el trasfondo tecnológico es mucho más complejo. Involucra programadores, ingenieros, expertos en ciberseguridad, hackers (Jáqueres) estratégicos que no solo gestionan y vigilan sistemas, sino que también configuran subjetividades y moldean formas de vida.
Por eso, reducir el análisis a la dimensión puramente técnica del dispositivo es un error. No basta con reemplazar el aparato, actualizar un software o desconectar un terminal para resolver el malestar que estos generan. El problema no reside únicamente en la tecnología como objeto, sino en los contenidos, significados y dinámicas que se activan a través de ella. La tecnología no es neutral, y los dispositivos no son inocentes: incorporan intenciones, valores y formas de poder que moldean la experiencia y el comportamiento de los sujetos cibernéticos.
Lo importante no es el dispositivo en sí, sino el tipo de subjetividad que construye. Si se acepta sin cuestionamiento la lógica de la eficiencia, el control y la exposición constante, entonces el problema no radica en la tecnología como herramienta, sino en la forma de pensar que la sustenta, la justifica y le da sentido.
A partir de lo anterior, se puede inferir que los dispositivos tecnológicos tienden a imponer formas de control virtual que, con el tiempo, terminamos aceptando como algo natural. De esta manera, influyen profundamente en nuestra forma de entender lo que significa ser humano. No obstante, esta idea encierra una trampa filosófica: suponer que la tecnología tiene el poder de definir el sentido por sí misma.
En realidad, el dispositivo tecnológico no crea el significado, simplemente lo transmite o lo modifica. La verdadera causa de la pérdida de pensamiento crítico y de la falta de imaginación no es el dispositivo en sí, sino la actitud del sujeto cibernético que lo adopta de forma pasiva, sin cuestionarlo ni explorar alternativas.
Solo basta poner un ejemplo: el uso cotidiano del teléfono celular. No es el celular en sí lo que aísla, sino la lógica de conexión constante, de exposición en redes sociales, de validación algorítmica, y de rendimiento digital que se ha normalizado. El problema no es que miremos la pantalla, sino que lo hagamos obedeciendo sin resistencia una racionalidad que prioriza la eficiencia sobre la reflexión, el rendimiento sobre el cuidado, y la vigilancia sobre la autonomía. Lo mismo puede decirse de la IA: no es su existencia el problema, sino para qué y cómo se usa, y qué tipo de ser humano contribuye a modelar.
El problema no es el dispositivo, y sin embargo todo nos lleva de nuevo a él. No por lo que es, sino por lo que hace, por lo que organiza, por lo que permite y, sobre todo, por lo que impide. Vivimos rodeados de pantallas, de interfaces, de redes invisibles que conectan, pero también segmentan, que informan, pero también clasifican, que nos ofrecen posibilidades mientras nos recortan otras tantas, sin que nos demos cuenta.
No se trata de destruir el dispositivo ni de idealizar un pasado sin él, sino de entender qué lugar ocupa en la arquitectura del ser, cómo se enrosca en la formación misma del sujeto, cómo se infiltra en la carne de lo cotidiano hasta convertirse en parte de lo que somos. Por eso no basta con una crítica técnica ni con una denuncia política superficial: hace falta una crítica ontológica, una que se atreva a mirar más allá de la función y penetre en el modo de existencia que los dispositivos producen.
La crítica al dispositivo no debe traducirse en nostalgia por lo natural ni en una ingenua invitación a desconectarse. Se requiere una transformación filosófica-política sobre la IA y sobre la manera de habitar el cibermundo. Solo desde una ontología crítica que comprenda la inserción del poder en las materialidades digitales será posible redefinir la relación con los dispositivos que configuran nuestras vidas.
Por ello insisto, no es el dispositivo en sí. El verdadero conflicto reside en lo que dejamos de pensar cuando lo utilizamos; en lo que no cuestionamos cuando lo integramos sin mediación crítica. Este es un problema filosófico que interpela al poder cibernético, a la subjetividad y al sentido. No existe una salida técnica al malestar del cibermundo. La respuesta debe ser filosófica, tecnológica y crítica, capaz de afrontar los desafíos del entorno digital y de la IA.
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