Si apenas tengo ocho horas para ganarme el pan, y dos se evaporan en el infierno de los tranques y el caos de las calles, ¿cómo se supone que uno avance sin llegar a viejo siendo un pobre enfermo, arrastrando frustraciones como cadenas invisibles?
El hoy es lo único que tengo. Pero, ¿cuánto de mi vida se ha ido ya en esperas inútiles, en gritos atrapados entre bocinazos, en la rabia por culpas que no son mías?
¡Maldito tránsito!
La ciudad es un campo de guerra a la hora pico. El caos no es solo cotidiano: es catastrófico. Todos queremos llegar a tiempo. Todos tenemos prisa. Pero en esa urgencia, la cordura se disuelve como el asfalto derretido. Las calles se transforman en una batalla sin tregua. Muere la paciencia. Se extingue la decencia. Y la empatía… se ahoga bajo un mar de bocinas.
Francisco manejaba una guagua de la OMSA, subiendo por la Máximo Gómez rumbo norte. El sudor le bajaba por la espalda. Estaba tenso, molesto, con los nervios en carne viva. Tocaba bocina como si fuera metralla. Frenaba, arrancaba, maldecía por lo bajo. Los pasajeros murmuraban, se quejaban en voz alta; algunos discutían entre sí. El calor y el estrés apretaban como una soga.
Aquel día, un apagón temprano dejó fuera de servicio los semáforos. El sol del Caribe no tenía compasión: caía a plomo sobre una ciudad sofocada. El polvo del Sahara flotaba en el aire como presagio de tragedia. La inflación mordía los bolsillos. Y el cansancio, la rabia y la impotencia hervían en el ambiente.
¿Cómo se puede vivir así sin volverse loco?
Un agente de la AMET, empapado en sudor y con el uniforme pegado al cuerpo, trataba de imponer orden entre el desorden general. Parecía una figura trágica: solo, pequeño, enfrentado a una avalancha de vehículos, de ira y de impunidad. Los motoconchistas y taxistas, muchos sin licencia ni conciencia, hacían lo que les daba la gana. La ley era un chiste contado en bocinazos.
En la intersección de la Gómez con la 27 de Febrero, el caos era total. El semáforo apagado. Tres carriles convertidos en cinco. El calor del asfalto subía como un vapor maldito. El ruido era ensordecedor: motores, gritos, radios, insultos, música, más gritos.
Y de pronto, entre todo eso, se escuchó una sirena. Una ambulancia, desesperada, intentaba abrirse paso de oeste a este por la 27. Pero nadie se apartaba. Nadie cedía. Todos querían pasar primero. Todos tenían prisa. La ambulancia, como un náufrago en mar de acero y egoísmo, avanzaba a duras penas.
¿Llevaba un herido? ¿Un moribundo? Un muerto, quizás. ¿Y qué? A nadie parecía importarle. La solidaridad muere cuando el dolor es ajeno.
Francisco estaba al borde. Llevaba cinco horas atrapado. Solo quería llegar al cementerio frente a la Gómez, donde lo esperaba el relevo. La guagua era un horno humano. El ambiente, una mezcla de rabia y calor. No escuchaba. No pensaba. Solo repetía en su cabeza aquella llamada que recibió minutos antes:
—Ven urgente al hospital de traumatología. Un motorista chocó a Frank. Lo van a trasladar allá.
Su hijo. Frank.
Nada más importaba.
Nada más existía.
El agente le hizo una señal de “pare”. Pero ¿quién respeta eso ya?
¿Quién obedece sin que se le planten en frente con firmeza?
Francisco aceleró. No pensó. No midió. No vio.
El autobús rozó la parte trasera de la ambulancia.
Un pequeño toque…
Un pequeño error…
Un infierno desatado.
La ambulancia perdió el control. Se desvió violentamente. Impactó contra la acera. El golpe fue brutal. El mundo se detuvo por unos segundos infinitos.
Los gritos de los pasajeros rompieron su trance. Pero ya era tarde para lamentarse. No miró atrás. No podía. Tenía el alma congelada. Solo pensaba en Frank.
Llamó a su supervisor. Pidió relevo. No podían hacer mucho desde la base, pero le prometieron enviar a alguien.
Francisco había visto decenas de accidentes. Motoristas que se le
estrellaban sin que eso le moviera una ceja.
Pero esta vez era distinto.
Esta vez dolía.
Porque esta vez era suyo.
Cómo duele a tantas madres, a tantos padres, que cada día pierden a sus hijos por imprudencias, por abandono, por sistemas rotos, por gobiernos indiferentes.
Frente al cementerio, lo esperaba su sustituto. Entregó la guagua como quien entrega un peso muerto. Ni miró a los pasajeros. Solo salió. Como huyendo de una escena que todavía no entendía.
Tomó un motoconcho. Iba en silencio. El corazón le retumbaba en el pecho como tambora en fiesta de palo. La ansiedad le nublaba la vista. Apuraba al motorista. Cada minuto era un suplicio. Cada semáforo, una sentencia.
El calor era insoportable. El sudor se mezclaba con lágrimas que aún no se reconocían como tales.
Finalmente, llegaron. El hospital Darío Contreras.
Nunca unos minutos se sintieron tan largos.
Le entregó $200 al motorista. Este reclamó $500.
No escuchó.
Ya había visto a María.
Su esposa.
La madre de Frank.
Ella caminaba en círculos frente a la emergencia. Descompuesta. Al
borde de un colapso.
Francisco la abrazó. Le temblaban las piernas.
—¿Qué pasó, María? ¿Qué pasó? ¡Dime qué pasó!
La voz de ella era un susurro que se rompía.
—Llegó sin vida, Francisco… nuestro Frank llegó sin vida… ¡Nuestro niño!… Me quiero morir…
—¡¿Cómo que sin vida?! —¡¿Cómo?! —gritó Francisco, cayendo de rodillas, mientras el sudor y las lágrimas se confundían en su rostro.
El mundo giraba.
Pero sin sentido.
—Primero lo atropelló un delivery… en la acera, Francisco. ¡En la acera! Y la ambulancia llegó tarde. Y luego… luego chocó con una OMSA en la Gómez…
—¡Dios mío! ¡¿Por qué permites esto?!
Francisco temblaba. Las piezas encajaban.
Él era la OMSA.
Él… había cerrado el ciclo.
La tragedia tenía su nombre.
Y el sistema…
El sistema tenía su sangre en las manos.
(Escrito el 5 de septiembre de 2024)
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