La identidad dominicana no nació de un decreto ni de una estatua; se hizo a golpes de historia: mestizaje, frontera, trabajo, fe y defensa del terruño. Ese “nosotros” se templó en largos siglos coloniales y terminó de cuajar con Duarte, la Independencia y la Restauración. Hoy, en un mundo hiperconectado, la pregunta es cómo mantener viva esa voz propia sin cerrar la puerta al futuro.

Un proceso, no una fecha. Los historiadores dominicanos coinciden: antes de ser Estado, ya existía una nación social y cultural que hablaba, rezaba, trabajaba y se defendía como comunidad. La etnogénesis dominicana arranca con la empresa atlántica y el primer asentamiento europeo del Nuevo Mundo; entre choques, mezclas y resistencias, emergió una cultura criolla que fusionó raíces europeas, indígenas y africanas. Mucho antes de 1844, ya había lengua común, devociones populares y memoria de defensa del suelo. (García; Moya Pons; Balcácer).

Crisis que forjan pertenencias. El siglo XVII dejó cicatrices y certezas. Las Devastaciones (1605–1606) vaciaron el norte y el oeste, pero también despertaron una conciencia temprana de pertenencia al territorio y de autogobierno local. En 1655, cuando la invasión de Penn y Venables tocó las puertas de Santo Domingo, la respuesta fue criolla: lanceros y monteros del interior contuvieron a una fuerza muy superior en número. Ese episodio, más que un parte de guerra, es un hito simbólico de identidad en armas. (Vega; Moya Pons).

De los arreglos europeos al mapa local. La identidad dominicana también se entiende mirando el tablero de la frontera. Tres tratados la “hicieron” antes de la República:

  • Nimega (1678–1679): puso fin a la guerra franco-neerlandesa y favoreció la posición francesa; sin delimitar Hispaniola, abrió el clima para arreglos de facto en la isla (el Rebouc/Guayubín se cita como referencia temprana en el norte).
  • Ryswick (1697): España reconoció el control francés sobre el tercio occidental (Saint-Domingue), institucionalizando dos espacios coloniales con trayectorias distintas: plantación esclavista en el oeste; economía más extensiva y de baja densidad en el este.
  • Aranjuez (1777): Francia y España midieron y marcaron la línea con mojoneras y cartografía: Dajabón/Masacre al norte y Pedernales al sur, con ajustes intermedios; gran parte de ese trazo persiste.

A ese tridente histórico se sumó el Tratado de Basilea (1795): España cedió Santo Domingo a Francia, provocando un “vacío” institucional y militar que aceleró la autoconciencia del Este (Reconquista 1808–1809 y la España Boba 1809–1821). Basilea no creó la nación, pero la apuró. (García; Moya Pons).

Del “nosotros” al Estado. Sobre ese sustrato cultural —lengua, memoria y oficio de frontera— Duarte y la Trinitaria convirtieron la pertenencia en proyecto político. La Independencia (1844) puso símbolos y ley; la Restauración (1863–1865) dio la lección de oro: fuerza sin legitimidad fracasa; legitimidad sin fuerza se desvanece. La nación se afirmó como ciudadanía republicana, no como muro. (Balcácer; Moya Pons).

La frontera moderna: cerrar el círculo jurídico. Ya en el siglo XX, República Dominicana y Haití fijaron la línea interestatal con el Tratado de 1929, el Acuerdo de 1935 y el Protocolo de Revisión de 1936, colocando cientos de pirámides a lo largo de casi 400 kilómetros. Más que burocracia, fue la traducción a derecho de tres siglos de prácticas y tensiones. La frontera actual es, por tanto, historia y ley. (Síntesis en historiografía local; fuentes oficiales de límites).

Una identidad que es ágora, no trinchera. ¿Para qué sirve recordar todo esto? Para no confundir identidad con exclusión. La identidad nacional —bien entendida— es ágora cívica: un espacio de encuentro que ordena responsabilidades comunes (cuidar bienes públicos, promover civismo, proteger memoria y proyectar futuro). En tiempos de ruido, esa ágora funciona como dique cultural frente a agendas que pretenden borrar o reescribir la historia. (Balcácer; Vega).

Los desafíos de una comunidad en marcha. Tres tareas urgentes:

  1. Educación histórica: enseñar el hilo que une mestizaje, frontera, trabajo, fe e instituciones. La identidad no es souvenir; es capital social para cooperar y reconstruirse tras cada crisis. (García; Moya Pons).
  2. Civismo y legalidad: sostener el Estado de derecho que garantiza diferencias y evita que la identidad se use para negar derechos. La memoria de la Restauración lo prueba. (Balcácer).
  3. Interdependencias inteligentes: administrar comercio, migración y seguridad con cooperación respetuosa; la frontera es un vecindario, no un campo de batalla. (Síntesis documental).

Coda. Decir que “la patria ha de ser libre e independiente de toda potencia extranjera” —la sentencia de Duarte— no es una consigna para el aislamiento; es un punto de partida ético para negociar de pie en un mundo complejo. La identidad dominicana, esa que se hizo con siglos de mezcla, memoria y sangre, sigue siendo herramienta de futuro: nos recuerda quiénes somos para decidir, con serenidad y ley, hacia dónde queremos ir. (Balcácer; Moya Pons; Vega).

Justo Del Orbe

General retirado

Justo Del Orbe Piña, Gral. ®, Ejercito de República Dominicana, Historiador Militar. Geo-politólogo.

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