No hay peor injuria contra el talento que sustituirlo por el favor político. Y no hay peor tragedia nacional que convertir la representación diplomática en un simple trofeo partidario. Lamentablemente, esa ha sido —y sigue siendo— la norma en la diplomacia consular dominicana.
Y no hay espectáculo más digno del realismo mágico caribeño que ver cómo la diplomacia dominicana convierte la mediocridad en virtud y la improvisación en política de Estado. Es como una comedia costumbrista, pero con subtítulos en checo, polaco, alemán o húngaro que, para nuestra desgracia, nadie logra entender… ni los propios cónsules.
Durante cuatro décadas he vivido en la República Checa, formándome académicamente con tres carreras universitarias, entendiendo las complejidades de esta región y creando puentes naturales que vinculan el Caribe con Europa Central. Entre 2002 y 2004, me fue conferido el honor de servir como cónsul general de la República Dominicana en Praga, designación avalada no solo por mis credenciales académicas o mis relaciones políticas y empresariales en el país receptor, sino por un meticuloso proceso de preparación que tomó dos años antes de asumir el cargo. Ya entonces, confieso, empezaba a sospechar que el mérito era un pecado capital en mi patria.
En ese breve, pero intenso periodo diplomático, promoví acuerdos concretos con la República Checa: cooperación en la lucha contra el narcotráfico, un pacto fitosanitario y otro de protección al comercio y la inversión (porque, créase o no, los productos agrícolas dominicanos también tienen pasaporte). Reactivé becas universitarias que llevaban más tiempo dormidas que la Bella Durmiente y organicé misiones científicas que, por un momento, hicieron pensar que éramos un país serio. Hasta logramos colocar productos dominicanos en góndolas checas. Extendí los servicios consulares no solo a dominicanos residentes en Chequia, sino también la promoción del turismo en países vecinos como Eslovaquia, Polonia, Hungría, Rumanía y Bulgaria aumentando la cuota de viajeros a la República Dominicana.
Y, como era de esperarse —porque en la República Dominicana la excelencia suele durar lo que una flor en el desierto—, aquella lógica de servicio estratégico, basada en el conocimiento local y la decencia institucional, fue fulminada de un plumazo con el cambio de gobierno. Con la llegada del PLD al poder en el 2004, el consulado terminó en manos de personajes de la diáspora dominicana en Suiza, seleccionados al parecer tras rigurosos procesos… en la barra de algún colmado. Sin formación académica, sin idiomas, y con un español tan maltratado que uno dudaba si eran dominicanos o traductores automáticos defectuosos.
Durante ocho años, el consulado funcionó como lo que realmente querían que fuera: una agencia de colocación partidaria, un parque temático de la improvisación, donde el único mérito exigido era tener una foto con el líder y saber corear eslóganes. Luego llegó Danilo Medina y, fiel al guion de la tragicomedia nacional, repitió la fórmula, cambiando apenas los actores, pero manteniendo intacta la trama del desastre.
Muchos ilusos —yo incluido— creímos que el PRM haría algo diferente cuando ganó en 2020. Que por fin la diplomacia sería un instrumento de desarrollo y no un botín electoral. Qué ingenuidad. Esta vez el casting lo hizo la diáspora en España, con resultados igual de bochornosos y con la misma anemia intelectual: cónsules que siguen confundiendo el protocolo diplomático con el protocolo de la fritura o el protocolo de la policía, y la política exterior con la foto en Facebook
Lo irónico —o quizá lo trágicamente dominicano, que suele ser lo mismo— es que el propio canciller designado por el PRM en 2020, Roberto Álvarez, confesó, sin un atisbo de rubor, que los consulados y legaciones diplomáticas habían sido usados como botín político, como quien relata entre risas una travesura inocente y no el guion descarado de un Estado fallido. Una declaración tan cruda debería haber servido de punto de inflexión para refundar la política exterior, o al menos para fingir que se reformaba algo. Pero ¿qué ocurrió después? Exacto: absolutamente nada. La maquinaria siguió carburando con la misma gracia chirriante de un motor sin aceite, distribuyendo cargos a compadres y activistas con el mismo entusiasmo con que se reparte ron en una fiesta patronal. Así, nuestra diplomacia terminó convertida en un improvisado campo de entrenamiento para amigos del partido: una especie de pasantía internacional donde el único requisito es saber aplaudir con disciplina.
No, esto no es —como podrían sugerir los espíritus maliciosos que ven fantasmas donde no los hay— el lamento agrio de quien se quedó fuera del carrusel diplomático tras un cambio de gobierno. Ojalá el problema fuera tan simple y anecdótico. Esto es, en realidad, la radiografía de un fenómeno estructural que degrada la imagen del país y nos exhibe en el concierto internacional con la misma prestancia con que un borracho se tambalea por el malecón: tambaleantes, ruidosos y sin rumbo claro.
Porque cada cónsul o diplomático que no domina el idioma local ni entiende las dinámicas económicas de la región a la que está acreditado representa mucho más que un pequeño desliz administrativo: es una puerta cerrada para atraer inversiones, abrir mercados, impulsar el turismo o construir convenios científicos e intercambios culturales. Cada evento internacional donde esas carencias quedan en evidencia no solo nos regala una postal pintoresca de nuestra torpeza diplomática; es, además, una humillación colectiva para los dominicanos formados y dispuestos a contribuir, y una sátira cruel para los contribuyentes que siguen financiando —con religiosa paciencia— este interminable carnaval de improvisación.
Mientras otros países utilizan sus consulados y embajadas como punta de lanza para seducir capital extranjero, garantizar intercambios académicos o simplemente consolidar su reputación global, nosotros optamos por convertirlos en cómodas peñas partidarias con sello oficial. Salones VIP donde familiares y amigos con corbata desfilan para hablar del país como quien describe un solar baldío que apenas ubica en el mapa.
Y no, insisto, esto no surge del despecho personal de quien invirtió años, recursos y neuronas representando dignamente a la patria. Es más bien el retrato incómodo de cómo la República Dominicana parece preferir la mediocridad con la misma devoción con que algunos encienden velones o recitan novenas. Porque cada cónsul sin idiomas, sin formación, sin la más remota idea de qué hace allí, no es solo un mal chiste diplomático: es un lastre que nos resta competitividad, nos aísla y termina siendo un lujo costoso pagado con el sudor del pueblo.
Quizá algún día despertemos del hechizo y comprendamos que la política exterior debe ser algo más que una tómbola de favores camuflados de diplomacia. Hasta entonces, seguiremos exportando con orgullo nuestro merengue, nuestro ron y —faltaba más— cónsules de saldo. Que Dios, o el FMI, que por lo visto nos lleva mejor la contabilidad, nos coja confesados.
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