C. S. Lewis decía que “la compasión no es una emoción superficial, sino la manifestación de un corazón transformado”. Y tenía razón. Esa frase se entiende mejor en diciembre, cuando miramos las fotografías familiares, armamos el arbolito o seguimos las luces que llenan la ciudad. Sin embargo, siempre hay algo más hondo detrás de lo visible; algo silencioso que mueve la conciencia sin hacer ruido.
Son escenas sin vidriera. A veces llegan como un pellizco en el alma; otras, como nubes de esperanza que avanzan sin alegría. La Navidad aparece con sus luces y su música repetida. La gente busca reunirse pese al cansancio, las deudas o las limitaciones; aun así, nos juntamos. Los niños cuentan los días para ver qué regalos recibirán. La ciudad cambia de ánimo.
Pero entre todo eso se cuela un silencio que no pide permiso. No es el silencio hermoso de los momentos familiares: es el silencio del pesebre, ese que nos devuelve al centro de la conciencia. Y sí, en plena fiesta, el Niño Jesús llora. No llora por adornos ni por luces ni por villancicos. Llora porque esas luces casi nunca llegan al callejón. Llora por el niño que no ha probado pan. Llora cuando una familia sobrevive sin poder celebrar. Llora cuando la violencia marca los barrios. Llora cuando alguien pide y miramos hacia otro lado. Llora cuando la indiferencia se convierte en un manto sobre el dolor ajeno.
Si apelamos a un ejemplo, Mateo 25:40 lo expresa sin rodeos: cuando ayudas a quien parece pequeño, ahí mismo está Cristo. No necesita protocolo
Por eso, “el que tiene misericordia del pobre, al Señor presta”. Así lo dice Proverbios 19:17, y bien podría ser el rostro de la fe. Porque si la fe no mira al que sufre, entonces ¿qué mira? Adviento no es un título litúrgico; es un llamado a despertar. Como si Dios preguntara desde dentro: “¿Todavía ves? ¿Todavía te duele lo que debe doler?”. Y ahí aparece la imagen más humilde: Jesús sin abrigo, sin cuna, sin nada.
No puedo esconder que esa imagen trae a la memoria la pregunta de Génesis: “¿Dónde está tu hermano?”. Isaías la reformula: “Aprendan a hacer el bien, busquen la justicia, protejan al desamparado”. Y en la orilla del lago, Jesús preguntó a Pedro: “¿Me amas?”. Son preguntas breves, sin adornos, que no envejecen. Siguen ahí, y vuelven hoy con los rostros que tenemos delante.
Entonces, ¿qué hiciste con tu hermano?
¿Escuchaste su llanto?
¿Te moviste, aunque fuera un poco?
¿Buscaste la herida o miraste el reloj?
¿Amaste… o solo celebraste?
¿Es tu Navidad un acto de servicio, o un catálogo de luces que no iluminan a nadie?
Mientras tanto, el Niño Jesús no llora por Él; llora por nosotros. Llora por lo que permitimos, por lo que evitamos, por lo que normalizamos. Llora porque a veces la Navidad pesa más en el bolsillo que en el alma. Llora porque se enciende el árbol y se apaga el hermano.
Aun así, hay consuelo. Las lágrimas cambian cuando una mano se extiende. Vuelven a mí recuerdos del orfanato. Un niño se acercó en silencio, como quien ya aprendió que pedir no sirve. Su mirada era un mundo entero: hambre, espera, un deseo de esperanza buscando sostén. Le ofrecieron pan; lo tomó con ambas manos, sin sonreír. Ese gesto bastó para entender que el Niño Jesús todavía llora, pero también que sus lágrimas se secan cuando alguien decide estar. Sin discursos. Solo estar.
Si apelamos a un ejemplo, Mateo 25:40 lo expresa sin rodeos: cuando ayudas a quien parece pequeño, ahí mismo está Cristo. No necesita protocolo. Si vas a un orfanato, debe ser por eso: no por cumplir, no por una foto, no por mostrar evidencia. Debemos estar ahí porque la dignidad del otro es parte de nuestro deber.
Finalmente, la Navidad también implica ayudar a cargar la cruz del pobre, del afligido de espíritu y del endeudado. Eso es más real que mirar desde lejos. Ahí se completa el sentido de la Navidad. Porque un solo acto de amor sincero enciende una luz. Mil regalos no pueden secar las lágrimas del Niño Jesús; pero un solo acto de amor sincero sí puede.
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