El reloj marca la hora en que, hace ciento siete años, cesaron los cañones de la Gran Guerra. Las ciudades del mundo guardan un minuto de silencio, mientras el viento otoñal se cuela entre los monumentos de piedra que recuerdan el horror del siglo pasado. En una plaza imaginaria —quizás en Ypres, quizás en Verdún o en algún rincón del espíritu humano donde el tiempo se disuelve— dos sombras dialogan. Una viste el uniforme prusiano de otro tiempo; la otra, el manto sencillo del sabio del Tao. Clausewitz y Lao Tse, el estratega y el maestro del vacío, se encuentran para reflexionar sobre el nuevo rostro de la guerra.

I. El campo de batalla invisible

Clausewitz:

—Maestro Lao, si hoy miraras el campo de batalla, no reconocerías el terreno. No hay trincheras ni caballos; no hay humo de cañones ni soldados marchando al compás. Las guerras de este siglo se libran en pantallas y servidores, entre enjambres de drones, radares autónomos y ejércitos de silicio. La guerra, que yo definí como “la continuación de la política por otros medios”, se ha transformado en una ecuación matemática que mide probabilidades, algoritmos y daños colaterales.

Lao Tse:

—Y, sin embargo, general, sigue siendo la misma tempestad en el corazón del hombre. El metal cambia, pero el deseo de dominar persiste. En el Tao Te Ching dije: “El que vence a otros es fuerte; el que se vence a sí mismo es poderoso.” Vosotros los modernos habéis vencido distancias, cielos, máquinas; pero no os habéis vencido a vosotros mismos.

Clausewitz asiente. Su mirada, disciplinada por la razón militar, se pierde en las imágenes de un dron sobrevolando una ciudad devastada. Las noticias del día repiten los nombres: Ucrania, Gaza, el mar de la China meridional, el mar Caribe. El sonido del viento se confunde con el zumbido de las hélices.

Clausewitz:

—En Ucrania, dicen los ministros, se está forjando la nueva doctrina de guerra. La llaman el “momento aéreo” de nuestra era, como aquel en que los ejércitos de 1914 descubrieron el poder del aire. Hay drones que cazan otros drones, tanques que no necesitan tripulación y sistemas que atacan antes de que el enemigo respire. Algunos hablan de la “Silicon Valley de la guerra”. ¿No es curioso, maestro? La inteligencia artificial se ha convertido en general, soldado y juez; mientras tanto, intriga intercepta intriga y bala contraataca bala.

Lao Tse:

—El que ingenia máquinas de muerte cosecha silencio en el alma. Los hombres buscan vencer el caos con más caos. Pero el Tao enseña que el equilibrio no se alcanza con la fuerza, sino con la armonía. Si la inteligencia artificial piensa por los hombres, ¿quién pensará la compasión?

II. El espejismo del progreso

La conversación se traslada, como arrastrada por el sueño, al pabellón de una feria tecnológica militar. Pantallas muestran prototipos: el misil de alcance extremo AGM-158 XR, los helicópteros sin piloto U-Hawk, los tanques XM30 guiados por IA, las torretas autónomas capaces de seleccionar blancos humanos en segundos.

Cada nombre brilla con el orgullo de la innovación.

Clausewitz:

—La ciencia siempre ha estado al servicio del poder. En mi tiempo, el avance era la artillería; hoy lo son las redes neuronales y los enjambres robóticos. El general Carns, del Reino Unido, decía hace poco: “El F-35 es el Spitfire del futuro; no pelea, coordina enjambres.” No hay más héroes individuales, solo sistemas integrados. La guerra ya no tiene rostro.

Lao Tse:

—Cuando la guerra pierde rostro, el sufrimiento se vuelve infinito. El hombre que mata con sus propias manos conoce el peso de su acto; el que oprime un botón desde lejos solo siente la distancia. En el vacío digital no hay llanto ni olor de sangre, pero la herida se extiende igual por el espíritu del mundo.

Clausewitz:

—Y, sin embargo, el progreso parece inevitable. Cada conflicto es un laboratorio. En la guerra de Ucrania, los estrategas observan como si fueran científicos ante una reacción química: armas hipersónicas, interferencias electrónicas, escudos invisibles. Lo llaman “el aprendizaje necesario”. Pero, ¿qué aprendemos, maestro? ¿Aprendemos a evitar la guerra o solo a perfeccionarla?

Lao Tse:

—El sabio no perfecciona la espada, sino la palabra que la guarda en la vaina. La humanidad ha olvidado que la verdadera victoria es aquella en la que nadie muere. La paz no es la ausencia de guerra, sino el conocimiento de los límites. Si la técnica no conoce sus límites, deviene mortal, pues se convierte en su propia guerra.

III.         De la disuasión al vacío

El aire cambia. Clausewitz observa un reactor nuclear en miniatura, símbolo del retorno de la energía atómica. “Los países —recuerda otro más de los cientos de lúcidos informes recientes— vuelven al átomo, impulsados por la demanda insaciable de los centros de datos.” Lao Tse sonríe con tristeza.

Clausewitz:

La energía nuclear vuelve a presentarse como salvadora. Dicen que alimentará el progreso, pero su sombra sigue siendo la misma que cayó sobre Hiroshima y Nagasaki.   Es la misma piedra, la misma bala, el mismo fuego, solo que más pulidos.

—¿Acaso no ocurre igual con la guerra? —pregunta Lao Tse—. Se le cambia el nombre: preventiva, híbrida, inteligente. Pero su raíz es idéntica: el miedo.

Clausewitz:

—Y el miedo es político. Las naciones se mueven entre el orgullo y la desconfianza, sin relativizar sus intereses. Cada alianza, cada tratado, cada misil es una forma de lenguaje. Yo llamé a la guerra un acto de comunicación extrema. En 1918 se firmó el armisticio para silenciar —para siempre— esa voz. Pero parece que los hombres solo escuchan cuando los cañones callan, y luego olvidan.

Lao Tse:

—El agua que olvida su cauce se desborda. Así ocurre con la memoria. El 11 de noviembre no debe ser un día de silencio vacío, sino de conciencia. Los muertos de la Gran Guerra no piden venganza, piden que aprendamos a detenernos antes del precipicio.

—¿Y cómo detener un sistema que se alimenta del conflicto? —pregunta Clausewitz—.

Las industrias de defensa prosperan; los gobiernos invierten; las corporaciones privadas incuban nuevas armas como si fueran promesas de futuro. Incluso el lenguaje se ha vuelto ciego: “progreso”, “innovación”, “eficiencia”. Palabras que ocultan la palabra más antigua: “matar”. Dirían ustedes, occidentales, como Caín a quien quiera haga las veces de Abel.

IV.          Las nuevas trincheras del siglo XXI

Los dos pensadores caminan ahora entre imágenes de ciudades devastadas: Gaza, Kiev, Alepo y hasta barcazas no identificadas. La guerra moderna ya no se limita al campo de batalla; vive en los satélites, en las redes, en los datos, en los yerros humanos. Es una guerra líquida, como el mundo heraclitiano que la engendra, sin rumbo ni fin.

Clausewitz:

—En mi tiempo, el frente era una línea. Hoy el frente es un mapa invisible de servidores, cables submarinos y constelaciones de satélites. Los ejércitos de la nube luchan por información, no por tierra. El soldado del siglo XXI no cava trincheras, sino códigos.

Lao Tse:

—Y el peligro es el mismo: perder el alma en el proceso. El Tao enseña que “cuanto más leyes y armas posee un Estado, más confusión y ladrones surgen”. Cuantos más sistemas crean los hombres, más se multiplican sus enemigos. El enemigo no está fuera, está en el desequilibrio.

Clausewitz:

—Pero no todo es oscuridad. También hay quienes buscan un equilibrio distinto: nuevas diplomacias, acuerdos cibernéticos, foros de desarme digital. Quizás aún haya esperanza.

—La esperanza —responde Lao Tse— es el último puente antes del salto al vacío. Pero hay que cruzarlo caminando despacio. El hombre moderno corre hacia su destrucción creyendo que huye de ella.

V. El eco del armisticio

El cielo comienza a aclararse. En la distancia suenan las campanas de un templo. Clausewitz y Lao Tse se detienen frente a un monumento: una escultura de manos entrelazadas hecha con fragmentos de acero bélico fundido. El general suspira.

Clausewitz:

—Hoy, sí, 11 de noviembre, el mundo recuerda el día en que cesó la “guerra para acabar con todas las guerras”. Y, sin embargo, seguimos fabricando guerras para acabar con nuestros miedos. Tal vez mi definición de la guerra fue incompleta. Quizás no sea la continuación de la política, sino el fracaso de la sabiduría.

Lao Tse:

—Entonces escríbelo de nuevo, amigo mío. “La paz es la continuación de la sabiduría por otros medios.” Solo cuando los hombres aprendan esto, dejarán de invocar a los dioses de la destrucción.

Ambos guardan silencio. En las pantallas cercanas, los titulares siguen girando:  “Nuevos drones autónomos probados con éxito”“El misil de largo alcance entra en fase final”“Negociaciones de paz interrumpidas”. Pero en medio del ruido, una brisa levanta las hojas de otoño y las dispersa como si fueran palabras de un antiguo texto olvidado.

Epílogo: El Tao del soldado

Antes de desvanecerse, Clausewitz pregunta:

—Maestro, ¿puede existir una guerra justa en este tiempo de máquinas?

—Solo si el hombre pelea contra su propia violencia —responde Lao Tse—. La verdadera justicia no se impone, se siembra. Como el bambú, que crece en silencio y se dobla antes de quebrarse.

Clausewitz baja la cabeza.

—Entonces, quizás mi tarea no era enseñar a luchar, sino a comprender por qué luchamos.

El sol del amanecer ilumina las piedras del monumento. En su base, alguien ha grabado una frase anónima cada vez que recuerda el cumpleaños de su única hermana:

La memoria es el único armisticio que no debe firmarse solo una vez.

Y así, mientras el mundo se prepara para otra jornada de noticias, los dos pensadores desaparecen entre la luz, el viento y el olvido. La plaza queda vacía, pero su diálogo resuena en el aire, como una plegaria: que la inteligencia no sustituya a la compasión, que el progreso no venza a la prudencia, y que el eco de los caídos —muertos, enterrados, hechos polvo y olvidados– nos recuerde que toda guerra, incluso la más moderna, comienza en el alma de los hombres y la inconsciencia de sociedades y pueblos civilizados.

Fernando Ferran

Educador

Profesor Investigador Programa de Estudios del Desarrollo Dominicano, PUCMM

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