Gestionar riesgos en salud no es una técnica accesoria ni un protocolo opcional. Es, en esencia, una manifestación del poder estratégico que las instituciones ejercen —o eluden— sobre la vida, el sufrimiento y la muerte. Desde El Arte de la Guerra, Sun Tzu comprendió que la verdadera victoria consistía en anticipar, conocer el terreno, conocer al enemigo y conocerse a sí mismo. Esa lógica, más de dos mil años después, sigue vigente en los hospitales, las aseguradoras, las agencias regulatorias y en las salas de decisión política. El riesgo, lejos de ser una categoría probabilística neutra, es una expresión concreta de desigualdad, de visión institucional y de responsabilidad pública.
En el terreno de la salud, cada actor —ARS, prestador, Estado, ciudadanía— ocupa una posición estratégica frente al riesgo. La paradoja es que quienes más lo padecen no son quienes más poder tienen para gestionarlo. Mientras las personas enfrentan los efectos de enfermedades, errores clínicos, gastos catastróficos o negligencias estructurales, los dispositivos institucionales que debieran anticiparse, mitigar o evitar estos riesgos operan, en muchos casos, con racionalidades distintas, financieras, contractuales, administrativas. Este desplazamiento del centro de gravedad —de la vida humana al contrato económico— ha debilitado la gobernanza del riesgo sanitario en múltiples niveles.
Las admistradoras de riesgos de salud (ARS), en su diseño original, no son simples intermediarias financieras, son agentes institucionales llamados a anticipar y gestionar los eventos adversos en salud, a construir perfiles de riesgo poblacional, a articular acciones preventivas y correctivas en base a evidencia. Sin embargo, la práctica ha demostrado que muchas de ellas han invertido esa lógica, colocando el control de uso por encima de la gestión del riesgo real. En vez de proteger a sus afiliados, protegen sus balances. En vez de asumir riesgos sanitarios, externalizan responsabilidades sobre los prestadores y sobre el propio usuario. El resultado es un sistema segmentado, reactivo, donde el conocimiento técnico y el análisis predictivo han sido desplazados por decisiones oportunistas y medidas defensivas.
La salud pública, por su parte, no ha sido ajena a esta crisis estratégica. Las políticas públicas en salud, particularmente en países como la República Dominicana, han demostrado limitaciones estructurales para incorporar la lógica anticipatoria y sistémica que la gestión de riesgos exige. Los sistemas de vigilancia epidemiológica, las capacidades de análisis de datos, la interoperabilidad de las plataformas, la articulación territorial y la integración de redes han mostrado fallas repetidas en momentos clave. Lo ocurrido con la pandemia de la COVID-19 no fue una excepción; fue la confirmación de una debilidad histórica, evidenciando que la planificación sanitaria ha sido más prescriptiva que prospectiva, más legalista que estratégica. Se planifica para cumplir, no para evitar el colapso.
En este contexto de fragilidad estructural y desalineación de intereses, la inteligencia artificial emerge como una herramienta que, bien utilizada, puede transformar radicalmente la gestión de riesgos en salud. Lejos de los titulares espectaculares, su mayor virtud no está en sustituir decisiones humanas, sino en fortalecerlas mediante datos integrados, patrones invisibles y alertas tempranas. Algoritmos de machine learning pueden identificar el riesgo de hospitalización en pacientes crónicos, prever fallos en cadena de suministros, detectar fraude o mal uso de recursos, optimizar rutas de atención o identificar desviaciones clínicas antes de que generen eventos adversos. Esto no solo tiene implicaciones técnicas, sino éticas; de ahí que, no usar estas tecnologías cuando están disponibles se convierte, por omisión, en una forma de negligencia institucional.
El principio de Pareto, formulado originalmente por Vilfredo Pareto en el siglo XIX, sigue siendo central para la administración de riesgos en sistemas sanitarios con recursos limitados. El 20% de las causas genera el 80% de los efectos. En salud, esto se traduce en que una minoría de condiciones clínicas o procesos críticos genera la mayoría de las complicaciones, costos y sufrimientos. No identificar ese 20% —los procesos quirúrgicos con más riesgo, las patologías con más impacto financiero, los errores clínicos más recurrentes— es una forma de ceguera estratégica. La priorización inteligente no es solo eficiencia económica, es justicia distributiva. Los recursos escasos deben asignarse donde más vidas pueden protegerse.
Pero la gestión de riesgos no depende solo de herramientas, depende, sobre todo, de cultura institucional. Una cultura que no castigue el error, pero que lo analice. Que no se conforme con reportar eventos, sino que los entienda como síntomas de fallos sistémicos. Que valore el dato, no como fin estadístico, sino como lenguaje de alerta. Y que transforme cada incidente en un aprendizaje organizacional profundo. Esa es la diferencia entre una institución que sobrevive y una que evoluciona.
Sin embargo, ninguna estrategia, por sofisticada que sea, puede considerarse completa si no incorpora un fundamento ético y político claro. En salud, el riesgo no se distribuye equitativamente, toda vez que lo padecen más los pobres, los excluidos, los sin voz. La gestión del riesgo, por tanto, debe ser también una práctica de justicia, de equidad y de soberanía. Justicia, porque debe reconocer y corregir las fallas estructurales que colocan a ciertas poblaciones en desventaja. Equidad, porque debe garantizar protección diferencial según necesidades. Soberanía, porque un sistema que no controla sus riesgos termina siendo controlado por ellos, por los mercados, por los contratos, por la incertidumbre.
De ahí que, no se necesita simplemente un protocolo ni una norma más. Se necesita una nueva cultura sanitaria centrada en el conocimiento, la anticipación, la transparencia y el compromiso ético. Necesitamos una autoridad sanitaria que no sea un árbitro entre intereses económicos, sino una fuerza rectora del bien común. Que la gestión del riesgo deje de ser una técnica marginal y pase a ser el corazón de la política sanitaria.
Así, como decía Sun Tzu: “La excelencia suprema consiste en romper la resistencia del enemigo sin luchar”. En salud, esa excelencia consiste en evitar la enfermedad sin llegar al hospital, evitar el daño antes de que surja, y proteger a las personas antes de que el sistema tenga que salvarlas.
Revisiones
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