Derrida no concibe el prejuicio simplemente como un juicio falso o equivocado, sino como una condición constitutiva del pensamiento dentro de la metafísica occidental de la presencia. Para él, el prejuicio no es tanto un error como una presuposición originaria, un punto de partida no cuestionado que estructura la forma misma en que pensamos y otorgamos sentido.
Aunque su enfoque se centra principalmente en la deconstrucción del logocentrismo, Jacques Derrida (1930-2004) analiza cómo se establecen estructuras jerárquicas que otorgan poder y primacía a un término sobre otro dentro de los conceptos. En este esquema binario, el habla adquiere una posición de superioridad frente a la escritura, lo que reproduce una antigua tradición metafísica. Así, Derrida advierte que la idea equívoca contenida en el prejuicio no es más que la imposición a priori de un concepto sobre otro, una forma de dominación conceptual que atraviesa el pensamiento occidental. En este sentido, la deconstrucción es el proceso analítico mediante el cual Derrida busca cuestionar y desmantelar estas presuposiciones y jerarquías ocultas, y poner al descubierto las tensiones y contradicciones internas del propio lenguaje filosófico.
Cabe destacar que este funcionamiento puede observarse claramente en la imagen que los colonizadores europeos construyeron de los pueblos originarios de América. De hecho, la denominación de este territorio como «Nuevo Mundo», en contraste con su propio «Viejo Mundo», refleja una jerarquía conceptual que impone una visión eurocéntrica: lo europeo se presenta como lo antiguo, civilizado y fundacional, mientras que lo americano se concibe como lo nuevo, primitivo y por descubrir. Si aplicamos la idea de prejuicio en el sentido que le da Jacques Derrida, podemos entender cómo estos términos operan como estructuras de poder simbólico que establecen una división del mundo en la que un grupo se presenta como referente de humanidad y el otro queda subordinado a él.
La imagen proyectada de los habitantes de nuestra isla, Quisqueya, ilustra bien esta lógica. En los primeros relatos, como los diarios de Cristóbal Colón, se les denominó «caribes», un término con connotaciones animalescas que pretendía describir al «habitante del Nuevo Mundo» como una criatura salvaje. Así, junto al concepto de «aborigen», se crearon una serie de nombres que reducían su humanidad: «indios», «naturales», «caribes», «caníbales», «salvajes». Estas denominaciones no solo clasificaban, sino que atribuían a los habitantes de las Antillas prácticas como la antropofagia, que los colonizadores interpretaban como un signo de barbarie, sin considerar que podían formar parte de un contexto cultural desconocido para ellos. Así, se legitimó la idea de que estos pueblos eran inferiores o necesitaban ser civilizados, lo que dio lugar a una concepción errónea y deshumanizadora de su condición de seres humanos.
Como señala Bonfil Batalla (1972), las crónicas de Indias, redactadas por historiadores al servicio de las monarquías europeas, no solo describieron los territorios y pueblos del continente, sino que también consolidaron una imagen despectiva de sus habitantes. Estas representaciones, cargadas de prejuicios y jerarquías, persistieron durante los siglos XVI, XVII y XVIII, y reprodujeron en la historia oficial la misma lógica de exclusión que Derrida identifica en la estructura metafísica del pensamiento occidental.
Tras construirse esta imagen distorsionada de los habitantes de las Antillas Mayores, se consolidó una de las concepciones más grotescas del proceso colonizador: la idea de que los pueblos aborígenes carecían de alma y, por tanto, de racionalidad. Esta visión sirvió de justificación ideológica para el maltrato, el abuso y la desolación que sufrieron los taínos en nuestro contexto insular. Considerados seres sin alma, fueron tratados como instrumentos de trabajo y no como personas, consumándose así un proceso de deshumanización y sometimiento que marcó los inicios de la colonización de la isla.
Sin embargo, frente a esta degradante ideología, un grupo de sacerdotes dominicos, franciscanos y de otras órdenes religiosas emprendieron una profunda labor de deconstrucción moral y teológica de la imagen impuesta por los colonizadores. Reconocieron en los taínos la condición de seres racionales y, por tanto, de sujetos con derechos humanos. Entre ellos, destacaron Antón de Montesinos, Bartolomé de las Casas y Pedro de Córdoba, pertenecientes a la Orden de Predicadores, quienes pronunciaron los primeros discursos de denuncia contra la violencia y el exterminio de los pueblos indígenas.
En 1511, Antón de Montesinos pronunció en el convento de los dominicos su célebre sermón del cuarto domingo de Adviento, titulado «La voz que clama en el desierto», en presencia de la élite colonial. En él, condenó abiertamente el maltrato, la injusticia y la esclavitud de los indígenas, apelando a la ética cristiana y al derecho natural de los pueblos. Sus palabras generaron una fuerte reacción entre los colonos y las autoridades, por lo que fue enviado a España para rendir cuentas ante la Corona. No obstante, Pedro de Córdoba, superior de la orden en la isla, se negó a retractarse y defendió las denuncias de Montesinos, reafirmando su compromiso con la libertad y la dignidad humana.
Durante el siglo XVI, en plena consolidación de la colonización, se desarrolló en España uno de los primeros debates sobre la humanidad de los pueblos americanos: la Controversia de Valladolid. En ella, dos teólogos, Juan Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas, debatieron por encargo de la Corona si los indígenas poseían alma racional y, por tanto, si debían ser considerados verdaderos seres humanos. El tema central era determinar si los indígenas poseían alma racional y, por tanto, si debían ser considerados verdaderos seres humanos. (De Las Casas, 1552)
Las Casas basó su defensa en la afirmación de la racionalidad y espiritualidad de los pueblos originarios, mostrando que estos poseían formas propias de organización, pensamiento simbólico y comprensión del mundo. Estas expresiones culturales, aunque diferentes a las europeas, constituían manifestaciones auténticas de razón y vida espiritual. Así, Las Casas sostuvo que la fe, la moral y la política no podían basarse en la negación del otro, sino en el reconocimiento de su humanidad. (De Las Casas, 1552)
Estos argumentos se recogieron y profundizaron más tarde en diversas obras, entre ellas La humanidad y racionalidad de los indígenas, donde se desarrolla la tesis de que toda cultura encierra una razón propia, negada por el prejuicio colonial, pero reivindicada por quienes, desde la fe o la filosofía, se atrevieron a ver al otro como un igual. Para más detalles de este abuso instrumentalizado: (Dussel, 1994)
Tras la conquista y colonización, fue largo y complejo el camino hacia la organización política, económica y social de la naciente colonia española. Este periodo estuvo marcado por diversas circunstancias: el sometimiento forzoso de los pueblos nativos, la implantación del sistema esclavista, la creación de las encomiendas, las disputas por la justicia y la fundación de instituciones políticas, educativas y religiosas. A ello se sumaron fenómenos como el contrabando y la piratería, que perturbaron el desarrollo estable de la isla.
En este contexto histórico surgió también el mestizaje, entendido en dos dimensiones: la biológica, fruto de la mezcla entre europeos, indígenas y africanos, y la cultural, que abarcó las creencias, las costumbres, las lenguas y los modos de vida. De esta fusión surgiría, con el tiempo, la criollización: una simbiosis biológica y cultural que daría origen a lo que hoy reconocemos como la identidad dominicana.
A partir de este proceso, entre los siglos XVII y XVIII aparecieron pensadores coloniales cuyas reflexiones, aunque marcadas por una fuerte religiosidad, ofrecen una mirada crítica y consciente sobre la realidad de la isla. Entre ellos destaca Luis Gerónimo de Alcocer (1598-1664), quien reconoció la relación entre la cultura emergente y la tradición previa sobre la que se fundaba. En esta misma línea se encuentra el teólogo Tomás Rodríguez de Sosa, destacado por defender la capacidad intelectual del pueblo negro y por cuestionar la idea de su inferioridad racial. Su labor fue reconocida por pensadores como Andrés de Solís (1650) y por el arzobispo Francisco Pío Guadalupe Téllez (1658), quien valoró especialmente sus aportaciones teológicas de 1662 sobre la doctrina eclesiástica.
Otro nombre destacado es el de Fernando Díez de Leiva, cuyas investigaciones sobre las prácticas médicas en la isla aportaron una visión crítica e innovadora. En su obra, de carácter moral y empírico, buscó redefinir los axiomas tradicionales, desmontando errores conceptuales y proponiendo una comprensión más realista de la práctica médica colonial. En este mismo periodo, Fernando Carvajal y Rivera (1632-1701) denunció la brutalidad de los colonos hacia los indígenas, así como los efectos negativos del sistema de encomiendas, que provocaron migraciones masivas y una pobreza estructural que marcó profundamente a la población.
Sin embargo, junto a estas aportaciones humanistas surgieron también narrativas contradictorias en las que las buenas intenciones se vieron tensionadas por los intereses coloniales. En el siglo XVIII destacan las figuras de Joseph Peguero y Antonio Sánchez Valverde, autores, respectivamente, de las obras Historia de la conquista de la isla Española (1762) e Idea del valor de la isla Española (1785). En el caso de Sánchez Valverde, su visión combina un notable conocimiento económico con una postura ambigua, ya que propuso la reactivación económica de la colonia mediante el trabajo indígena e incluso insinuó el retorno al sistema esclavista, lo que denota una perspectiva que podría considerarse abiertamente esclavista.
Sánchez Valverde se autodefinía como criollo, pero su concepto de mestizaje era limitado, ya que solo reconocía la mezcla entre europeos y taínos, negando la contribución africana a la formación del pueblo dominicano. Su pensamiento, impregnado de nostalgia por la metrópoli, proponía un retorno simbólico al «color» de los siglos anteriores, es decir, un regreso a los brazos de España. Andrés L. Mateo denomina a esta actitud el «complejo de primogenitura», entendido como el mito de la grandeza del criollo que idealiza la colonización como un hecho civilizador y «bueno en sí mismo».
Esta negatividad histórica, la negación del origen plural y afroantillano, se incrustó en el inconsciente colectivo dominicano y generó una autoimagen de inferioridad que ha persistido a lo largo del tiempo. Tal y como planteaba Jacques Derrida (1930-2004), es necesario deconstruir estos prejuicios heredados, desmontar las jerarquías que los sustentan y reinterpretar la historia desde las perspectivas marginadas. Solo así se puede comprender el mestizaje no como negación, sino como una afirmación viva de nuestra identidad diversa y compleja.
El origen (ontología y fenomenología) y el pensamiento situado.
La organización social taína era sencilla, pero estructurada. Estaba formada por caciques (líderes políticos), nitaínos (nobles o guerreros), bohiques (sacerdotes y curanderos) y naborías (pueblo llano). Su economía se basaba principalmente en la agricultura, con cultivos de yuca, maíz, ají, batata y diversas frutas tropicales. También practicaban la caza y la pesca y empleaban la técnica agrícola del conuco, que consistía en la rotación y el aprovechamiento sostenible del suelo. (Pane & ARROM, 1494-1498)
Su mitología poseía un carácter profundamente espiritualista y simbólico, centrado en la relación entre el ser humano, la naturaleza y las deidades. Estas creencias se transmitían de forma oral y se expresaban a través de los cemíes, figuras talladas en piedra, madera o hueso que representaban espíritus protectores o divinidades. Entre sus principales dioses se encontraban Yúcahu (dios de la agricultura y la vida), Atabey (diosa madre de la fertilidad y de las aguas), Guabancex (espíritu del ímpetu y de los huracanes) y Opiyelguobirán (guía de las almas hacia el más allá). Estos dioses no eran entes lejanos, sino presencias vivas dentro de la naturaleza. (Pane & ARROM, 1494-1498)
Para los taínos, toda la naturaleza estaba habitada por fuerzas vivas. No existía una división entre lo material y lo espiritual, sino una unidad dinámica en la que todo lo existente participaba de una misma energía vital. En este sentido, su visión del mundo puede entenderse como una forma de panteísmo y animismo articulada en torno a dos conceptos fundamentales de la filosofía: la ontología y la fenomenología.
Desde su raíz griega —onto (ser) y logos (estudio)—, la ontología busca comprender qué es lo que realmente existe y cuál es la naturaleza del ser. En la ontología taína, el ser no se concibe como una sustancia separada o estática, sino como vida que participa y se manifiesta. 1ro. El ser no es «lo que está ahí», sino lo que vive y actúa. 2do. No hay oposición entre la materia y el espíritu, ya que el mundo físico ya es espiritual. 3ro. La divinidad no está fuera del mundo, sino que se revela en él.
Así, Yúcahu, el espíritu de la yuca y la vida; Atabey, la madre de las aguas y la fertilidad, y los cemíes, espíritus encarnados en piedras y figuras, no representan lo lejano o trascendente, sino modos de ser dentro de la misma totalidad.
Por su parte, la fenomenología —del griego phainómenon, «lo que aparece»— estudia cómo se manifiesta el mundo a la conciencia. Para los taínos, la naturaleza no era un simple conjunto de objetos, sino la presencia viva de los dioses. Los fenómenos —la lluvia, el viento, el trueno o la luna— eran signos del espíritu, manifestaciones directas del ser divino. Esto implica que su experiencia cotidiana era, en sí misma, una experiencia mística. 1ro. Cuando soplaba el huracán (Guabancex), el taíno no veía un fenómeno meteorológico, sino la manifestación del poder sagrado de la naturaleza. 2do. En los rituales del cohoba —polvo alucinógeno que inhalaban los bohiques—, lo invisible se volvía visible: el espíritu se manifestaba en forma de visiones o voces. 3ro. En los areítos, las danzas y los cantos no solo narraban mitos, sino que también actualizaban la presencia divina y traían a los dioses al aquí y al ahora.
En resumen, para el taíno no había separación entre el ser y su manifestación: lo que aparece es el ser mismo haciéndose presente. Su mundo era, al mismo tiempo, material y sagrado, una totalidad viva en la que pensar, sentir y existir formaban una sola experiencia del cosmos.
En este contexto, Lusitania Martínez (2022) retoma la propuesta de Jean-Paul Sartre para afirmar que no existe una única filosofía, sino múltiples filosofías, cada una enraizada en su época, su historia y su territorio. Esta afirmación nos permite reconocer que en la trayectoria intelectual dominicana encontramos pensadores que han dado forma al ejercicio de la filosofía desde nuestras propias circunstancias: Félix María del Monte y su temprana inquietud racional, Andrés López de Medrano y su Lógica, Juan Pablo Duarte y su restablecimiento identitario, Pedro Francisco Bonó y su pensamiento social, Julio Minaya lo concibe como emancipador mental por excelencia, Andres Avelino y su metafísica categorial, José Ramón López, Francisco E. Moscoso Puello, Federico García Godoy, Juan Isidro Jimenes Grullón, Fabio Mota, Delia Weber, Rosa Elena Pérez, Américo Lugo, Andrés Francisco Requena, Francisco Prats-Ramírez, Alejandro Arvelo, Rafael Morla, Andrés Merejo y Edickson Minaya, entre otros. Todos ellos, desde distintos lugares y momentos, han contribuido a afirmar que la filosofía no es un lujo académico, sino una necesidad del pensamiento nacional.
Siguiendo la línea de Enrique Dussel, el pensamiento debe situarse: hay que pensar desde nuestras heridas, desde nuestras luchas y esperanzas, y no desde el espejo europeo. Esto implica asumir que la identidad es mutable, pero requiere un punto de anclaje: el reconocimiento de nuestra historia y de nuestra «intención criolla». Negar ese reconocimiento es caer en lo que Dussel llama la negación histérica: una forma de olvido que nos lleva a repetir el pensamiento ajeno sin reflexionar sobre nosotros mismos. En este mismo sentido, el filósofo venezolano Ernesto Mayz Vallenilla expresa que «somos un no-ser siempre todavía», una conciencia en desarrollo que solo al reconocerse alcanza su condición de sujeto racional, con alma, con historia y con palabra.
Desde nuestros orígenes, hemos sido víctimas de prejuicios y negaciones, reducidos a la imagen de pueblos sin pensamiento o sin alma. Frente a esto, la deconstrucción —en el sentido que le da Derrida— se vuelve una herramienta liberadora, ya que permite desmontar las estructuras que han objetivado nuestra negatividad histórica. Reconocer que nuestros antepasados poseían una ontología y una fenomenología propias, una comprensión viva del ser y del mundo, es el primer paso para desarticular esa herencia de inferiorización. Pensarnos desde ahí, como sujetos que sienten, piensan y crean desde su propio suelo, es afirmar una filosofía que no imita, sino que nace. Una filosofía que no se busca en los mármoles de Atenas, sino en la tierra que habitamos y en la historia que todavía escribimos como dominicanos.
Referencias
De Las Casas, B. (1552). El Humanismo Indígena y los Derechos Humanos. Instituto de Investigaciones Jurídicas – UNAM. Retrieved November 8, 2025, from http://historico.juridicas.unam.mx/publica/librev/rev/hisder/cont/6/est/est3.pdf
Dussel, E. (1994). 1492 : el encubrimiento del otro : hacia el origen del mito de la modernidad Titulo Dussel, Enrique – Autor/a Autor(es) La Paz L. Biblioteca CLACSO. Retrieved November 8, 2025, from https://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/otros/20111218114130/1942.pdf
Martinez, L. (2022). Historia de la Ideas Filosóficas y del Genero en la República Dominicana. Archivo General de la Nación. https://ign.gob.do/wp-content/uploads/2025/01/Filosofia-y-Psicologia-Historia-de-las-ideas-filosoficas-y-de-genero-en-la-Republica-Dominicana-texto-para-estudiantes-de-filosofia.pdf
Pane, R., & ARROM, J. J. (1494-1498). RELACIÓN ACERCA DE LAS ANTIGÜEDADES DE LOS INDIOS. Documentalia: texto e imaginación histórica. Retrieved November 8, 2025, from https://documentaliablog.wordpress.com/wp-content/uploads/2016/05/pane_antiguedades.pdf
Cruz, P. (2025, noviembre 7). De los prejuicios a la filosofía situada dominicana [Conferencia]. Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), Recinto San Francisco de Macorís, San Francisco de Macorís, República Dominicana.
Compartir esta nota