Al monte Hagen, en Nueva Guinea, el hombre blanco apenas llegó en 1932. Tuve el privilegio de visitarlo y conocer allí a un viejo nativo que recordaba perfectamente ese día del “encuentro entre dos mundos”. Al ver arribar a esas raras personas, rápidamente llegaron a la conclusión de que tenían que ser dioses y no humanos. Primero, porque no andaban con mujeres llevándoles el pesado equipaje (en aquel lugar solo las mujeres cargaban, mientras los hombres cazaban). Segundo, porque el hecho de tener las piernas cubiertas por telas —lo que nosotros llamamos pantalones—, en vez de la tradicional faldilla de pencas, lianas y bejucos, resultaba en una obvia evidencia de que eran dioses, pues si fuesen hombres, se ensuciarían al defecar. Desde el punto de vista de los nativos, su conclusión era totalmente lógica. Como era la costumbre en esa tribu y como cuestión de cortesía, al anochecer enviaron mujeres a los extranjeros para que pasaran la noche con ellos. Al amanecer y retornar, ellas informaron que eran igualitos a ellos mismos.

En Nepal conocí a una persona muy pálida, imbuida por unas creencias religiosas tan radicales que le era prohibido matar nada, por lo que no podía comer animales y tampoco vegetales o frutas, pues hubieran perecido. Llevaba veinte años alimentándose tan solo con leche. Desde su punto de vista, su actuación era totalmente lógica.

Al sureste de Boca de Yuma, mientras hacía prospección arqueológica en un lugar bien remoto, conocí a un viejo campesino que hasta hacía poco vivía de criar puercos, alimentándolos con las langostas que abundaban al borde del mar y que eran fáciles de capturar. Se lamentaba de que llegaran yolas con pescadores que acabaron con los crustáceos, pues nuevas gentes llamadas “turistas” pagaban caro por ellos. El viejo, al no encontrar comida alternativa para los cerdos, optó por dejar de criarlos y sufría gran miseria.  Dentro de su desconocimiento, había actuado con toda lógica. Siempre me he preguntado a qué sabría esa carne de puercos alimentados con ese manjar.

Un buen día nos alegramos al saber que viajaríamos a “Long Beach” en Puerto Plata a conocer y bañarnos en el mar Atlántico.

En 1965, un par de meses después de iniciada nuestra guerra civil —conocida como Guerra de Abril—, un grupo nos reunimos en Jarabacoa para deliberar sobre el triste e incierto futuro del país.  La erudición académica fluía a borbotones. En un intermedio me acerqué al viejo campesino que cuidaba la casa y le pregunté qué creía él que le iba a pasar a nuestra pobre patria. Se encogió de hombros y dijo: “Nada.  Aquí hay demasiada colindancia”, mientras juntaba los dedos índices de ambas manos. Este filósofo rural, con su lógica de agrimensor, me aclaró el asunto.

Yo nací en Santiago de los Caballeros, pero desde muy niño nos fuimos a vivir a otras ciudades. Contando ya con siete años, mis padres me enviaron a Gurabito, en Santiago, donde mi abuela paterna para, según recuerdo, “engordar”, pues estaba muy flaco. Mis recuerdos incluyen el correr cada mañana hacia el patio de la casa para ver llegar el tren que salía de Santiago hacia Puerto Plata y que se paraba para tomar hielo en una fábrica cerca de la casa de mi abuela. También pasaba el día matando cucarachas y jugando “a los barquitos” con otros niños, en la larga cuneta que bordeaba la avenida Imbert.

Un buen día nos alegramos al saber que viajaríamos a “Long Beach” en Puerto Plata a conocer y bañarnos en el mar Atlántico. La sirvienta de la casa, enterada por la conmoción, me trajo una botella de ron vacía, pero con su tapa, y me pidió que la llenara con agua de mar para ella entonces conocer a qué sabía el mar. Su solicitud hoy parece totalmente ilógica, pero dados los constreñimientos de transportación de esa época y lo aislados que vivíamos aun dentro del país, su solicitud era totalmente lógica.

Bernardo Vega

Historiador, economista

Economista, historiador, autor de decenas de libros. Impenitente columnista, fue gobernador del Banco Central y embajador ante la Casa Blanca. Ex director del periódico "El Caribe" y de la revista "La Lupa Sin Trabas". Actualmente es presidente de la Academia Dominicana de la Historia.

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